Filosofía de la colaboración

Conflicto, dialéctica, todo

Rafael Rodríguez Tapia

 

Todo parece invitar a pensar que la humanidad ha conseguido su supervivencia y sus progresos mucho más gracias a la colaboración que a la imposición por la fuerza del criterio de un particular.

Pero está costando más de lo que se habría podido suponer que se acepte esta idea, o más bien que se acepten las pruebas materiales de que esta idea es correcta. La paleoantropología, de la que no se puede decir precisamente que España esté ajena teniendo como tiene en Atapuerca el mayor yacimiento del mundo de fósiles humanos y no humanos en relación, no ha podido evitar llegar a conclusiones que ya hace treinta años, cuando empezó a surgir la verdad, resultaron incómodas para una legión de científicos, psicólogos, filósofos, antropólogos y políticos. Había una verdadera red de intereses antiquísima y profundísima construida alrededor de la noción del enfrentamiento necesario. Y además ineludible.

Si queremos adentrarnos en las posibilidades de una filosofía de la colaboración, tendremos que ser minuciosos y precisos ya desde esta primera frontera: naturalmente que la vida es un territorio de conflictos. No puede pensarse en una supuesta armonía de frecuencias entre seres que, por más que se proponga una y otra vez desde posturas ideológicas incluso encontradas, no deja de ser en el mejor de los casos una especie rebajada de aquellos «ideales de la razón» kantianos, cuando no es lo que más frecuentemente es: una simple puerilidad hija de la pereza. Por supuesto que no hay existencia sin conflicto. No hay modo decente ni riguroso de evitar esa observación. Pero es igualmente riguroso añadir que de ningún modo podemos afirmar que sólo el conflicto es toda la existencia. No nos detendremos en este momento a hacer relación al pormenor de cuánto de la existencia sería simplemente imposible si sólo el conflicto fuera el generador de todo. Nos iremos, por el momento, directamente a considerar si todo en todas las sociedades está originado en el conflicto. Y nos referimos a esa noción de conflicto que, como mínimo, se afirma en las plataformas de pensamiento político tradicional. Nos referimos a esa polarización, o intensificación de las oposiciones de intereses, y en general cualquier fórmula más o menos rimbombante con la que sus agentes calculan en cada ocasión que les conviene manejarse para afrontar una situación en particular del debate (conflicto, sí) político. La mera observación de las realidades sociales presentes e históricas ya da una respuesta; pero tenemos el hábito intelectual, después de tantas décadas de contaminación partidista, de buscar inmediatamente el modo en que los prejuicios y los sesgos pueden encajar, tienen que encajar, en esa realidad, por más que se resista. Lo cierto es que esta práctica no es más que la expresión o incluso, al mismo tiempo, la causa por la cual se habla de «sospecha» cuando se caracteriza alguno de estos pensamientos. Tan elemental como lo siguiente: la observación de tal episodio histórico nos ofrece ciertas explicaciones de ese episodio; pero estas explicaciones no se ajustan a lo que nuestro sesgo (es decir, nuestro dogma de pensamiento, nuestro partidismo, nuestra afiliación política) exige que sea. Luego sospechemos: lo que se ve no es la realidad de lo que hay. La realidad de lo que hay «va por debajo» de la realidad. Y esto, como se percibe fácilmente, deriva en un sencillo juego retórico de ajuste del discurso; porque todos, desde muy pronto en la primaria, pueden jugar a demostrar que 5 es igual a 4.

En todo ello ha jugado y viene jugando un papel decisivo, aunque resulte paradójico, esa especie de vulgarización del darwinismo que todo lo ha inundado desde aquel «predominio de la cultura anglosajona» que anunció con esas mismas palabras el general Patton apenas concluyendo la II Guerra Mundial en Europa. Aunque algunos de los más estudiosos de Marx y de su obra afirman la influencia de Darwin en El capital, por supuesto otros estudiosos la niegan ferozmente. Sea de un modo o del otro, los universos de la postdialéctica hegeliana coinciden en trabajos y personajes aparentemente tan distantes cuando ambos, cada uno por su lado, fundamentan en el conflicto la existencia de las sociedades, uno de ellos en sentido más prehumano y el otro en sentido decididamente humano. No podemos dejar de considerar que ambos autores, estrictamente coetáneos, y estrictamente decimonónicos, estaban, se diría que ineludiblemente, condenados a aspirar a una totalización intelectual como parecía obligada en cualquier reflexión o trabajo, salvo excepciones muy marcadas pero escasas, en ese siglo. Nosotros podemos, por la mera fuerza de la meteorología intelectual cambiante a lo largo de las décadas, preguntar en la actualidad: ¿de verdad era necesario que, una vez descubierto un principio operativo de confrontación, se hiciera de ese principio el todo, con exclusión de cualquier otra observación o reflexión? La vocación totalizadora, por supuesto, no es que nos haya abandonado todavía en el primer tercio del siglo XXI, pero es cierto que en esta época hay más asideros culturales. Lo cierto es que esos monstruos de la ciencia y del pensamiento decimonónicos dejaron su huella. Y, como suele suceder, sus herederos y albaceas hicieron con esa huella lo que les dio la gana. En algunos casos, da la impresión de que lo hicieron acertadamente desde el punto de vista del respeto a la verdad de lo que los legadores hicieron y dijeron; en otros, que parece que han conseguido la hegemonía en la gestión de esas herencias, ha sido muy claro que han deformado esa herencia, prácticamente haciendo decir a los legadores cosas que nunca dijeron, y sacando consecuencias intelectuales y prácticas que muy difícilmente podemos imaginar cómo se sacarían desde el pensamiento genuino de los autores. Así que si hoy se menciona el «darwinismo» en medios sociales no entrenados, inmediatamente alguien, o muchos, desarrollarán ese tema de la prevalencia del más fuerte, de la lucha por el poder o por las hembras o por la comida, y del abandono de los más débiles y, en conjunto, un elogio definitivo del garrotazo como técnica de consolidación de las sociedades. ¿Hará falta que describamos lo que sucede si se menciona el marxismo? Para algunos, en acto reflejo, será el detonador de un discurso de indignación e improperios; pero para otros constituirá la invitación a desarrollar la retórica con la que han preparado la justificación de la fundación de un nuevo partido político «revolucionario» que por fin se oponga a los enemigos de clase y saque a la luz las contradicciones de esta sociedad, extremando los verdaderos conflictos, a menudo camuflados, sobre los que se basa. Más garrotazos.

Habrá que insistir: de uno de ambos, o de ambos a la vez, a través de medios de divulgación inapropiados (como lo demuestra el hecho de la propia degradación de las nociones originales), se alimenta la idea de esa polarización que hoy muchos proponen como «método de progreso» y otros simplemente como «vía de prosperidad personal».

¿De verdad no ven que hay más cosas en el mundo?

Tendremos que detenernos, aunque sea brevemente, en esos descubrimientos de la paleoantropolgía.