DEMOCRACIA, IRREVERENCIA, INTELIGENCIA ARTIFICIAL. 1

DEMOCRACIA, IRREVERENCIA, INTELIGENCIA ARTIFICIAL. 1

INTRODUCCIÓN

 

Rescate del término liberal 

Hay que recuperar el término liberal del secuestro del que ha sido objeto en las últimas décadas. Hay que rescatarlo, en particular, para adjetivar con él al sustantivo democracia. Este último también necesitaría maniobras de resucitación, pero vamos por pasos. Quizá sea necesario para el futuro próximo de las democracias recuperar también ese término para situar opciones políticas partidistas, quizá hasta rivales entre ellas, pero todas liberales, tal como a lo largo de las siguientes páginas vamos a caracterizar: definidas no por dogmas de verdad y seguridades ontológicas, sino por la búsqueda de consensos, pactos, acuerdos y establecimientos de territorios comunes que, independientemente del diseño que otras fuerzas tengan de la sociedad, incluyan la tolerancia, el respeto al rival y su reconocimiento como agente válido.

En la actualidad, el término liberal, como el hijo de dos madres de Salomón pero al contrario, está desgarrado entre dos fuerzas que en aparente paradoja son enemigas de él: a un lado, el anarquismo o libertarismo de derechas que lo quiere todo desregulado y traducido a términos monetarios; al otro, ese mundo de retórica e intereses heterogéneos que ha ocupado el lugar que dejó libre al morir, quién sabe si de éxito, la antigua izquierda de la igualdad y el progreso.

Los primeros, esos a menudo autodenominados orgullosamente ultraliberales, han prescindido de cualquier matiz relacionado con el sentido no sólo originario, ya bicentenario y gaditano, del término, relacionado con el cultivo y el fomento de la libre expresión, el laicismo, los controles institucionales del poder y el imperio de la ley. Se diría que sólo por su sonido, por cierto el mismo en todos los idiomas, toman de la palabra sólo lo que tiene de común con el término «libertad» en un sentido muy primitivo, y se afincan en él: a mí que no me mande nadie, yo no le debo nada a nadie. Por supuesto, en unos entornos políticos es más fácil llevar esta actitud pueril hasta el extremo que en otros. Son conocidas las imágenes de individuos del medio Oeste norteamericano defendiendo su pequeña o su gran casa escopeta en mano, a veces rodeados de carteles o felpudos con la leyenda «El Estado acaba aquí; ahora empieza sólo mi casa» y fórmulas parecidas. Lo más sorprendente de esto no es que existan personas con esas tendencias, sino que su ignorancia, o su avaricia, o su cólera o su narcisismo, o todo eso junto, les hayan impedido conocer hasta qué punto no es posible ni, por tanto, verdad, eso que proclaman. Que prueben a asesinar a alguien dentro de su casa supuestamente fuera de cualquier jurisdicción. A partir de aquí se dan dos paradojas nunca resueltas.

