15 Abr DEMOCRACIA, IRREVERENCIA, INTELIGENCIA ARTIFICIAL. 5
DEMOCRACIA, IRREVERENCIA, INTELIGENCIA ARTIFICIAL. 5.
Cap. 1. Cont.
La introducción de cauciones relacionadas con el momento cultural de la sociedad parece una medida elemental. No tenerlo en cuenta lleva directamente al fracaso de cualquier regulación que se quiera establecer sobre la libertad de expresión. Porque la libertad de expresión necesita regulación, contra lo que el romántico talante de los recién llegados a la democracia parece requerir. Si no se regula, la libertad de expresión es como el mercado. Entre el control completo por parte del poder o la desregulación absoluta hay el mismo vaivén que existe entre la represión perfecta y la anarquía de la ley del más fuerte.
En ocasiones se hace imposible no recordar viejas polémicas de la Historia del Pensamiento relacionadas en particular con la función del poder institucionalizado. ¿Para qué está el Estado? ¿Para aplastar la iniciativa individual con una fuerza monopolizada, tanto en lo económico como en lo intelectual, en la expresión y en la actividad cotidiana (Hobbes) o, por el contrario, para proteger a los ciudadanos frente a los que en un momento dado ostenten el poder de las instituciones (Spinoza)? Sin llegar a traer aquí a Popper, es evidente la línea histórica en la que se inscriben cada una de esas posturas, y las posiciones políticas de hoy y aquí que se apoyan en una u otra.
Sin embargo, desde esa que resumimos en el nombre del luso-holandés, y a la que podríamos añadir como en tren el nombre de John Stuart-Mill y tantos otros, se afirma también, y quizá mucho más argumentadamente, que la regulación es necesaria. Esto debería informar suficientemente a los propagandistas rivales de que no es el liberalismo precisamente algo que encaje cómodamente en las tarjetas de débito del ultraliberalismo o neoliberalismo, esos de en este umbral de mi puerta ha acabado la jurisdicción del Estado. La regulación de la libertad de expresión es necesaria porque en caso de no haberla, como piden algunos aparentemente libertadores en general más bien de izquierda naif, se convierte automáticamente en lo contrario de libertad: cualquier persona descontenta con lo que se ha dicho de ella, pero poderosa, podrá aniquilar a quien sea que le moleste quizá con razón pero con menos poder. Y lo hará en cuanto pueda, según hemos conocido en múltiples episodios históricos. No deja de ser significativa la aparente paradoja de que los que más claman por la desregulación de la libertad de expresión son los que normalmente se pronuncian como enemigos de los «desreguladores»: esa izquierda, naif, o quizá en ocasiones solamente populista pero en absoluto naif, que continuamente presenta y propone leyes incontenible, y que se lamenta de cualquier pequeña desregulación que por casualidad se haya decidido legislar (se acabaron las condiciones de cuidados estrictos por una epidemia, a partir de ahora pueden ustedes sentarse en el trozo de playa que deseen con sus toallas y sus amigos), suele dar de sí la imagen de campeona de la desregulación de la libertad de expresión. Pero llegada al poder, como podemos comprobar en decenas de casos (de los cuales el español en 2020 es uno significativo por habitual) no tarda en volver a su vocación regulatoria y propone comités como el mencionado, «para vigilar las críticas injustas» al poder. Y quizá no merezca la pena más que mencionar simplemente que en el caso de sus opuestos los anarquistas ultraliberales, también al principio o publicitariamente enemigos de la regulación, tienden a ese modelo semimítico, semitramposo del self-made-human, y cuidado con su superlibertad de expresión, que, como no les guste lo que has dicho te descerrajan un tiro.
De modo que no es posible apoyarse, si se quiere un mínimo de fundamento y de consistencia, en el comportamiento político de formación alguna, para entrever por dónde podríamos caminar hacia una correcta regulación de este derecho que, como hemos visto, necesita para empezar una incardinación de espacio y tiempo para poder ser regulación útil.
¿Por qué en particular mencionamos esta incardinación cuando tratamos la expresión, y no parece que sea tan necesario hacerlo cuando reflexionamos sobre otros derechos, o por lo menos no lo introducimos con tanta intensidad?
Deberíamos recordar los tiempos en que se había petrificado en la vida institucional de los Estados (y de la Academia, por cierto, y de amplias zonas de la sociedad) la noción de «valores eternos». Como estudiantes, en cualquier país y en cualquier régimen, todos pueden rescatar recuerdos escolares relacionados con la lucha por comprender tal noción. En general, ya hacia mediados del siglo XX se estaba abandonando tanto en lo práctico y cotidiano e inmediato como en lo discursivo y lo teórico aquel viejo mundo de certezas de granito que parecía provenir de hace millones de años y estar destinado a seguir ahí hasta el final de la vida del planeta. No encajaban mucho ni era posible comprender las todavía vivas peroratas escolares con la realidad social que ya se vivía alrededor del colegio o de la universidad. Muchos seguían insistiendo en lo de esa «eternidad» de valores. Sólo muy al final, digamos entrando el último cuarto de siglo, ya empezaron los más avispados, para no perder del todo el paso, a hablar de una cosa que llenaba sus discursos se diría que con regodeo: «crisis de valores». Lo cierto es que hay algunos que han traído hasta hoy, medio siglo después, aquellas actitudes, de modo que recuerdan a ciertos personajes de cuento que a finales de los 1800 llenaban los manicomios disfrazados de Napoleón. «Valores eternos»: hoy lo que nos cuesta es precisamente comprender cómo podían prescindir de su inteligencia seres que en otros momentos parecían inteligentes, y afirmaban esa «eternidad de valores», o cómo se atrevían a proceder a ese engaño con generaciones y generaciones de estudiantes los que, quizá no tan inteligentes, sabían que esa expresión designaba una inexistente realidad pero por algún motivo querían empujar a que se creyera en ella.
Porque de las pocas cosas que sí sabemos con seguridad es que esos valores cambian, viven, evolucionan, mueren y nacen con y en los diferentes momentos de las sociedades y las civilizaciones, y que hay que saber muy poco de la historia cultural para afirmar esa «eternidad», ni siquiera referida a algunos valores de los que hoy y aquí podrían parecernos básicos y compartidos con cualquier humano de cualquier época y cultura. Y recurrir en este momento al «valor» de «la vida», como muchos «eternistas» hacen llegado este momento, o es una broma idiota o simple signo de ignorancia.
Y resulta que la libertad de expresión tiene un material, que no es la profesión que una persona ha elegido o se le ha asignado, ni un desplazamiento autodeterminado por el mapa de su nación o de su comunidad de naciones, o la elección de una vivienda. El material de la libertad de expresión es el mundo de los valores tenidos como tales en un momento dado de una sociedad, y no otra cosa.