Democracia, Irreverencia, Inteligencia artificial. 6

DEMOCRACIA, IRREVERENCIA, INTELIGENCIA ARTIFICIAL. 6

Cap.1. Cont.

 

Y tenemos la convicción de que este enfoque, tenido por extravagante a base de no ser defendido por nadie, es fértil y ofrece posibilidades de avance tanto para lo teórico como para la práctica. Aunque es muy visible, y en primer lugar para nosotros, que para empezar causa una constelación de problemas que hay que ir examinando con cuidado.

 

En primer lugar, si la materia de la libertad de expresión es primariamente los valores (y no tanto las palabras que se emplean, o las intuiciones expresadas, de modo más o menos informe, que muchos puedan tener acerca de lo permisible o lo rechazable, etcétera), lo primero que hay que tener en cuenta es que no hay una sola colección de valores vigente en un momento de la sociedad, sino que, si vamos haciendo las cosas bien, habrá múltiples sistemas o conjuntos, o como cada cual quiera llamarlo, de valores, conviviendo y compartiendo un mismo espacio. Esto aligera ciertos problemas al mismo tiempo que crea otros, por supuesto.

¿A qué sistema o conjunto de valores nos acogemos en un momento dado para hacer de él el criterio con el que vamos a establecer los límites a la libertad de expresión, si hay múltiples y probablemente algunos de ellos encontrados en muchos aspectos?

En primer lugar, aunque luego se matizará, a los códigos legales en vigor, y más cuanto de más rango. Es decir, los valores expresados en la Constitución son de momento un buen criterio; pero hay que poder hablar en contra de estos valores. Por supuesto, no hay ese que a primera vista parece embrollo: una cosa es pensar, escribir, hablar y debatir en contra de los artículos de la Constitución, de su redacción y de los valores expresados en ella y otra muy diferente vulnerarlos. Y lo mismo se debe decir respecto del resto de códigos legales o normas de cualquier rango: la ley hay que cumplirla, y eso se llama imperio de la Ley, y esta ley, si se quiere democrática, debe incluir la libertad de hablar en contra de ella misma.

Lo que de verdad resulta una extravagancia es la impostura de no entender algo tan simple y hasta pueril.

A continuación tenemos que enfrentarnos a un problema que probablemente es el que más frecuentemente está dando sintomatología en nuestras sociedades europeas: cuánto puede un sistema de valores imponerse a otro por ser sus enunciados de rango superior a los del otro, en su conjunto o en aspectos particulares. ¿Está el derecho a admitir restricciones y cortapisas en la vida personal por encima el respeto a la libertad y la autodeterminación de cada mujer? Esto sí que es problemático: ¿el derecho a la libertad incluye mi derecho a aceptar prohibiciones de un sistema de valores, prohibiciones que no son consideradas dignas por el resto de sistemas de valores con los que convivo? Se trata, entre otros, del famoso y frecuentísimo caso del velo, en sus diferentes versiones y magnitudes, que ciertas tradiciones de la cultura islámica imponen a las mujeres para su presencia pública, y que algunas sociedades europeas con arraigo muy firme en conceptos del campo de la autodeterminación individual y, por otra parte, el laicismo, ven difícil aceptar. Sería insoportable en una sociedad democrática europea la convivencia con situaciones de esclavitud abierta y visible (la esclavitud clandestina tiene a las fuerzas de seguridad y al código penal siempre pisándoles los talones), admitida y asumida, como la ejercida sobre la mujer en sociedades diferentes: nadie admitiría, y probablemente intervendría espontáneamente para combatirla, la visión callejera de una mujer velada siendo arrastrada literalmente por una cadena tirada por un hombre. ¿Y sin cadena, pero sometiéndola visiblemente a su voluntad mediante gestos y voces? ¿Ella quiere, y no debemos intervenir? ¿Y sin ese visible sometimiento, pero sí una callada esclavitud discreta tras un burka o un simple velo? ¿Ella quiere, y no debemos intervenir?

¿Acaso es que ella quiera el criterio al que un Estado democrático debe acogerse para establecer sus normas sobre cuestiones fundamentales? Por supuesto, no lo es, si aquello a que se refiere ese querer toca ese nivel de fundamental. (Pero hay que ser muy cuidadosos, porque ese querer es un boomerang diabólico, sobre el que se asienta todo el teatro maligno de los actualmente llamados «Ofendidos», cuyo criterio subjetivo de daño no es otra cosa que un enmascaramiento  torpe de una vocación de censura digna de las más mohosas tiranías morales. Naturalmente, no vamos a dejar esta cuestión aquí, pero de momento volvemos al ella quiere.)

Y esto, de nuevo, trae en cascada nuevos problemas a resolver: Si ella o él quiere, lo cierto es que no habría demasiada ley para castigar su deseo y su acto de caminar desnuda o desnudo por la calle. Hasta hace pocos años esto les habría costado una buena dosis de violencia policial y probablemente ciudadana, y por supuesto condenas judiciales posteriores. Pero hoy, en Europa, no parece que haya demasiada oposición a conductas así. Sin embargo, se suele retener al desnudo o desnuda callejera, normalmente con la modalidad blanda de comportamiento policial («hágase cargo, hay niños por aquí, puede ir usted al parque tal a desnudarse, pero en esta calle hay un colegio…»). Pero continuemos: en la Europa democrática y laica se tolera (digámoslo así por resumir) ese desnudo público, aunque con ciertas restricciones menores de oportunidad: ya no se castiga como antaño. ¿Se tolera o se debería tolerar igualmente, entonces, algo como el burka, que podríamos traer como ilustración de lo opuesto? Sin embargo, en muchas legislaciones ya se ha prohibido como signo de sometimiento de un ser humano por otro (mujer sometida a normas misóginas de una cultura o religión). Parece a primera vista clara la diferencia: en el primer caso, la mujer camina por la calle desnuda porque ella quiere, y en el segundo caso porque las normas de su cultura la obligan. ¿Pero cuánto de las normas de esa cultura debe aceptar una democracia europea sin cruzar la frontera de aceptar lo antidemocrático, pero sin resultar antidemocrática por no aceptar otros sistemas de valores?

Parece que es un embrollo son solución por el momento, y cada uno no podrá recurrir más que a sus juicios de valor. Pero, insistimos, el criterio de que alguien quiera es más que inestable, porque es vigoroso para ciertos casos: ¿usted va por la calle desnudo porque quiere o le obliga alguien? Voy porque quiero. Pues continúe. O: No, me obliga aquella persona. Pues aquí tiene para vestirse y ahora vamos a interrogar a aquella persona por posible delito de coacción o similar. Aunque: ¿usted ha renunciado a su personalidad y a su libertad individual, a su dignidad y a su autodeterminación porque quiere o le ha obligado alguien?

Quizá esa es la clave: la sociedad democrática es indiferente a que las personas que la componen vayan desnudas o no, toquen la balalaika o el sacabuche, vistan con colores o con túnicas oscuras, caminen a saltos o hablen cantando. Todos ellos contribuyen a la sociedad democrática. Pero ni es indiferente ni puede existir con personas que han renunciado a su libertad individual y a su autodeterminación.

Y eso sí que establece una línea clara de demarcación; clara, pero no permanente, cuidado, sino en continuo movimiento y cambio en sus límites, aunque de líneas netas en su núcleo: esclavos, voluntarios o no; ignorantes, voluntarios o víctimas de los actuales sistemas educativos; medrosos religiosos o atemorizados, paranoicos o no, nunca van a constituir ciudadanía suficiente para lo que necesita una democracia occidental.