Filosofía de la colaboración

Seguimos entre la competencia y la colaboración

Rafael Rodríguez Tapia

No es que necesitemos, como hemos dicho, la colaboración de la biología para nuestra observación (aunque no debemos nunca desdeñar, como a menudo se ha hecho, los hallazgos de las ciencias), sino que, más bien, necesitamos que los que se apoyan en ella para, supuestamente, fundamentar el derribo de cualquier propuesta que no sea de combatir la lean mejor. No, ni el darwinismo real ni la biología en general afirman nada que signifique esa supervivencia del mas bruto o del menos escrupuloso, ni mucho menos afirman algo que pueda destruir el suelo de la noción de colaboración. Como máximo, puede apoyarse en los textos de Darwin la idea de competencia entre grupos, lo cual exige una buena colaboración dentro de cada grupo. Pero aun así esa competencia está muy lejos de ser categoría general.

Ante según qué autores comentaristas de los clásicos del siglo XIX se puede tener la impresión de que ese fue un siglo en el que muchos pensadores lucharon y lucharon para encajar la noción de conflicto, en una u otra de sus versiones, en el esquema general que del mundo y de la vida se venía teniendo. Este esquema, como es sabido, apoyaba sus pies sobre concepciones que se podrían resumir bajo la calificación de inmovilistas. Y en el caso europeo, además, se estaba realizando justo en ese siglo la metabolización de la ideología ilustrada en su más amplio alcance. De modo que hubo movimientos de pensamiento en casi todas las direcciones concebibles, y desde luego conflictos, y reformas que a continuación se negaron. Quien conozca la historia europea de ese siglo entenderá sin esfuerzo a qué nos referimos.

Conflictos: incesantes conflictos son la característica de Europa entre la revolución Francesa y la Primera Guerra Mundial. Pero nunca habrá que olvidar que en un contexto quizá paradójico de inmovilismo. Y muy probablemente es ese proceso de algo más de un siglo, divisible en muchos procesos también conflictivos, lo que fabricó la prevalencia de Europa en el orden mundial y lo que consolidó su fuerza como potencia colonial y su consecuente despegue económico. Si a ello se une el recorrido que llevaban las ciencias y la tecnología y el desarrollo demográfico, cuesta imaginar qué fuerza hubiera conseguido oponerse con éxito a ese siglo europeo que, en realidad, parece que concluye con la Segunda Guerra Mundial. Pero antes de llegar a ese final, que también es discutible como precisamente veremos más adelante, es necesario que comprendamos que sólo de unas sociedades como las europeas del industrialismo y del post-napoleonismo podría surgir, tal como surgió, esa colección de pensamientos casi religiosos. Incluyendo entre ellos, quizá como el más religioso de todos, el marxismo.

Siempre se ha hecho, por lo menos en su exposición didáctica, mucho énfasis en la separación y la diferencia entre el pensamiento marxiano y el pensamiento marxista. Casi no hay un didacta marxista que no se dedique tanto a mostrar esa diferencia como a explicar todo lo demás. La lucidez de Karl Marx y la precisión de sus observaciones, desde luego, son difícilmente detectables entre los continuadores de su obra. Pero en la didáctica post-marxista suele faltar una referencia que, por otro lado, es casi metodológicamente inevitable cuando se muestra cualquier ejemplo de análisis histórico de esa escuela: el mismo Marx puede ser leído como hijo muy puro de su tiempo. Así como cualquier otro autor lo es, naturalmente.

Suele desdeñarse desde ciertas posiciones antiilustradas (pero que quieren ser alabadas como progresistas) la noción de ese yo ideal de tantos ilustrados, con Kant a la cabeza, porque «no era real en un mundo en el que todavía había siervos». En lugar de considerar la posibilidad de trabajar esa noción desde el concepto, tan kantiano, de ideal de la razón, se tira directamente a la papelera como irreal fruto de ese tiempo de ideales. Otro tanto se podría hacer, quizá, con los conceptos manejados por los pensadores del XIX, con el conflicto de clases a la cabeza, que no es más que un fruto igualmente irreal de su tiempo, en el que, con alguna lucha esporádica y breve, lo que de verdad había era aplastamiento simple y neto de una clase hacia todas las demás. Y plantear ahí el conflicto o la lucha de clases o de intereses económicos como descripción de la realidad no resultó ser más real que ese yo ilustrado previamente tan criticado y tan despreciado como irreal. Pero, a diferencia de lo que sucedió alrededor de las nociones ilustradas, las mismas condiciones del entorno que hicieron nacer las ideas decimonónicas consiguieron, a continuación, que se difundieran y se consolidaran, si no popularmente, sí, por lo menos, con unos niveles antes desconocidos de extensión y de utilización entre las, por así llamarlas, clases medias intelectuales. Porque es conocido que tanto la lucha, la oposición y el conflicto entre humanos, por un lado, como el evolucionismo biológico, por otro, no nacieron de la nada en la mente de Marx o de Darwin, sino que ambos tenían sus potentes precursores, en algunos casos casi del catálogo completo de sus pensamientos. Pero estos precursores no consiguieron que sus ideas se difundieran más allá de los límites de las comunidades académicas o profesionales. O, en todo caso, no consiguieron que se reunieran alrededor de ellas esos grupos económicos y políticos y de intereses que ya en el siglo XIX avanzado se reunieron alrededor del darwinismo y del marxismo. Y ello hizo que los pensamientos y las obras de ambos autores fueran, en efecto, tergiversados o malinterpretados muy inmediatamente, y así hasta el día de hoy.

Y mientras tanto, otro estricto coetáneo de ambos, John Stuart Mill, sentaba las bases sobre las que verdaderamente se han fundado las sociedades europeas colaborativas, el capitalismo corregido hacia la protección social, y las libertades generales, la igualdad entre los sexos y la democracia representativa con vía libre para el avance científico y legislativo.