Democracia, Irreverencia, Inteligencia artificial. 8

DEMOCRACIA, IRREVERENCIA, INTELIGENCIA ARTIFICIAL. 8.

Rafael Rodríguez Tapia

 

Cap1. (El ciudadano necesario) (Cont.)

 

Si tenemos a un lado a un votante sin conocimientos de nada que pueda ser equiparado a lo que antiguamente se llamaba «cultura general», ¿todo lo que tenemos al otro lado, como alternativa, es a un ciudadano del más alto nivel de instrucción, experto en varios campos científicos y humanísticos, con estudios superiores y los más altos grados académicos?

No. Es decir: sí, parece que están reduciendo las alternativas a solamente esa, a base de quemar el territorio humano y social intermedio; pero lo contrario del producto humano que los sistemas comprehensivos de enseñanza impuestos desde los años ochenta parecen empeñados en producir es mucho más fácil de conseguir, y estaría al alcance de cualquier ciudadano de las democracias avanzadas tal como estas se concibieron y fueron dibujándose desde mediados del siglo XX.

No le sobran a la democracia los ciudadanos que se «salen por arriba» en conocimientos y técnicas, pero no es necesario que ese sea el perfil medio, ni mucho menos, del ciudadano democrático. Sin embargo, sí que hay un perfil mínimo por debajo del cual los ciudadanos han quedado expuestos y sin armas a la voluntad del líder antidemocrático que quiera hacerse de pronto con su voto y su afiliación. Y esto es una experiencia común de todos, que se suele expresar de modo coloquial con formas quizá algo gruesas pero no desacertadas, aunque últimamente se ha convenido que no son aceptables en el discurso público: si, por un lado, el pueblo de una democracia decide el gobierno que quiere mediante las urnas, entonces es obligado admitir que todos los sectores de ese pueblo se expresen, sea cual sea el nivel cultural o intelectual de cada uno; pero, al mismo tiempo, todos perciben que dejar la decisión última de unas elecciones en manos de sectores minoritarios pero fanatizados, quizá del mundo de las sectas muchas de las cuales son simplemente políticas y no religiosas, sectores objetivamente desinformados que a menudo tienen voz pública, es un riesgo que en la conversación bienintencionada (y sobre todo en público) todos dicen negar, pero que en el momento del recuento final de una elecciones todos temen, incluso los que lo disimulan. Con los márgenes de votantes que en este siglo suelen darse en las elecciones europeas de cualquier ámbito, en las que una formación gana a otra por 50.000 votos en un censo electoral de 33 millones, y eso en las elecciones generales (en las regionales o locales a menudo se dan victorias por 1.500 votos y cantidades parecidas, en censos de 3 millones), la posibilidad de que ese gobierno, esa cámara legislativa o ese ayuntamiento acaben siendo gobernados por los que ha decidido una minoría bien aleccionada en su voto, es casi inevitable.

No se puede desconocer esta realidad, aunque los medios de la Academia hacen esfuerzos sonoros por mirar para otro lado, y los medios de comunicación ni se atreven a mencionarlo: a menudo el acto democrático por excelencia, que es la elección de líderes en las urnas, acaba siendo determinado no por élites intelectuales o culturales, que son por definición minoritarias, ni por gentes que desde una preparación cultural menor se han esforzado por comprender en lo posible la trayectoria y el presente de su sociedad, que son siempre muy pocos y con poco peso, sino por el grueso de una población que no ha llegado a ser lo que los sistemas de enseñanza anteriores a las pedagogías comprehensivas se habían planteado conseguir.

¿Qué se habían planteado conseguir?

Personas que no respondieran automáticamente a las llamadas publicitarias y emotivas para dar su apoyo a líderes políticos, sino ciudadanos con conocimientos suficientes como para saber distanciarse de los trucos propagandísticos en la medida de lo posible, racionalizar sus preferencias, y conducirse según esas racionalizaciones convertidas en decisiones. Personas que no fueran juguetes y marionetas del simple carisma del postulante a líder, sino ciudadanos con capacidad de distanciarse de las reacciones primarias para situarlas en el espacio al que pertenecen, y dar su apoyo a quien por convicción creen que lo merece.

Pero esas pedagogías comprehensivas que por fin consiguieron la absoluta hegemonía del mundo escolar se han construido sobre el más esquemático emotivismo, y lo que han conseguido ha sido precisamente una población que no es capaz de distanciarse de sus emociones en aquello en lo que sería necesario que se distanciara: en primer lugar, las decisiones políticas.

Y ese no es el ciudadano que necesita la democracia.

Emotividad es lo que hay en las reuniones de Núremberg o en las concentraciones de la Plaza de Oriente, con sus arrebatos y transportes a sensaciones compartidas con los cientos de miles que te rodean y que te han llevado como volando a entregar tu voluntad a… da igual: a quien sea que por casualidad ha caído por ahí.

Y el antiintelectualismo de los sistemas de enseñanza, en los que prevalece el cuidado al yo del alumno sobre el esfuerzo para ampliar ese yo, se une al irracionalismo extenso de la antiguamente llamada «escuela paralela», es decir, las acciones de la sociedad exterior a la institución escolar que colaboran a la pedagogía de los ciudadanos, y que desde hace unas décadas son casi sin excepción del mundo del juicio de valor y del premio al sentimiento, especialmente al que esa temporada los dictadores de la moda (ideológica) califican de bondadoso, pero sentimiento en todo caso: hasta los anuncios publicitarios de automóviles desdeñan la relación de las características objetivas de rendimiento, volumen, consumo y otras variables físicas y se centran en las sensaciones que produce conducir ese modelo.

Todo premia, desde la escuela hasta los informativos en papel o en pantalla, el desdén hacia la racionalidad. Pero hay algo que está incluido en esa racionalidad y que no suele percibirse: la capacidad de distanciarse de la propia situación y de los propios afectos, y del juicio que nos merecen las cosas del mundo, y su puesta en crítica haciendo desaparecer el más mínimo atisbo de solemnidad y de reverencia. Es un fenómeno mucho más racional de lo que se suele creer, entre otras cosas porque es un fenómeno de lo cognitivo, y se llama habitualmente sentido del humor.

Pero a algunos les puede parecer paradójico que no sea en lo emotivo, sino en lo cognitivo, donde afirmamos que se apoya ese humor. Ese parecer se repara en cuanto se cae en la cuenta de que lo emotivo es el ámbito y el material de la protección del yo, y el humor es precisamente la capacidad de dejar ese yo expuesto al desconcierto, a la paradoja y a la pelea con la lógica.

El ciudadano necesario para una democracia debería ser capaz de prescindir de sus sentimientos para el ejercicio político, y en consecuencia, para ello, haber podido cultivar su racionalidad: y con el cultivo de esta, inevitablemente, habría cultivado el sentido del humor.

Por eso carecen de sentido del humor tantos en la vida pública de la actualidad, fundada sobre los cimientos de la emotividad y lo afectivo.