01 Feb Filosofía de la colaboración
Supervivencia
Rafael Rodríguez Tapia
Nadie suficientemente informado duda ya de la noción de colaboración como fundamental para el despegue cultural de las antiguas poblaciones humanas. Y ha costado décadas que muchos aceptaran siquiera parcialmente esa realidad que iba saliendo a la luz con los avances de la arqueología y sus intérpretes.
El éxito del darwinismo fue, en el último tercio del siglo XIX, fundamental para el desarrollo de las ciencias y, por encima de eso, para el desarrollo de la mentalidad pública. Había que conseguir que esta se separara de una vez de la tradicional superstición que explicaba todo en función de misterios sobrenaturales. Junto a algún otro factor propiciado por esas actividades científicas más en contacto con la población, como la medicina, la exposición darwiniana se constituyó, por su rigor y su método, en modelo de seriedad y de certidumbre científica. Los ataques que recibió de entrada, y que ciertos sectores siguieron produciendo hasta cien años después, podrían ser por sí solos signo suficiente de que la propuesta evolucionista había tocado un nervio. Sobre todo, porque prácticamente no hubo argumento científico alguno en esos ataques, sino, casi siempre, simple parodia grosera con chistes y humor de pésimo nivel. Mucho después, en el tiempo inmediatamente anterior al actual, ha habido que hacer correcciones no tanto en las propuestas conceptuales del mismo Darwin, que en su mayoría son puras observaciones pragmáticas, como en las consecuencias, y en las consecuencias de las consecuencias, que muchos han creído que era legítimo sacar de las primeras. La divulgación, en la era de la multicomunicación, tan positiva en ciertos momentos, ha jugado un papel decididamente pernicioso en esta materia, al difundir tópicos y errores hasta un extremo que parece difícil contestar. Muchos piensan en fórmulas del estilo de esa «supervivencia del más fuerte» como si fuera algo incontestablemente físico al estilo de la gravedad. Con ello, como es sabido, se fundamentan nunca conductas positivas o constructivas ni mucho menos democráticas, sino todo lo contrario. El matón, el privilegiado, el más bruto, todos creen tener su comportamiento algo así como «filosóficamente argumentado». Y no digamos esos extremos de ideología (en realidad, anti-ideología) del economicismo rústico encorbatado, que no es más que defensa del simple saqueador sin escrúpulos de bienes ajenos. En fin, esa competencia de unos contra otros, que tampoco inventa Darwin pero que por accidentes históricos el mundo anglosajón consigue consolidar como darwinismo, y a continuación difundir al resto del mundo, ha tenido a muchos durante décadas convencidos de que había que interpretar el presente, por supuesto, y las propuestas de futuro, además, y por fin y sobre todo la historia y la historia lejana y hasta la prehistoria, sobre la base de esa oposición entre grupos y hasta entre individuos. En su fondo hay un incomprensible concepto de suma cero de las actividades humanas, y todavía más del bienestar humano, que puede entenderse en mentalidades poco desarrolladas, o infantiles problemáticas, cuando no directamente sociopáticas. Parece que a los círculos dominantes de la investigación científica paleoantropológica les ha costado muchas décadas entender que algún neandertal habría que había salido algo más bestia que los demás y no dejaba a nadie beber de su arroyo; pero que lo más probable, dada la trayectoria de su especie, es que durante cientos de miles de años los neandertales se permitieran unos a otros beber del mismo río. Pero ha prevalecido hasta hace poco, y no sólo en medios populares desinformados, sino en los mismos medios profesionales, el dogma de la competencia entre grupos y hasta entre individuos. Había vestigios que sugerían la posibilidad de conflictos, por supuesto. Pero ¿y todo lo demás? No, todo lo demás NO sugería conflictos, sino vida de colaboración, y eso se salía de las pautas dentro de las cuales había que pensar. Una de las primeras de las cuales era, por supuesto, la pauta evolutiva, independientemente de que esto se interpretara de una manera, o de otra muy diferente, de unas cátedras a otras.
La Historia antigua vino al rescate del sentido común para la paleoantropología, al mostrar documentadamente esa colaboración entre grupos y hasta entre individuos en multitud de episodios y sucesos en los tiempos y en las situaciones más distantes de nosotros, prácticamente en contacto con esa prehistoria a veces lejana que los arqueólogos de lo humano trabajan. Eso, por sí solo, ya hubiera tenido que ser suficiente para derribar el dogma del enfrentamiento inevitable. Pero parece que hacía falta ir al origen, o a lo que modélica o quizá simbólicamente se tenía por tal, y se tenía además por muestra de lo permanente de la conducta humana, que es lo que siempre se ha considerado (y sigue siendo así) la conducta del humano prehistórico. A este respecto hay que mirar hacia la revolución que en la paleoantropología ha producido el trabajo de los yacimientos de Atapuerca y sus sucesivos descubrimientos, a lo largo ya de cuatro y casi cinco décadas, que han echado por tierra casi todo lo que se suponía de aquellos pobladores que abarcan desde muy lejanos homininos hasta cro-magnones de ayer mismo. Y sus capacidades simbólicas, operativas y, por encima de todo, colaborativas.
Nadie con suficiente información duda en la actualidad de la realidad de las conductas colaborativas en las antiguas poblaciones humanas. Y tampoco duda de la necesidad de las mismas y de su positividad. Los dogmáticos darwinistas nunca terminaron de estar cómodos ante las pruebas de, por ejemplo, las cazas colaborativas de especies de otro modo inaccesibles, que son conocidas desde hace mucho. ¿Qué hacer con eso? ¿No tendría que ser (en su esquematismo) «o lo cazo yo o lo cazas tú»? Pero el colmo ha llegado cuando se está demostrando esa conducta colaborativa no ya en episodios elementales y comprensibles como esa caza individualmente imposible, sino en conductas intragrupales o intratribales, que incluyen la curación del lesionado o enfermo y hasta los entierros.
La mayoría de las cosas que a la humanidad le es necesario «cazar» es imposible cazarlas individualmente. Prácticamente todas necesitan colaboración. Otra cosa es que costará despegarse del pegajoso cuento de glorificación de la fortuna individual y de la hazaña de uno solo con la que algunas subculturas recientes han pretendido fundamentar sus posturas insolidarias y en realidad antidemocráticas. Pero las pruebas de la arqueología nos obligan a despegarnos. Y además nos obliga a despegarnos la observación de la realidad más reciente.
No es necesario compartir las tesis llamadas biologistas, ni las más esquemáticas ni las más elaboradas, para reconocer que, como mínimo, las pruebas arqueológicas desmontan las afirmaciones de los rotundos pseudodarwinistas, y eso nos permite darlos por discutidos y continuar con nuestras reflexiones. No es que necesitemos encontrar en la biología los fundamentos de lo que proponemos. Al otro lado, ese compañero de viaje del darwinismo no reconocido como tal por casi todos sus adeptos, el marxismo, también viene utilizando la convicción más o menos dogmática del enfrentamiento necesario, y eso nos abre nuevas discusiones antes de proseguir.