DEMOCRACIA, IRREVERENCIA, INTELIGENCIA ARTIFICIAL. 2

DEMOCRACIA, IRREVERENCIA, INTELIGENCIA ARTIFICIAL. 2

INTRODUCCIÓN (cont.)

 

No tendría, quizá, mayor importancia, que nos inventáramos un término nuevo para designar lo que hasta ahora se ha venido conociendo como democracia liberal, pero es que con ello comenzaríamos el clásico tren de confusiones que suele ponerse en movimiento cuando se fuerza la terminología sólo a causa de que hacerlo es conveniente para algunos. Son multitud, por otro lado, los pensadores y ensayistas que siguen utilizando democracia liberal,  e incluso se han llegado a publicar reflexiones con algo así como su antónimo, democracia iliberal, por ejemplo Fareed Zakaria desde hace tiempo, y muy recientemente la danesa Marlene Wind, cuyos trabajos nos parecen sugerentes, y a los que seguimos en algunas reflexiones aunque sea en cortos tramos.

Seguramente conviene que la palabra democracia sea adjetivada, porque, como ya hemos dicho de alguna otra, se trata de una de esas que a fuerza de sobreutilización ha llegado a perder la utilidad que pudiera haber tenido. Muy pocos son los gobernantes que admiten serlo de un régimen no democrático; y los pocos que lo han hecho han manifestado tal extremo de desprecio por el más mínimo decoro político que en conjunto han conseguido que pocos más quieran ser tan sinceros. Desde aquella democracia orgánica del franquismo, hasta las autodenominadas democracias populares, ha habido variedad y riqueza de combinaciones adjetivas que no han dado la impresión, al final, más que de tratarse de mera retórica publicitaria y ya desde hace décadas bastante pobre. Sí, ya sabemos que en todas partes y con todo tipo de sistemas y regímenes manda el pueblo; pero, ¿aquí hay libertad de palabra, de circulación, de expresión y de lectura? Ahí es donde las democracias coloridas suelen tropezar.

La democracia liberal quizá debería no aceptar los ataques que ha sufrido desde la reacción eclesiástica, a un lado, y desde el marxismo, al otro lado, o quizá no tan otro. Es suficientemente significativo que los líderes del desprecio tanto hacia la democracia como hacia el término liberal en España, que fue donde se consolidó para la política hace dos siglos, hayan sido en primer lugar los que en cierto momento adoptaron el nombre de carlistas, pero en otras temporadas simplemente el de absolutistas, o realistas, y algo más tarde neocatólicos, y hasta en ciertos momentos han secuestrado (también) la palabra conservadores. Mientras tanto, sólo dos o tres décadas después de su adopción en plena invasión napoleónica, los seguidores de la obra de Marx dictaminaron la maldad intrínseca de esas incipientes democracias, como ya sabemos a causa de su carácter burgués; y desde entonces hasta hoy, todo ese mundo, del que quizá estamos asistiendo a su ocaso, de la izquierda decimonónica y longeva, parece haber dedicado una cantidad especial de sus energías a ensuciar y desprestigiar, en su conjunto, y una por una en sus características, la democracia liberal de la que tratamos. No procede a estas alturas, probablemente, discutir una vez más la bondad o la maldad de la libertad de conciencia, por ejemplo, o de lectura, o de escritura, con aquellos cuya educación política parece en muchas ocasiones no haber consistido más que en artimañas de combate verbal, trucos a menudo pueriles para imponerse en discusiones sin argumentos, pero, eso sí, con la bandera de la bondad propia por delante.

¿Cómo va a cometer un delito, si es cura?, decían algunos hace no tanto tiempo en ciertos entornos y países más bien retenidos bajo el control eclesiástico en casi todo; ¿cómo no va a querer el bien de todos, si es de izquierdas?, decían igualmente otros, y lo siguen diciendo hoy. Por exclusión, parece a menudo significar lo mismo que ¿cómo no va a estar guiado por la codicia y la insolidaridad, si es de derechas?

Nosotros podemos preguntarnos: ¿cómo semejantes idioteces pueden entrar en esta página? Tenemos que ser rigurosos y no hacer lo mismo que ellos: tenemos que admitir la realidad tal y como es, eso en primer lugar, porque si no será estéril cualquier reflexión que hagamos. Y la realidad de las personas que discuten sobre estos asuntos es muy mayoritariamente esa del párrafo anterior. Por supuesto que no es toda. Como mínimo, en la misma izquierda muy pronto hubo las primeras escisiones, y precisamente acerca de la aceptación o el rechazo de la democracia burguesa. Estas discusiones duraron prácticamente un siglo en las sucesivas reediciones, con Guerras Mundiales por medio, y el régimen soviético reclamando para sí en todo el mundo la dirección conceptual de la ortodoxia, como un Vaticano de la revolución, y a continuación los socialismos occidentales llegando hasta a percibir que defender la escuela pública o la sanidad pública no necesitaba de marxismo alguno, ni menos de leninismo. Esa parte de la izquierda, especialmente europea (y luego exportada en cierta medida, pero no demasiado) es la que hoy parece ya haber desaparecido quizá porque sus objetivos están encarrilados: nunca se podrá decir que ya está conseguida la igualdad, pero sí se puede observar que hay nociones relacionadas con la igualdad que ya han calado hasta en la mentalidad y los programas de los rivales políticos. Tiene que ser un obtuso vocacional, o un humorista torpe el que afirme hoy en día que quiere abolir la escuela pública, por ejemplo, por mal que en la actualidad funcione esta, porque su simple existencia ya abre la esperanza de que en algún momento del futuro se repare y vuelva a ser escuela. Es decir, muchos, muchos de los objetivos de la izquierda de hace décadas o se han conseguido o están incorporados a la mentalidad no problemática de cualquier opción política liberal. Y somos conscientes de que con esa afirmación acabamos de encender un fuego.

¿Por qué consideramos liberal cualquier opción política que admita los antiguos objetivos de la izquierda? Porque se tratará de una opción política que se muestra a los demás, y que acepta la existencia de las demás, en tono y en compás de rivalidad y polémica, no de enemistad ni muchos menos de ilegitimidad de existencia. Probablemente a muchos de un lado y otro de la política actual ser adjetivados de liberal les produzca malestar. Que entiendan que es un uso provisional y, por así decirlo, externo: porque cumplen con una de las primeras y fundamentales bases de la democracia liberal: conceder legitimidad a la existencia, dentro de la democracia, a los rivales de opinión y programa, y no acusarlos de enemigos del sistema y de la sociedad sólo por su discrepancia (que es en lo que consisten, entre otras cosas, los populismos de los que nos dolemos en la actualidad).

Podemos recapitular afirmando que ciertos postulados de una izquierda de antaño, al principio rechazados por quien no se situaba en esa izquierda, con el paso de las generaciones políticas han sido asumidos por prácticamente todo el espectro político de las democracias liberales de hoy, y ya no los discute nadie, salvo quizá una minoría que oscila entre lo folclórico y lo antisistema (que nunca están muy lejos). Ese éxito, ya tan consolidado que casi nunca se percibe como tal, ha traído el decaimiento de las fuerzas que antaño tuvieron que luchar por ello, y ese es el hueco que ha dejado la izquierda, inmediatamente ocupado por las formaciones que se reclaman de izquierda hoy, aunque en ocasiones no se entiende muy bien por qué, porque sus intereses y sus objetivos están tan lejos de los de aquella izquierda como pudieran estarlo los de los carlistas.