16 Mar DEMOCRACIA, IRREVERENCIA, INTELIGENCIA ARTIFICIAL. 3
DEMOCRACIA, IRREVERENCIA, INTELIGENCIA ARTIFICIAL. 3
INTRODUCCIÓN (cont.)
En cuanto a estos, los que genéricamente llamamos «carlistas», no deja de ser significativo que tratándose del colmo y resumen de lo más reaccionario, elitista, aristocratizante, animista y brutal que ha podido dar la política española (y que por supuesto tiene sus equivalentes en el resto de los países) hayan acabado teniendo su expresión final en los grupos más brutales y animistas de los que se consideran de izquierdas auténticas, es decir, los trotskistas y además de trotskistas partidarios de la acción directa, que han tenido su expresión abierta y explícita en organizaciones como ETA: terrorismo crudo, en el fondo similar a lo que hicieron sus antecedentes de hace siglo y medio y dos siglos, sólo que en la época actual contra una sociedad que por su lado no estaba en guerra, a diferencia de la de 1840.
Estos pueden ser los casos en los que más contrastadamente se perciben los enemigos de la democracia liberal: y al final vemos que, aparentemente inspirados por direcciones opuestas de los vientos, obedecen todos a unas mismas intenciones: acallar por los medios que haga falta al que discrepa.
Esto nos importa hoy en particular. Parece que la democracia va ganando terreno en el mundo, tal como se extrae de los simples números de países que van abandonando los regímenes autoritarios de diferentes modos y plantean elecciones de los gobernantes. ¿Pero esto es todo? Volvemos a la cuestión nunca suficientemente respondida, por lo que se ve: ¿las urnas, y solamente las urnas, son suficientes para calificar de democrático un régimen? Ya hemos dejado claro que en nuestra opinión no, por supuesto.
Equilibrio de poderes, tolerancia del rival y reconocimiento de su legitimidad, contención institucional, libertad de expresión, de pensamiento y de lectura, libertad de desplazamiento y de elección profesional y algunos elementos que hay quien considera de orden algo más abstracto, como el ejercicio de cierto tipo de confianza y no de ciertos otros tipos, la puesta en práctica de la tolerancia en ciertas condiciones y no en otras, la inclusión de la solidaridad condicionada como fundacional y una honestidad personal de cierta modalidad, que además se extienda a lo colectivo, y eso tan poco entendido que recibe la denominación de «imperio de la Ley», son algunos de los resortes de lo que queremos que sea una democracia del siglo XXI, aun con la certeza de que ninguno de ellos se consigue y se consolida de una vez para siempre, sino que hay que ir manteniéndolos, retocándolos y matizándolos con su ejercicio: mantenimiento y retoque que son probablemente aquello en lo que consiste la verdadera vida democrática de una sociedad. Y no en un indolente felicitarse en la inacción compensada por el voto cuatrienal, aunque en tu sociedad se considere aceptable detener a una discapacitada de nueve años de edad echándole pimienta en los ojos, o copar con personas afines e incluso familiares los cargos más altos de los poderes precisamente en equilibrio, volcándolos todos en cierta dirección, etcétera. Pero la atención a estos problemas despierta precisamente la necesidad de la precisión: ¿dónde está la frontera entre los problemas inevitables que se van a plantear en una sociedad humana, y que hay entonces que afrontar como parte del normal desarrollo de las cosas, y aquellos sucesos o actos que ya hacen legítimo considerar que una democracia está dejando o ha dejado de serlo? ¿Y si está en la Ley que se puede cegar con pimienta a una niña discapacitada para detenerla? Y así sucesivamente: el que afirme que la democracia es el fin de los problemas no puede estar más equivocado; el que, solidario con el anterior, afirme que una democracia con problemas no es una democracia, estará igualmente errado. Como primera aproximación podríamos llegar al acuerdo de que un régimen democrático es más bien una cierta forma de solucionar los problemas que en la sociedad humana, en cualquier sociedad, van a aparecer.
