01 Abr DEMOCRACIA, IRREVERENCIA, INTELIGENCIA ARTIFICIAL. 4
DEMOCRACIA, IRREVERENCIA, INTELIGENCIA ARTIFICIAL. 4.
Capítulo 1
Lo ideal sería que no nos importara su nombre propio: con que cumpliera las condiciones que enumeramos, y alguna otra, nos bastaría para pensar que estamos organizándonos decentemente para la vida colectiva. Pero no, no vivimos en lo ideal. Defender la denominación de democracia liberal tiene su propio valor. Para empezar, por qué nos van a quitar esas palabras. No queremos que alguien nos prohíba usarlas con el sentido que les damos, y que además es el que históricamente han recibido. Qué legitimidad tiene nadie para decirnos, a medio camino histórico, que democracia ya no es eso que nosotros veníamos diciendo, sino un régimen político en el que un partido único (un partido comunista, el Movimiento de la España franquista, lo que sea) agrupa todas las voluntades del pueblo y las organiza y vehicula hacia arriba a través de sus órganos para convertirse en potestas etcétera etcétera. Y con el término liberal lo mismo: por qué va a significar lo que un grupo de pronto tenga a bien atribuirle, y no lo que ha venido significando desde que se inventó, con su digamos natural evolución. Hay una especie de reivindicación de la legitimidad propia frente a los que quieren apropiarse de esos significados, precisamente, y no es coincidencia, para acabar con ellos.
No se puede hacer una lista completa de las condiciones de una democracia liberal, pero desde luego son imprescindibles las que venimos enumerando. De qué vale votar la distancia entre árboles en las calles del barrio, para que luego esa decisión vaya ascendiendo, a lo largo de los meses y de los años hasta la cúpula central del poder, la única facultada para emitir el decreto que convierta esa elección, ese número de metros, en ley, si luego le puede detener a uno ese mismo poder por leer libros que ese mismo poder ha decidido que no hay que leer. Ah, sí, que si ese poder lo ha decidido es que ha sido como consecuencia de la voluntad popular, que tomó la decisión de prohibir la lectura de ese libro ya hace tiempo, y esa decisión fue ascendiendo y ascendiendo hasta convertirse en ley…, pues tampoco. Ni una persona, ni su camarilla, ni diez camarillas de diez mandos intermedios, ni todo un pueblo pueden decidir si una persona puede o no leer un libro. ¿Hemos llegado al estrato más bajo, inargumentable, del juicio de valor? Puede. Aunque no es así; pero de momento dejémoslo en que pudiera ser un juicio de valor enfrentado a otro: la democracia liberal no va a tolerar de sujeto alguno, colectivo o no, de un tamaño o de otro, que supervise las lecturas de nadie, y las apruebe o las prohíba. Y, al otro lado, hay personas que parecen tener perfectamente claro, pero no argumentan nunca ni mínimamente bien, que sí que es un derecho del poder popular esa supervisión y esa prohibición; pero, repito, nunca ofrecen un argumento equiparable ni siquiera para igualar la balanza al del soberano derecho del sujeto a elegir sus lecturas. Como mucho, este es el momento en que entra en juego el arsenal de conjeturas obsesivas de las filosofías de la sospecha, o por lo menos de dos de las tres, y el que deberíamos llamar prohibicionista se enfanga en especulaciones acerca de los condicionamientos que pueden estar rigiendo la que sólo en apariencia es decisión de ese sujeto, condicionamientos por un lado de clase y de interés económico, y por otro lado, quizá (aunque la historia siempre ha supuesto un engorro para esta mezcolanza imposible de un marxismo tan burdo con el siguiente kantismo freudiano) condicionamiento o simple condición forzada -lo de condicionamiento suena a conductismo, y ahora estamos casi en Freud- por la peripecia vital del sujeto lector, que ya sabemos que aquí libre no hay nadie. El caso es que los prohibicionistas acaban atacando la idea de autonomía intelectual individual como si estuvieran atacando la noción cristiana, o más bien sobre todo católica, de libre albedrío, cuando no es eso lo que entra en juego en esta batalla en ningún momento. Pero es que buscar argumentos para justificar que usted no va a leer un libro que usted quiere leer porque yo se lo prohíbo es algo muy difícil, y exige mucho malabarismo dialéctico, y desde luego penetrar y dejarse penetrar por el personaje ensotanado que sí que está adiestrado en hablar de ese libre albedrío, a favor y en contra. No suele salir bien, y por eso nos surge la intriga: ¿hemos llegado, descendiendo pisos de abstracción, hasta el suelo infranqueable del juicio de valor? Es posible. Así que no se podría decir mucho más: por qué va a ser tan importante que cualquiera pueda leer lo que quiera: pues porque a mí me parece importante, y nada más. O porque a mí me parece importante que no lea lo que quiera, sino lo que el poder decida, y nada más.
