01 Mar El escenario de la actividad pública
Rafael Rodríguez Tapia
Sucede que, aunque salta a la vista, al parecer muchos cierran los ojos justo en ese instante en el que salta y no ven lo que es imposible no ver: el espacio político no es aquel en el que cada partido o bando o grupo o corporación gritan lo suyo, sino justo el espacio en el que se deja de gritar lo propio y se intercambian ideas y se adoptan resoluciones que afectan a todos. Sólo ese lugar y ese tiempo son el lugar y el tiempo públicos, porque sólo ahí y entonces se está creando espacio para todos.
Lo político suele confundirse con lo impuesto, lo gritado, lo propio, lo exclusivo, lo partidista. Eso, quizá, es una acepción de la palabra «política» que habrá llegado a serlo precisamente por el uso destructivo que muchos han visto que podían hacer de ese espacio. Pero ese espacio, el espacio de la política, el espacio político, el espacio público, es precisamente el que se crea cuando todo eso cesa. Por valernos de una ilustración algebraica, sólo es espacio político el espacio de intersección de los conjuntos que se denominan partidos políticos y, además, con toda seguridad, de otros agentes, siempre que entre sus posibilidades se encuentre la de tener ese espacio compartido con otros. Contra lo que la divulgación y, sobre todo, el uso interesado y pueril, han impuesto, no es lo político esa acción o ese lugar durante la cual y en el cual cada uno grita su propio pensamiento, o proclama sus verdades, o denigra y erosiona a los otros. Eso es, por definición, el territorio propio y privado de cada uno, de cada grupo o agente o partido. Eso no hace política, porque sólo es proclamar lo que uno es o lo que uno quiere, que son cosas, por definición, contrarias a lo público.
Lo público es precisamente donde todos pueden estar. Y la condición para ello, naturalmente, es que todos puedan estar con seguridad, lo cual implica, con sus diversos grados, que pueda estar sin ser insultado o erosionado por otros. No es lo político el sacar adelante la iniciativa de uno en contra del parecer de los demás. Ya pasaron los tiempos de liberar a las gentes a pesar de las gentes, cosa que han hecho con reiteración y ensañamiento todas las tendencias políticas decimonónicas prolongadas en el siglo XX. Además es perfectamente identificable que sólo ha habido mejoras y progresos cuando se han abandonado, esporádicamente, esas actitudes, y unos y otros han accedido a, por lo menos, explorar ese espacio de intersección que pudieran tener en común con otros conjuntos. Y sólo actuando todos en ese espacio se han conseguido avances políticos y mejoras en la vida de las gentes; y en cuanto se ha abandonado ese espacio y se ha vuelto a la práctica torcida de la actividad política, han vuelto los errores y de nuevo la acción de los administradores no ha sido más que un manto de Penélope en el que cada uno ha deshecho lo que el otro había hecho antes.
El espacio público es en el que los miembros de la sociedad deciden lo que afecta a todos. Eso es la política. Un escenario en el que se celebra un diálogo y se establecen colaboraciones con un fin. A ese escenario cada uno puede llegar después de haberse preparado como quiera. Pero esa preparación, por seguir con la comparación, se realiza en los camerinos. Si no es así, y se trae hasta el escenario, lo que se obtiene no es un escenario de decisiones, sino unos camerinos trasladados indebidamente al lugar donde no deberían estar. Que cada partido y cada grupo se ilustre y se ejercite como quiera, por supuesto; que en los camerinos unos calienten la voz mientras otros ejercitan los músculos y otros, quizá, se limitan a relajarse. Y que inviten a las gentes, si quieren, a contemplarlos y a colaborar con ellos. Pero nada de eso debe sacarse al escenario, que es el espacio de intersección de todos, el espacio de la política y las decisiones. De otro modo, esa obra que es la política no arrancará, ni se celebrará, ni tendrá resultados.
Como es visible, sea cual sea la causa, en la actualidad parece no existir más noción del espacio político que la del griterío y los ejercicios privados de cada grupo pero expuestos en el escenario. Eso hace, como se puede comprobar, que la política normalmente esté ausente de la política, y que casi siempre sea sustituida por esos ejercicios de cacareo, de ostentación de la propia fuerza y hasta de apareamiento de los diferentes grupos.
Pero sólo cuando los partidos y los grupos y hasta agentes individuales salen al escenario no para hacer sus ejercicios publicitarios o de preparación, sino para encontrar zonas de intersección con las que crear el espacio común con los demás, es cuando las sociedades han avanzado y se han tomado decisiones entre todos, en las que, quizá habitualmente, lo más normal es que todos hayan tenido que ceder en algo, pero al mismo tiempo han conseguido objetivos parciales. Cuando no ha sido así, una parte se ha impuesto a las demás, y puede que en su opinión eso haya constituido un avance y una mejora, pero no hay un solo caso en la historia en que eso no haya sido contrarrestado con medidas posteriores que han tirado por tierra lo conseguido sin acuerdo. Y a menudo para bien, por supuesto. Porque, además, son muy pocos los casos en los que ese avance en contra de la opinión de los demás ha sido un verdadero avance. Pero la confusión de la actividad de autoafirmación de los partidos con la actividad política ha producido el efecto de llevar la propaganda hasta la misma acción política, y ha generado la creencia de que algo es bueno sólo porque sus partidarios proclaman que es bueno. Desde luego, si lo que se quiere es crear un espacio público en el que se puedan adoptar decisiones constructivas, nada de lo anterior es oportuno.
Y nada de esto es posible si no es por tratarse de una consecuencia inevitable de esa totalización decimonónica que venimos mencionando, y cuya erradicación sería, probablemente, la medida más urgente a adoptar si lo que se busca es la recuperación del buen funcionamiento de las democracias avanzadas. Una vez más, habrá que insistir, porque muchos no lo ven, que admitir la dinámica evolucionista no tiene por qué implicar que todo es evolucionista; del mismo modo que admitir que en ciertas ocasiones hay procesos históricos que se pueden explicar sobre la base de una lucha de clases no obliga a encajar la noción de lucha de clases en todos los procesos y situaciones históricas, quepa o no en ellos. Quizá siga siendo un misterio, o quizá se resuelva algún día, por qué hay mentes brillantes que no entienden esto.