Otra cosa es que en la actualidad vivimos todavía en la resaca de esos milenarismos que lo han emponzoñado todo en el siglo XX, o en el mejor de los casos de los historicismos, y que lo cierto es que sólo han tenido como tímido contraataque el recurso a clásicos de la filosofía social que en realidad hablaban de muy otra era: no es tan fácil como algunos afirman situar el papel de las redes sociales en las reflexiones de John Stuart Mill, ni mucho menos en las de Marx; o la realidad del teletrabajo; o la prevalencia de los trabajos de servicios; o la existencia, en algunos lugares mayoritaria, de trabajos que «no rinden plusvalías» (en realidad esto lo dijo un ministro cegado por el concepto tangible material del objeto-producto de la teoría decimonónica).
Y hoy nos importa en particular algo que en la actualidad es mayoritariamente considerado imprescindible, y que coincide que está permanentemente puesto en duda por el poder en sus diferentes formas y modalidades, desde gobernantes elegidos hasta las grandes compañías titulares de las diversas redes sociales: la libertad de expresión. Algunos clásicos de los que hemos mencionado hace un momento la trataron en su día, pero de un modo difícilmente aplicable a los problemas de hoy, absolutamente inimaginables para un pensador de 1850 o de 1770. En esto, como en la reflexión sobre la nueva tolerancia o la solidaridad, hay que partir en la actualidad casi de cero, porque hasta los avanzados del año 2000 o 2010 que ya publicaron reflexiones al respecto se han quedado muy atrás en relación al cambio que a continuación ha sucedido, y que desde luego no podemos suponer que cuando se escriben estas líneas ya ha concluido, ni mucho menos.
Definir la democracia asumiendo los problemas que habrá en ella, que es una de nuestras intenciones, exige inexcusablemente una libertad de pensamiento y de expresión consolidadas, y de comunicación, y de acceso libre a la lectura y al debate. No habrá que perder de vista una circunstancia algo extravagante, muy pocas veces mencionada, pero muy real y operativa: los grupos que no aceptan como democracia nada más que una sociedad en la que ya no hay problemas para nadie, por pueril que parezca la cuestión cuando se enuncia así de despojadamente, coinciden en ser los grupos más amigos de limitar la libertad de expresión pero no ante la posibilidad de la calumnia o del libelo, sino de la crítica hacia el poder. Y tienen argumentos para defender esa postura, muy al estilo del coreano del norte: si el gobernante es representación del pueblo, por qué va a querer el pueblo criticarlo, que sería como criticarse a sí mismo. Quizá no es nada nuevo, porque los utopismos son más hábiles para derribar el bienestar real, por poco o progresivo que sea este, que un ñu para oler el agua a 100 kilómetros en Okavango: como no es el bienestar completo, como no es el bienestar final, no es bienestar, y hay que acabar con él, porque sólo el bienestar total es el bienestar: sólo la democracia sin impagos ni desahucios ni errores médicos ni suspensos injustos ni averías eléctricas ni tormentas imprevistas ni olas de calor, ni errores de funcionarios, ni pinchazos de ruedas ni baches en las carreteras es democracia.
Coinciden, sí, los grupos dedicados a la política institucionalizadamente o solapadamente, en no aceptar la democracia liberal por sus imperfecciones o por las imperfecciones no de la democracia sino de cualquier sociedad humana, con los grupos que organizan comités para vigilancia de las informaciones públicas y para derribo de prestigios de discordantes. Coinciden estos grupos también en que no se recuerda que alguien les haya conocido poniendo en práctica el más elemental sentido del humor que merezca ser llamado tal (podríamos estar de acuerdo en que lo de echar al pilón del pueblo al árbitro del partido de fútbol perdido en casa no es precisamente humor por mucho que a menudo haya risotadas alrededor).
¿Son personas o son algoritmos?