30 Jun Filosofía de la colaboración. (Y último)
Colaboración es sinónimo de democracia y no una opción, y hoy no está asegurada
Jacob de Chamber, Micaela Esgueva, Atia Esura, Varo Expolio, Iria Marcina, Paca Maroto, Ramón Nogués, Fulvio Prisco, Miguel del Rincón, Rafael Rodríguez Tapia, Isabel del Val et al.
No está perfectamente claro que tengamos futuro. Y, en el momento en que escribimos esto, muy en sentido literal. El demente ese de Putin, necesitado personalmente de una gloria similar a la que suelen necesitar los personajes que se han criado en la épica bíblica o de la izquierda sovietoide, se está buscando la vida: eso no se le puede negar. En estos tiempos, además, en los que todos se ofenden sólo por una mirada, o por la mención de su nombre, o del nombre del pueblo de su abuelo, cómo no vas a encontrar ofensa a la que agarrarte para presentarla como una agresión a la que tu agresión responde. A continuación, los idiotas ventajistas de la extrema izquierda occidental se ponen automáticamente de su lado (qué aburrimiento: pasan las generaciones y siguen igual) y creen vendernos esos discursos. A lo mejor se acaba viendo que lo que está pasando con esa extrema izquierda occidental no es más que una manifestación cutánea de juvenilismo, una aberración histórica o incluso psicológica propia de sociedades que han olvidado lo que es de verdad la opresión y el sufrimiento, y que han criado generaciones necesitadas de demostrar que su herida en la rodilla jugando en el patio del colegio es lo mismo que el cáncer de cerebro de otro. Ahí está el problema de nuestro futuro: quien pretende hacer pasar los problemas insoslayables de la condición humana por problemas fruto de la maldad de unos pocos enemigos que los crean aposta para jodernos, es alguien que no debería disfrutar del derecho a gobernar ni a confeccionar leyes y mucho menos a prohibir y casi ni de hablar en público. Porque lo que hacen se llama simplemente demagogia.
Pero hay una realidad deslumbrante de tan visible, y es que esos agentes de la izquierda irracionalista cuenta con otros potentes agentes a su favor, que además se apoyan en que son necesarios para contrarrestar lo que hay al otro extremo de ese arco que vive todo él sumergido en el país de la idiocia: una cosa llamada «extrema derecha», creada casi en su totalidad por esa misma extrema izquierda, provocación a provocación, y que se diría que quiere montarnos a todos en jacas jerezanas y obligarnos a hablar como baturros o flamencos de zarzuela. Quizá no acaba de desplegar todo el peligroso potencial que se le adivina, concentrada como está, al estilo derecha antigua, en sus dos o tres obsesiones se diría que hasta patológicas de lo permanentes y, al mismo tiempo, tan parciales como son. No deja de ser un peligro de futuro para las mujeres que decidan abortar, o, según algunos de sus representantes y sus personales obsesiones, para los homosexuales, y no digamos para los trans. En cuanto a otros campos de la gestión pública, el apego de esta nueva extrema derecha en España a «lo cañí» es cualquier cosa menos peligrosa, siempre que no aprendan de la vocación coercitiva de su, quizá, creadora, esa extrema izquierda autoritaria y similarmente enojada.
Vivimos en una especie de emulsión ideológica que junta pero no consigue terminar de mezclar, a un lado, las ideas religiosas más acríticamente asimiladas con las historiográficas ya rancias, y al otro las nociones esquemáticas del marxismo más escolar y maniqueo con las puerilidades de la noción anglosajona prevalente del luteranismo más oscuro. De modo que, si no inventamos algo, no se ve muy clara la salida: la base de todo, el punto de partida, la primera idea, es que de todo lo que sucede en el mundo y en la vida tiene la culpa alguien. No otra cosa es eso que se llama, con satisfacción del que lo pronuncia en un debate con público, hiperconsecuencialismo. Al mezclarse esas nociones, en esa izquierda emotiva resulta que ese alguien siempre será localizable revolviendo las zarzas de una clase social; y, aunque la realidad de hoy atruene con la evidencia de lo contrario, seguiremos adjudicando la pertenencia a una clase social u otra simplemente al dinero o las riquezas que se muestren. El camino a la extrema izquierda ideológica no sólo está enlosado de amarillo, sino que además tiene al comienzo un alquiler gratis, por supuesto, de patines, para recorrerlo suavemente y sin esfuerzo. El recorrido se ameniza con canciones épicas de revoluciones y partisanos y milicianos de hace cien y ciento veinte años, y en los versos claves los cantantes señalan sonrientes como con signos de inteligencia críptica hacia las personas o más bien las efigies de las personas a las que hoy habría que eliminar bien de la vida civil, bien de la vida económica, bien de la vida cultural, bien de la vida. Porque ya se sabe, porque se sigue sabiendo, y se sigue oyendo a algunos, que eso de hacerle ascos a la eliminación física sigue siendo un prejuicio burgués que sólo con expresarlo ya te hace sospechoso de ser enemigo.
