01 Dic Democracia, Irreverencia, Inteligencia artificial. 16
DEMOCRACIA, IRREVERENCIA, INTELIGENCIA ARTIFICIAL. 16.
Rafael Rodríguez Tapia
Lo que no procede ni es posible, en todo caso, es renegar de ello. En la actualidad, es como si hace 140 años hubiera propuesto volver atrás y deshacer las redes de distribución eléctrica que empezaban a estar ya en todas partes, o poco después la radio, y luego la televisión. Seguramente hay realidades que son algo así como evolutivas, sin que eso incluya el significado de inevitables, porque podrían no haberse dado, pero que, una vez que se han dado, retroceder y eliminarlas oscila entre lo imposible y lo inconveniente. El mundo había funcionado y progresado durante 25 o 30 siglos de Historia conocida sin usar la energía eléctrica, así que tenían sólidos argumentos los enemigos de su implantación hacia 1880. Hoy en día puede decirse algo parecido acerca de la informática, de internet, de las redes sociales y de la inteligencia artificial (por resumir en esta expresión todo ese mundo). Pero ¿de verdad alguien propone responsablemente que prescindamos de ello?
Estamos precisamente caminando sobre algunos de los inconvenientes que produce y de los problemas sobre los que se asienta la implantación de modo universal de esa llamada «inteligencia artificial»: pero no percibimos, simultáneamente, que ya se pueda prescindir de ella, arrancar sus raíces de nuestras sociedades y… quizá «volver» al mundo anterior al de la informática. ¿Ha pensado alguno de los que proponen retroceder lo que sería de los abastos de las grandes ciudades o de la comunicación de técnicas clínicas o la regulación de los flujos eléctricos, o… de casi todo lo que hoy hace posible nuestra vida, si en efecto un día «se apagara» el mundo de la inteligencia artificial? De hecho, uno de los escenarios pavorosos, o quizá el más pavoroso (tras el de la caída de un meteorito masivo, se entiende) que manejan los comités de previsión de catástrofes y emergencias de la mitad de los países y grandes empresas del mundo es precisamente ese apagado -a finales de 2021 con la forma de «corte de suministro eléctrico general de varios días»-, con el cual vendrían no en el plazo de días sino de unas pocas horas las peores versiones de destrucción material y social que puedan concebirse.
Dicho de otro modo, no es operativo imaginar que prescindimos del mundo ya asentado y en progreso de la inteligencia artificial, porque regula muchas más cosas de las que se cree, o quizá sucede que a estas alturas las regula todas. Frente a ello, las iniciativas robinsonianas más o menos rústicas o ingenuistas tienen poco que decir. Hay muchos grupos que anuncian apocalipsis y proponen soluciones «paleolíticas»: pero los humanos que vivían de lo que cazaban cada día, o cada dos o tres días, vivían una media de 38 o 40 años; y eso, sin tener en cuenta que el humano de hoy no goza de las inmunidades bacteriológicas de aquello, sustituidas por toda una vida de ingesta de antibióticos, por ejemplo. Esas propuestas no son más que ingenuidad.
Conviene jugar, como siempre, con lo que se tiene, descartando salidas maximalistas: si estamos ahora en el ascenso del clictivismo, de la propaganda individualizada, de la comunicación interpersonal mediada por pantallas y de la muy frecuente ausencia de reuniones físicas con otras personas, ¿cómo podemos hacer para que la democracia subsista?
En realidad, esa pregunta es algo vacía, porque necesita definiciones previas que no suelen expresarse. Para empezar, ¿en qué consiste que subsista la democracia? ¿Vamos a ser tan elementales como para pensar que la democracia es, o necesita, la asamblea física de los ciudadanos? Ya hemos recorrido esos caminos y hemos visto que no. Probablemente se necesita un enfoque de lo que es democracia más basado en los principios abstractos sobre los que se asienta y desde luego, a continuación, en el respeto a las conductas a las que esos principios dan lugar.
¿En un mundo de contacto personal a través de pantallas se puede respetar la libertad de pensamiento, de palabra y de expresión? Evidentemente, sí. No hay nada en la comunicación a través de pantallas que obligue a prohibir ideas ni expresiones, o a castigar al que las profiere. Aunque sí hay «reguladores» que se arrogan la potestad de borrar mensajes con lo que consideran «palabras malsonantes», «expresiones ofensivas» y hasta de velar imágenes de genitales humanos y no humanos (!).
¿Se puede respetar en ese mundo el principio de tolerancia imprescindible para una democracia en funcionamiento? Desde luego que sí. No hay nada en él que obligue a prohibir actitudes, expresiones, manifestaciones culturales o personales diferentes y nuevas. Pero hay grupos y empresas con poder para castigar, arrojando a la oscuridad y al silencio, a aquel que haya expresado algo o mostrado algo que en opinión de esos grupos es «ofensivo»; y prácticamente todo es potencialmente «ofensivo», porque esa es una de las características de nuestra época falsamente reivindicativa de agravios pasados: siempre hay alguien cuyo tatarabuelo sufrió algo de cuya reparación hoy el tataranieto quiere aprovecharse.
¿Hay algo en el mundo de la inteligencia artificial y las pantallas comunicativas que obligue a prescindir de los principios de confianza racional pública, de solidaridad democrática institucional o de honestidad política, de modo que se dificultara así la vida democrática? Por supuesto que no lo hay. Sin embargo, la difusión instantánea de cualquier infundio o calumnia interfiere la racionalidad de la confianza elector-candidato, pone en duda que un objeto legítimo de solidaridad lo sea, y desde luego erosiona la certeza de honestidad de cualquier persona.
Así que nos encontramos en una situación en absoluto novedosa: la naturaleza de un mecanismo no es perjudicial por sí sola, pero el uso que muchos hacen de él a menudo lo es, y de modo profundo. En este caso, además, no podemos olvidar que lo que aparece rápidamente como solución a los dos primeros problemas, la eliminación de grupos reguladores, es eliminar lo que quizá se requeriría para solucionar el tercero.