15 Abr Contra la colaboración: el mundo ultra
Rafael Rodríguez Tapia
Como parte del éxito ultra contra las democracias actuales debe contarse el prácticamente indiscutido irracionalismo cuando alguien propone racionalizar los problemas demográficos. Y esto, que pudiera resultar demasiado abstracto bajo esa fórmula, adquiere de pronto visibilidad inevitable cuando se traduce a signos concretos: índices de paternidad, desplazamiento de poblaciones, densidades de población desiguales y otros problemas. La racionalización, que es precisamente la condición primera e imprescindible de la democracia, es súbitamente despreciada, y los que la proponen insultados, cuando se refiere a la busca de soluciones para estos problemas.
Y el mismo hecho de considerar que son problemas unos de ellos (no así otros), es preámbulo seguro de descalificaciones para el que así lo expone, que suelen ser, además, de antidemócrata. La contradicción no podría ser más aguda. Ese es el triunfo ultra. Y es una victoria aún mayor en la medida en que la mayoría de sus agentes no son ni remotamente conscientes de que lo son de proyectos, estos sí, antidemócratas. Son proyectos antidemócratas, en primer lugar, porque desprecian la racionalización del espacio y de la gestión públicos, y promueven y ensalzan comportamientos colectivos meramente emotivos, y emotivistas e irracionalistas. A continuación, en la mayoría de los casos, se observará que esas descalificaciones provienen de grupos tanto internos como externos a la sociedad que en casi todo lo demás se pronuncian en contra de la democracia liberal tal como se ha consolidado la democracia occidental avanzada, y que sin pudor alguno proclaman su preferencia por sociedades autoritarias o teocráticas o teocrático-materialistas o totalitarias o todo eso a la vez.
Los grupos del interior de una sociedad democrática que luchan de este modo contra la democracia misma suelen adoptar la forma de partidos políticos que en lo formal y jurídico han aceptado las leyes democráticas. Hay también grupos que no se presentan ni quieren ser conocidos como partidos políticos, sino que prefieren, y en algunos casos expresándolo muy vehementemente, ser conocidos como grupos de intereses económicos, sindicales o patronales, grupos culturales, y desde luego grupos religiosos.
Ninguna de esas tres categorías es desdeñable como fuerza antidemocrática. En nuestras democracias (como en todas las sociedades de todas las modalidades) se han instalado, eso sí, ciertos tabúes como mínimo verbales o de discurso público, algunos de los cuales se refieren a la posibilidad de señalar la acción antidemocrática de estos grupos o de algunos de ellos. Esos tabúes son, desde luego, una victoria más de los programas ultras. Según estos programas y sus instrucciones para el combate, sólo se tolerará achacar la cualidad de antidemócrata al demócrata que señale el carácter antidemócrata de los grupos antidemócratas. Es, evidentemente, una defensa elemental, primaria y hasta pueril, pero por eso mismo perfectamente eficaz. El ensordecedor ruido social de la era de la hipercomunicación se encarga de hacer inútiles las llamadas a la reflexión y al examen sensato de los hechos, como el que quisiera susurrar un silogismo al oído de alguien bajo una tormenta. Pero eso no vence a los hechos: hay grupos dentro y fuera de las sociedades democráticas, amparados por las leyes democráticas, que no tienen otro fin que acabar con el espacio político, y han conseguido que el castigo al que lo señala sea la primera de sus victorias contra la democracia.
Naturalmente, hay grupos interiores que no son otra cosa que sucursales de grupos exteriores no sólo a la democracia sino a la misma sociedad, aunque rara vez, rarísima vez, lo van a reconocer. Hay también, por supuesto, grupos interiores antidemócratas que no son sucursal de nadie en particular del exterior, aunque algunos de estos exteriores se beneficie directamente de su acción. En la actualidad, hay grupos directa y abiertamente políticos y hasta con estructura e imagen de partidos; hay grupos económicos y de presión con intereses meramente crematísticos aunque disfrazados, y con gran capacidad de coacción, como algunos empresariales y sindicales; y hay grupos que dicen dedicarse a actividades meramente culturales o intelectuales o artísticas. Y nos referimos a los grupos que pueden categorizarse entre los que ejercen una clara acción antidemocrática casi siempre bajo el camuflaje de una pureza democrática. Y luego están, como decimos, los agentes inconscientes, entre los cuales se cuentan personas de intenciones verdaderamente democráticas que, por la causa que sea, por un momento no perciben el verdadero carácter de su discurso.
En el conjunto de una reflexión sobre la filosofía de la colaboración como base de la sociedad democrática todo esto puede ser considerado por algunos, como hemos dicho, demasiado abstracto. Puede servir para paliar esa consideración la referencia a problemas concretos. Y el recuerdo, que probablemente no necesitará ser explícito, de la postura de tantos grupos políticos, económicos y culturales ante esos problemas.
En primer lugar, hay que recordar el irracionalismo para afrontar problemas de primer orden como el que se plantea ahora en las sociedades democráticas por la recepción de inmigración en cualidad y en cantidad inmanejables (irracionalismo según el cual el simple cálculo de posibilidades de acogida decente en una sociedad es un rechazo «fascista»). En segundo lugar, hay que recordar el irracionalismo e incluso el elogio de la ignorancia al afrontar problemas como los ecológicos, los agrícolas y los energéticos (que lleva a discutir mostrando el más oceánico desconocimiento acerca de la energía nuclear, la confusión entre el monóxido y el dióxido de carbono y la agricultura de proximidad o la economía agrícola en general y la necesidad y la economía de la ganadería). En tercer lugar, hay que recordar el irracionalismo al expresar la posición propia ante la opinión disidente y hasta irreverente y ante las medidas que hoy se ha hecho habitual tomar a la estela de las cancelaciones, las censuras morales encubiertas o la deformación forzosa de esa disidencia (que quizá no por casualidad suele hacerse con criterios de grupos religiosos extremos tanto internos como externos, aunque en la mayoría de las ocasiones los gestores de esas cancelaciones no conocen el objetivo para el cual trabajan, que además manifiesta una atención obsesiva al sexo).
Y contra esta primera exposición casi solamente paisajística de los elementos que componen el mundo ultra se suele esgrimir la acusación primera de «racionalismo», casi como si se estuviera acusando a la exposición misma o a sus autores de ser de los tiempos de Descartes (que en realidad es de lo que se les suele acusar); pero eso proviene del prestigio autoatribuido del materialismo decimonónico, que aún tiene nietos y bisnietos. Descendientes a los que probablemente conviene recordar que, sin excepciones, los que han apoyado proyectos irracionalistas en política, acerca de la materia parcial que sea, o acerca del conjunto, han acabado no siendo más que pilares y soportes de Hitler y Stalin.