Por supuesto, si empezamos con la libertad de lectura, que con ese nombre no aparece exactamente en las listas de libertades imprescindibles, es por mera conveniencia textual. Se entenderá que inmediatamente ampliemos lo dicho al resto de las libertades, y en particular a la de expresión, lo cual nos sitúa mucho más en el centro del propósito de este ensayo.
La libertad de expresión parece agotada ya en sus fórmulas legales y jurídicas, que tienen siempre una aristocrática apariencia de exhaustividad, pero resulta que es la que más continuamente produce problemas en las democracias liberales del presente. Se diría que, pese a los ríos de tinta que permanentemente hace correr, las cosas siguen más o menos en un estado precario por lo que respecta a la comprensión de las nociones de su sistema solar. Y es posible que eso no sea en absoluto un signo negativo. La libertad de expresión es una de las nociones, y una de las prácticas, más complejas de una sociedad democrática liberal.
En realidad, gran parte de los problemas que surgen como por floración alrededor de la libertad de expresión son causados por nociones ajenas y en ocasiones lejanas, que en cierto momento corren a buscar la protección de la expresión libre para no ser reprimidas o penalizadas o ni siquiera juzgadas. Es decir, no son problemas de la libertad de expresión, sino problemas que se camuflan bajo la apariencia de un problema de la libertad de expresión.
Haría falta, en primer lugar, delimitar la noción, pero puede que nos encontremos con que no es posible hacerlo del todo, o con la suficiente precisión, porque, en definitiva vamos a acabar pisando el territorio del conflicto de derechos, naturalmente, y las muy subjetivas consideraciones acerca del daño, o simplemente el dolor, que causa a alguien que se le adjetive, o se le describa, o se le mencione en cierto contexto. Y eso no es transitable: por ejemplo, dado el deslizamiento que se ha dado en las últimas generaciones de políticos, nos encontramos a menudo a medio paso de decretar una especie de ley marcial contra el que ose sugerir de un concejal que simplemente no es atractivo (y si a algún lector le parece esto una exageración, consulte las hemerotecas de entre abril y mayo de 2020 y los globos-sonda que algunos ministros y vicepresidentes del gobierno español lanzaron para tantear la reacción a la propuesta, que no llegaron luego a hacer, de formar una comisión hasta con personal armado para vigilar y controlar lo que denominaban con una expresión parecida a «las críticas infundadas» al quehacer gubernamental; impensable en anteriores generaciones de políticos, y en muchos de la actual, por suerte; o, quizá más grave por ser menos institucional, en marzo de 2021, cuando ya lleva algunos meses situada y suplicante en change.org la petición de despido de una famosísima periodista y directora de programa de una cadena privada de televisión solamente por las críticas «insoportables» que hace a algunos miembros o a algunas iniciativas del gobierno).
No es transitable la atención al daño, o simplemente al dolor, porque salvo en casos de vulneración de un derecho fundamental (y no en todos) como el derecho a la vida o a la integridad física, casi todo lo demás es apreciación del aludido, y eso es lo contrario de un criterio público, que es lo que estamos buscando.
Desde luego, parece que en todo caso hay que incluir la acotación «hoy y aquí» en cualquier norma que se imponga para la regulación o para el establecimiento de los límites a esta libertad de expresión. Con ello, de entrada, se reconoce que, como hemos señalado hace unos párrafos, estamos tratando con un material evolutivo, cambiante, pero no por ello falto de luz: pedir con entusiasmo a la audiencia, la que sea, que se ponga una bomba en el coche de alguien es «hoy y aquí» algo que se juzga como punible. Y que la libertad de expresión no protege «hoy y aquí».