El yo, ese enemigo

Rafael Rodríguez Tapia

Poco se comprenderá de las posibilidades de la colaboración en lo público si no se tiene en cuenta que esta tiene un primer enemigo, que de momento podemos denominar con el término que utiliza la antropología: aggrandizer. Y lo traemos desde esa antropología que ha estudiado principalmente esas etapas de transición entre la Edad de Bronce y la Edad de Hierro, cuando el número de las comunidades humanas empieza a multiplicarse. Este florecimiento de los asentamientos tiene un conjunto de causas, por supuesto, y no una sola; pero ha irrumpido entre ellas, muy apoyada por los vestigios materiales y casi tanto por las crónicas ajenas de la protohistoria de los pueblos, y definitivamente por la historia de los pueblos que comenzaban a tenerla, la noción de esos aggrandizers, que no es tan sencilla como a primera vista pudiera parecer.

Con las debidas cautelas, pero siempre con la necesaria afirmación de lo que se ha convertido en convicción apoyada por esos vestigios o esas narraciones ajenas o propias, hoy se sostiene que las jefaturas en aquellos pueblos o aquellas tribus del Bronce tardío eran electivas o, como mínimo, selectivas. Así son en la actualidad las jefaturas en los pocos pueblos que quedan que por sus modos de producción y sus dimensiones nos permiten conjeturar un parecido con los que conocemos de hace 3.000 años, esas comunidades que se denominan sociedades agrícolas simples. Son los más capaces los que asumen esa jefatura. Pero, por eso mismo, son más productivos y consiguen más. En el Hierro temprano encontramos ya jefaturas no electivas sino hereditarias, consecuencia del poder que otorgan los bienes acumulados por la mayor capacidad del pasado del propio linaje. Esas se llaman ya clases sociales. Y en ellas se asienta y de ellas se alimenta la figura del aggrandizer que, saliendo de la antropolgía y llegando al presente, o partiendo desde el primer Hierro y recorriendo 2.000 o 3.000 años hasta la actualidad, ha conseguido la supervivencia y la perpetuación quizá como ninguna otra figura ni función a lo largo de todo ese tiempo. Los aggrandizers lo son y tienen esa denominación por haber traslado a sus intereses y sus esfuerzos desde la colaboración, quizá inicial, hacia el engrandecimiento de la propia fortuna. Este engrandecimiento muy pronto no puede darse por su solo esfuerzo; inmediatamente empieza a solicitar el de los demás, es el principal elemento de polarización, disgregación y por fin separación de grupos de la población.

Eso es lo que llama la atención al analizar los factores del presente contrarios a la colaboración: su parecido mimético con lo que venimos conociendo desde lo más remoto de la historia, casi como si se tratara de un condicionante fisiológico. Pero la reflexión y la política son, junto con el derecho y el arte, los principales campos de batalla contra los condicionantes naturales. Y no es que la propuesta de colaboración como noción elemental para todos los actores de la política tenga que incluir un elemento de combate contra una clase dominante hereditaria o de la cualidad que sea; ese es el punto en el que se suele cometer el error. Sucede, además, que el mismo poder ostentado o detentado, y que como vemos no suele acabar teniendo otra tarea que su autoperpetuación y su aumento, está en inmejorables condiciones para conseguir que no salga adelante propuesta alguna que se base en poner en cuestión su propia situación.

