Democracia, Irreverencia, Inteligencia artificial. 17

DEMOCRACIA, IRREVERENCIA, INTELIGENCIA ARTIFICIAL. 17.

Rafael Rodríguez Tapia

 

Entorpece la visión, al principio, el hecho de que esa reunión física de las personas en la plaza es la que permitía, y probablemente es la que en su día fabricó, por complicadas vías, esa confianza, esa tolerancia, esa solidaridad y esa honestidad necesarias y consustanciales a la democracia. Y al ser así, da la impresión de que sólo en esa plaza y con esas reuniones físicas pueden subsistir esos valores. Pero, como vemos, eso no es correcto, porque no hay nada en el mundo de las pantallas que dificulte la existencia y la práctica de esos valores… salvo los organismos reguladores.

Todo confluye en estos «organismos», que en ocasiones se sabe lo que son y por qué personas están compuestos, pero más frecuentemente no. Casi siempre son, sencillamente, los propietarios, los CEO o los consejos de administración de las empresas de las que dependen las diferentes redes. Y da la casualidad de que los criterios que expresan y con los que actúan, prohibiendo comunicaciones, tachando o velando o tapando o incluso cancelando y expulsando comunicaciones y comunicadores, son sin excepción los criterios de un rancio puritanismo imbécil, asustado además por las últimas modas (que el tiempo demostrará que fueron sólo modas, pese a lo que hoy nos parecen) de precauciones mojigatas y cobardes, siempre con la infección de los criterios ocultos del capitalismo simplón del lugar donde tienen sus sedes, que les hace no pensar en otra cosa más que en perder o no perder el gajo de ganancias que en tal «colectivo» o tal «comunidad» tenemos potencialmente, si un usuario les ofende o les deja de ofender, ni siquiera, además, directamente, sino por usar, incluso inocentemente, una cita de un antiguo escritor en el que este usaba una de las palabras más recientemente consideradas azufrosas y condenatorias del usuario (los casos de citas de Mark Twain conteniendo la entonces usual palabra nigger son sólo los más publicitarios), porque ya sabemos eso del tatarabuelo y de su tataranieto.

Nos ha sucedido en esta reflexión que, al final, todo ha confluido en esos autodenominados «organismos reguladores», autonombrados, en absoluto transparentes y, como por casualidad, más que reguladores sencillamente puritanos y puritanizantes en su totalidad. Puritanos de un extremo o del contrario, por ejemplo: desde velar nalgas o genitales de esculturas o pinturas clásicas, o de fotos actuales, en un extremo, hasta «cancelar» a alguien (incluyendo su expulsión de la red) que ha expresado que cierta mujer le parece «bella» en términos digamos delicados (y daría igual si fuera en términos soeces; quién se arroga el derecho de juzgar). Lo cierto es que hablamos de dos extremos, pero sólo hay uno: la puritanización ha funcionado tan eficazmente en las últimas tres décadas que, en la actualidad, se ha conseguido, por ejemplo, un idioma que por fin parece progresista para uso de autoconsiderados progresistas, pero cuyo valor no es otro que el de haber conseguido llevar al huerto del reaccionarismo y la mojigatería más extremos a esas personas, satisfechas de (así lo creen) estar colaborando con sus censuras, sus insultos y sus castigos al progreso de… ¿exactamente qué? ¿La libertad de la mujer? Por ejemplo, la acusación de «sexualizar» es de las que más claramente desvelan la maniobra subterránea de los puritanos a la caza de los rivales para ponerlos a trabajar para sus fines: sólo los que creen en la quimera de un ser humano previamente asexuado pueden ser capaces de concebir ese proceso de «sexualización», que se achaca a los que aprecian las cualidades «sexuales» de alguien, especialmente de una mujer. Quizá no hace falta haber sufrido una infancia en una sociedad mojigata y represiva para comprender lo que hay ahí detrás y a qué recuerda.

En fin, con todo lo que puede desarrollarse del nuevo puritanismo, estas líneas más bien quieren mirar hacia la posibilidad de subsistencia de los valores democráticos, que a primera vista parecen amenazados por el abandono físico de la plaza pública, lugar, signo, símbolo y posibilidad de la democracia; y si el desarrollo de la sociedad de las pantallas (puede que dentro de poco las interfaces no sean ni pantallas, según algunos futurólogos) y su consiguiente aislamiento personal forzosamente llevan a la pérdida de esos valores o si por el contrario la democracia sigue siendo posible.

Y la clave son esos organismos reguladores.

Hay una especie de bache inevitable en ese camino; en esos caminos de la organización de las actividades de la sociedad. El bache que al parecer es obligado pisar y sufrir es que, por su propia «naturaleza», las personas, las organizaciones o las asociaciones más sumisas, reverentes, esclerotizantes y ofendidas son las que más inmediatamente se organizan y adquieren poder y técnicas para imponer su criterio a los demás. Mientras que las personas, y las no muy probables asociaciones (por su misma forma de ser, no tienden a formar estas agrupaciones) de quienes no son tan sumisos ni tan reverentes hacia nada en particular, tienden a no hacer nada en particular, a dejarse estar y a dejar estar… Y, en consecuencia, dejan todo el espacio a los reguladores puritanos.

Los reguladores puritanos tienen una primera característica: carecen por completo del más elemental o sencillo sentido del humor. Por supuesto, no toleran la expresión de sentido del humor, del color que sea, a su alrededor.

Conocemos todos a personas creyentes en una u otra causa o sistema de creencias que, además, tienen sentido del humor y cierta capacidad de distanciarse de sus propias creencias y hasta de ironizar sobre sí mismos. No son demasiadas, pero las hay. Son muchas más, desde luego, las personas con reverencia hacia unos ideales u organizaciones de ideales que no son capaces de esa distancia. «Bromas con las alpargatas de san Pedro, puede ser; pero con la virginidad de María, ni soñarlo». O sus equivalentes prácticamente exactos del mundo ideológico actual: «Bromas con el tío cachas que va a la oficina a cambiar la máquina de Pepsi, puede; pero con la sensualidad de la señorita Teschmacher de Supermán ni se te ocurra, eso es sexualizar (?)». Seguramente cualquier lector puede traer hacia el presente los mil y un casos de lo que acabamos de presentar deliberadamente con intenciones casi historiográficas: hoy, en los años 20 del siglo XXI, no hubiera sido posible esa película, Superman, y no entraremos a dar detalle del porqué. Pero sí insistiremos en que sucede uno de los fenómenos más inesperables hace pocas décadas cuando imaginábamos este futuro que hoy es presente: ha vuelto el miedo. ¿El miedo al caos, a la «anarquía», al desencuadernamiento de la sociedad? No; exactamente lo contrario: el miedo al tribunal, al reglamento, a no hacer la reverencia en el momento y hacia el objeto obligado a reverenciar. El miedo al puritano, que se ha hecho con el control. Entre otras cosas, porque los algoritmos de control han sido diseñados como puritanos.