La tolerancia que se muestra hacia las barbaridades que proponen las extremas izquierdas en la democracias occidentales sería un enigma si no hubiera empezado ya a ofrecer indicios desde hace un tiempo de por dónde va la cosa. Barbaridades equivalentes, o incluso muy menores en comparación, secretadas por la extrema derecha, son inmediata y violentamente juzgadas y condenadas como horrores indigeribles y preapocalípticos; no sucede así con las de la extrema izquierda, que normalmente son observadas y meditadas como si en el fondo estuviesen animadas por esas buenas intenciones que siempre hay que suponer a quien por su afiliación seguramente no puede confundir el lado bueno con el malo de la Historia. El secuestro casi incomprensible que la izquierda hizo hace ya dos generaciones de la palabra democracia trajo y sigue trayendo que da igual lo que diga alguien de izquierdas, porque sea lo que sea seguro que dice algo demócrata. Y eso es lo que ha entronizado la idiotez y la trivialidad y la puerilidad política: frases elementales e infantiles y listas de quejas se han constituido en sustitutos de programas políticos.
Uno diría que ahí hay en la actualidad mucho más peligro que en esas oligofrénicas extremas derechas que abogan por la vuelta al toreo y a la majeza estúpida en los modales y al piropo vergonzante hacia las mujeres y al costumbrismo folklorista de cuplé. Siempre habrá defensores de volver a la jerga ruralista; pero sólo como espectáculo desvergonzado y caradura, porque inmediatamente se hace visible y audible que eso es sólo una interpretación publicitaria para captar adeptos, pero que el idioma personal de los que se ponen ruralistas es otro. ¿Si llegaran al gobierno montarían un tiberio intolerable? ¡Desde luego! Pero lo que hoy se está ignorando en general en los discursos sociales es que eso es un futurible muy poco probable y sobre todo que nos deja todavía margen para evitarlo, mientras que el acceso al poder de las extremas izquierdas infantilizadas, con sus rabietas y todo, ya se ha verificado, y de momento ya están dejando huella en muchas vidas personales, y leyes para la vida colectiva cuyas nefastas consecuencias nos va a costar mucho compensar.
Si en los años cercanos a 1930 se podría haber escrito que el peligro que nos acechaba era la extrema derecha (y se escribió, y tal peligro se verificó, y sólo después y con esfuerzos infernales se superó en algunos lugares y menos en otros), en los anteriores al 2030 a lo mejor la realidad nos está gritando que deberíamos escribir que está verificándose el ejercicio del poder por parte de una extrema izquierda occidental camuflada de mil agentes diferentes aparentemente benéficos pero corta de miras y de perspicacia, que o no se da cuenta o cree que no nos damos cuenta de que sólo pretende, y la financia quienes pretenden, acabar con la democracia. Sus agentes han percibido con precisión que todo se basa en la colaboración entre discrepantes: que esa es la misma naturaleza de la organización democrática. Y de ahí su condena inmediata a todo aquel que propone consensos o negociaciones con otro, que no sólo modernamente, sino desde muy antiguo, han condenado como condenables «pactismos», «entreguismos» y, más en la actualidad, «blanqueamientos». Cabría preguntarles qué ha conseguido nunca nadie en la historia política tildando de «entreguismo» la elaboración de cualquier política que no fuera enteramente la suya propia.