Los aggrandizers son en la actualidad, por supuesto, muy variados y de muy diversos aspectos. Pero son reconocibles no por su cargo o su puesto en una jerarquía formal, sino porque hablan sistemáticamente en contra de la democracia, tanto desde dentro como desde fuera de esta, y por supuesto siempre, sin excepción, haciendo ostentación aparatosa del carácter democrático de su discurso. Son reconocibles a simple vista los personajes del exterior del sistema, que parecen pertenecer a dos grupos aparentemente muy distantes, pero que, sin ellos percibirlo, son extremadamente similares: los que se tienen a sí mismos por triunfadores individuales (según ese pseudodarwinismo esquemático que ya hemos comentado) sin pudor alguno para mostrar su riqueza y su fortuna, a un lado; al otro, aparentemente, los que han renunciado verbalmente, o presumen de haberlo hecho, a esas riquezas y esas fortunas y se sitúan en grupos especializados en ofrecer espectáculo más o menos violento contra lo que afirman que son hipocresías de la democracia. Por cierto, los primeros, que a menudo son denominados «anarquistas de derechas», también hablan de esas hipocresías y a menudo con esa misma palabra. Ese es, en realidad, el territorio que comparten. Si se analizan los discursos de los unos y los otros y se va descendiendo capa a capa por ellos, van desapareciendo los adornos meramente escenográficos y muy pronto aparece su similitud. Ambos, aparentemente, en extremos opuestos del arco político, resulta que están en el mismo punto, y no exactamente de un arco político sino, precisamente, antipolítico: los «anarquistas de derechas» rechazan la democracia por el que consideran «exceso de normas»; los autodenominados «antisistema» resulta que rechazan la democracia por su «exceso de normas». Quizá no es necesario comentar demasiado esa similitud, salvo desde puntos de vista psiquiátricos. Ambos grupos de personas hacen todo lo que pueden para que la democracia funcione lo peor posible, para que la paz urbana se deteriore lo más posible y para que la mera gestión cotidiana sea lo más ridiculizada o entorpecida posible. Y ambos grupos no piensan en otra cosa que en aumentar su presencia, su capacidad de entorpecer la vida pública y alimentar el poder desde el que son capaces de hacer eso.

Lo peor es que no se trata de personajes marginales que viven y actúan fuera del espacio común o de la política. Hay algunos que se vanaglorian de «estar fuera» con orgullo se diría que infantil. Pero los más activos y operativos están dentro de la política. E incluso los más peligrosos de estos hasta llegan a ocupar puestos en el gobierno o en lo más alto de la administración.

La lesión que producen es de muy costosa curación. Sus ancestros de hace 3.000 años conseguían que unos grupos, y después otros, abandonaran la tribu a la que pertenecían y acabaran fundando nuevos asentamientos. Hoy se produce algo equivalente aunque no tan literalmente ligado a la geografía: consiguen que las personas, los ciudadanos, votantes o no pero vivos y activos en la sociedad por cualquiera de las miles de vías que pueden serlo, abandonen su mirada hacia lo colectivo y hacia lo común. Consiguen que se imponga en muchos la desazón, se diría que con un programa ad hoc por lo continuamente que lo ponen en práctica y por lo eficaz que consigue ser. Esa desazón es el abandono del espacio de todos, que es por definición lo político, como es claro. Muchos se recluyen en su vida no sólo privada sino, a partir de esos momentos, egocéntrica.

Los aggrandizers de hoy, aun habiendo algunos que lo son del modo más grosero y casi podríamos decir primitivo, son en su mayoría esos narcisistas que ven en la política un medio para satisfacer su vanidad personal y dar a conocer su persona al modo de un gran artista popular pero, por supuesto, sin talento alguno más esa pequeña y mezquina intuición que hace falta tener para saber cuál es el momento adecuado para sembrar de cizaña una sociedad y continuar con la erosión de los territorios de acuerdo y de colaboración entre las diferentes opiniones.

Se puede hacer poco contra los aggrandizers, pero sí se puede hacer algo: ignorarlos. Siempre estarán reclamando atención, de modo que no hay que prestársela. No hay que asentir a sus discursos. No hay que votarlos. Hay que volverles la espalda y mirar en dirección contraria, es decir, hacia el espacio político, y no ignorar que existen, porque en ocasiones intensifican sus ataques y hay que poner en funcionamiento las defensas adecuadas, pero hay que trabajar en la construcción, nunca acabada, de la colaboración democrática. Porque hay otras posibilidades de colaboración entre grupos, desde luego, pero operan como destructivas para la democracia.