En primer lugar, esta actitud «anarquista» es casi exclusiva de esa zona política y geográfica que hemos mencionado. Es prácticamente imposible encontrar individuos así de feroces fuera de ella, y no digamos entre los que serían sus camaradas europeos, que en esto como en otras cosas predican pero con el impreso de petición de subvenciones para reparar su tejado bien relleno y firmado mientras le operan de vesícula en la sanidad pública. Esos que en el mismo Estados Unidos suelen calificar de «rednecks» (no lo son todos los que proclaman su república hogareña, desde luego, pero se ha fabricado una especie de estereotipo), fieros defensores de su aislamiento personal y de la insolidaridad con cualquiera, oyen la palabra «liberal» y se encienden, dominados por el aborrecimiento que sienten hacia lo que llaman «izquierda», que en aquel entorno se identifica con todo lo que no se líe a tiros ante cualquier desacuerdo, poco más o menos. Ya dijo Newt Gingrich y en plenos años setenta, es decir, tampoco anteayer precisamente, que todo lo que no fueran insultos hirientes sería un patético lenguaje de boy-scout que no tenía cabida en la política. El caso es que mientras aquellos fieros escopeteros defensores del solipsismo no toleran ni que se pronuncie la palabra liberal por sus cercanías, sus iguales, o los que se querrían sus iguales en Europa, presumen precisamente de eso, de «liberales», y además, como eso es a lo mejor un poco de boy-scout, «ultra»-liberales (también son a menudo denominados «neoliberales», como es sabido, pero eso no por ellos para referirse a ellos mismos, sino por sus rivales o más bien enemigos para insultarles). No veremos a uno de estos comiendo una comadreja recién cazada con sus trampas, ni esperarán en su mecedora del porche a que pase un rojo o un negro para empezar a disparar, pero se quieren iguales a ese estereotipo del otro lado del Océano Atlántico al que, como mínimo, admiran como el urbanita admira condescendiente al rústico que sabe eviscerar un jabalí para comérselo a continuación. Es algo incómodo de manejar: los que hacen de la insolidaridad y de la asocialidad algo cercano a un programa político son en Europa calificados de «liberales» y hasta de «ultraliberales», tanto por ellos mismos como por sus rivales ideológicos, pero sus iguales americanos sólo consideran «liberales» a los que allí toman por izquierdistas, algo así como partidarios de las infraestructuras y la sanidad públicas y últimamente además de cuidar el planeta, hacer algo menos de guerras y quizá, sí, ese heterogéneo catálogo que en todas partes ha venido a sustituir a la hasta hace poco ideología de izquierda.

Se parece bastante poco este sentido de «liberal» al que tenía originariamente y al que incluso en cierto nivel de reflexiones sigue teniendo hoy, si bien en ámbitos muy restringidos y apartados en todo caso de la divulgación y del periodismo.

Al otro extremo, como decíamos, los herederos de la izquierda más o menos desaparecida, ya sin programa claro más que una relación de inconvenientes y problemas, han encontrado en el término «liberal», pero últimamente más todavía en «ultraliberal» algo muy parecido a lo que se viene haciendo con el término «facha». Si se quiere acabar una discusión, una simple conversación incómoda, un desfallecimiento argumental propio, con insultar súbitamente a tu interlocutor de «facha» o de «ultraliberal» parece que está todo ganado. En particular en los debates públicos, que a veces se celebran pasmosamente entre representantes de diferentes partidos y no sólo del mismo o de muy próximos partidos, cuando un portavoz de esos herederos de la izquierda no sabe ya qué decir, es sabido que insulta de facha a quien sea que tenga delante, y desde ese momento al público votante del debate le va a resultar imposible no ponerse de parte del heredero de la izquierda, porque este acaba de condenar a ser considerado facha a todo el que en ese debate no esté de acuerdo con él. O algo así. El truco retórico es antiguo, y está en los manuales escolásticos de discusiones, y sigue funcionando. Pero sucede que cuando alguien es muy evidentemente no facha, o de ninguna manera (según encuestas o estudios de los partidos) conviene insultar a ese interlocutor de facha porque puede ser un aliado de coalición próximamente, se recurre al otro insulto, que es parecido en consecuencias inmediatas a llamar facha a alguien, pero que en un momento dado, más adelante, cuesta menos retirar y sobre todo cuesta mucho menos explicar al propio electorado por qué haces una coalición con él, que si hubieras diagnosticado que era un facha eso ya no habría quien lo salvara, pero que lo de «ultraliberal» pues en fin, es feo, huele a banquero, desde luego a pijo, bastante a insolidario, pero como se ve nada que no pueda enderezarle yo cuando luego compartamos mesa de consejo de ministros.

 

Liberal y ultraliberal, pues, términos secuestrados por unos para decirlo de sí mismos, por otros para arrojarlo como insulto, y en ninguno de los casos significando lo que originariamente significaba, y lo cierto es que hoy también sigue significando en cuanto se usa con esa acepción, que se diría castigada pero que no debe serlo: la que se utiliza en la expresión democracia liberal, que por cierto es la que aloja y ofrece protección y garantiza la libre expresión y conducta de los dos secuestradores de términos.