Y, a falta de verdadero programa, sustituido por listas de quejas, y como mucho enunciado en enormidades como del Antiguo Testamento del estilo de «es necesario acabar hoy por la tarde con el capitalismo», las verdaderas tareas de la actualidad histórica, sumergidas todas en esas tres coordenadas (impensables como políticas, quizá, hace sólo cuatro o cinco décadas), obtienen también la mirada deformante de este vacío ideológico. Estas extremas izquierdas no contemplan la calidad de la enseñanza pública más que como un adoctrinamiento de los escolares en su mirada de extrema izquierda vaciada de nociones de izquierda y rellenada de causas fáciles; no contempla la calidad de la sanidad pública más que como una vigilancia de los sueldos de sus sindicados empleados en esa sanidad. Por ese lado, las extremas izquierdas incumplen con lo que quizá alguien esperaría de ellas, y se alía con los que proclaman siempre que son sus enemigos. Y además, en cuanto a las tres coordenadas de nuestra nueva época, la extrema izquierda cree ser la única (por falta de mirada honesta a la realidad) en ocuparse de la ecología, y cree que sólo se puede hacer con las migraciones lo que ella (por falta de honestidad) propone, y afirma, pero esta vez menos alto y menos frecuentemente (por exceso de hipocresía), ser la única que entiende qué son los derechos humanos.
Pero podría analizarse si oponerse a cualquier progreso científico, técnico o industrial o incluso meramente urbanístico, o de ocio, y ello sin análisis visible ni conocimientos demostrables, es trabajar en favor de la ecología.
También podría cuestionarse si decir que sí sistemáticamente a cualquier suceso relacionado con las migraciones humanas, especialmente cuando se trata de acoger a números incalculados de personas, es trabajar a favor de las personas o más bien a favor de que se hunda el sistema (y con él esas personas, y por cierto, el resto de la sociedad) por mera incapacidad económica.
Y en cuanto a los derechos humanos, olvidarse tan a menudo de defender la libertad de expresión cuando se trata de expresar críticas e incluso humor sobre esa izquierda, o discrepancias con sus medidas legislativas, o insultar con el título de «antipatriota» a quien expresa discrepancia, o comprender las medidas represivas de ciertos regímenes políticos y hasta apoyarlas, o irrumpir irreflexivamente en realidades humanas de cualidad compleja como las relacionadas con la gestación por encargo o la propia definición sexual incluso antes de que el individuo se haya sexualizado, pero considerar que es su trabajo de defensores de derechos humanos la legislación a favor de la okupación de viviendas habitadas (esa abuela que se ha ido a la compra), o a favor de la legislación penal especial ad hoc y a posteriori para eximir a sus simpatizantes de las penas que han merecido por su conducta ilegal, o fomentar comportamientos colectivos contrarios a la constitución democrática sobre la base de una supuesta (y conocida sólo por ellos) voluntad popular, ya dan a entender con suficiente claridad la pobreza de nociones que se manejan.
Sólo yo tengo razón, sólo yo veo las cosas atinadamente, sólo yo percibo la realidad tal como es: este dogmatismo que atribuimos históricamente a los sectarios religiosos, y que sólo ha acabado en crueldades y crímenes, está adoptado desde hace un tiempo y hoy domina por completo el discurso de las extremas izquierdas en sus múltiples versiones. Y si alguno dice algo que no coincide con lo que nosotros decimos, le mueve la ignorancia o la ceguera o intereses inconfesables: el discurso moral cierra su círculo, porque parte de ahí y siempre acaba ahí, y siempre es tautológico y en consecuencia vacío.
Nada de todo eso es compatible con la supervivencia y el mantenimiento de una sociedad de libertades que aspira a la igualdad de condiciones vitales de todos sus miembros y ha decidido colaborar entre todos para la supervivencia y la dignidad de todos. Las extremas izquierdas occidentales han llegado a un extremo casi de surrealismo político en su afán por ser divertidas y juveniles y originales. Su estructural victimismo sólo propone obligaciones, prohibiciones o censuras. Las extremas derechas sólo proponen obligaciones, prohibiciones o censuras relacionadas con su aparente convicción de que hemos abandonado un mundo pasado que, al parecer, era perfecto. Pero bastará con invitar a los ciudadanos a que elijan entre programas políticos y no entre manifiestos de instituto: la consecuencia será que esa izquierda quedará fuera, condenada a hacer lo que quiera, y a organizar festivales, rodear bosques, montar cadenas humanas o picnics en los parques. Que se divierta como sea. Y que reconozca de una vez que no tiene demasiado que hacer en política, y deje a los demás trabajar la democracia.