01 Nov Hombre blandengue, revolución jodida
Paca Maroto
«Putin quiere ahogar Ucrania en la sangre de los rusos», dijo Zelenski el pasado 21 de septiembre. Recordaremos que en esos momentos el zar acababa de reconocer sin reconocer que la guerra de Ucrania le iba fatal, al llamar a filas principalmente a reservistas en número de 300.000, y haber anunciado que se lo estaba pensando en relación con los demás, es decir, con los no reservistas sino vírgenes de milicia veinteañeros, esa carne de cañón de siempre y de todo lugar y de cualquier momento de la historia.
La frase de Zelenski, además de publicitariamente insuperable, lo peor que tiene es que es cierta y descriptiva de cualquier reclutamiento y de cualquier guerra que hasta ahora haya habido. Por aquí cerca hay quien vivió acuartelamientos absurdos muy al principio de los años 80, se entiende que durante su mili, simplemente porque alguien en Nador había dicho que el pan estaba caro y unos cuantos cientos de marroquíes agitaban los brazos. Eso de moros agitando los brazos se interpretaba a la luz del testamento de Franco, que por esas fechas todavía estaba enmarcado y colgado en la pared de todas las oficinas de todas las dependencias, por lo menos de Infantería. Además de en otros lugares, en ese testamento enmarcadito estaba la no menos estupenda frase «los enemigos de España están alerta». Daba la impresión de que muchos interpretaban ese «alerta» con el significado de «en todas partes», porque hubo generales que arrancaron de las manos de soldados en su hora de ocio libros hasta de Pío Baroja, en la sospecha de que eso del testamento se referiría a eso. Y entonces hubo un teniente que, tras unos quince días de absurda instrucción de combate y de mapas de Melilla (adonde, al parecer, iban a haber mandado a ese regimiento onubense en caso de que las cosas fueran a más) y de mil y una enseñanzas o consignas o lemas o consejos que no había forma de conseguir que se metieran en las cabezas los soldados, dijo algo parecido a esto: «no preocuparse, que todo lo que se os va a pedir es que aguantéis la ensalada de tiros que os van a arrojar, y así ganaremos» (se entiende que la hipótesis es que se estaría defendiendo Melilla de una invasión mora). Naturalmente, eso ya estaba entendido desde antes del principio. La carne de cañón rara vez ha dejado de saber que era carne de cañón; el que, siéndolo, se ha puesto a recitar poesía épica, siempre ha sido considerado un despistado.
Como no pertenecimos ni a aquella ni a ninguna otra generación de varones, o sea de tíos, podremos decir con cierta impunidad: eso lo aguantaron los tíos de entonces, porque veinte y veintipocos años a principios de los ochenta exigía, digo yo, haber nacido muy alrededor de 1960. Y sin que esto suponga reclamación alguna de heroísmo para ellos ni para nadie, sino mera exposición objetiva de los hechos, los tíos de esas fechas habían pasado casi sin excepción por mogollón de bofetadas paternas, y muchos, además, por bofetadas y técnicas afines del maestro rural y rústico o del refinado y urbanita profesor con sotana o con hábito de orden religiosa (lo de tirar para arriba de la patilla, se pongan como se pongan las niñas con sus pellizcos de las monjas, no tiene parangón), y por mil y una situaciones más de imposible resumen pero que con un poco de suerte están en la experiencia o por lo menos en el conocimiento de casi todos los lectores, experiencias que sin duda alguna, aparte de otros objetivos que cada una de ellas tuviera, aportaban el logro común de dejar bien clarito a cada víctima que aquí ningún ratón era gato, y que todos éramos ratones por si no había quedado claro de antemano, y que ojo y cuidadito con ponerse llorica y a pedir pasteles, que lo más seguro es que en ese plan lo que te iba a caer era más bien una bandeja pero de capones. Y todo ello sin desmerecer el trato supongamos que equivalentemente duro que en el caso de las tías hubiera que considerar, y que llevaba a visibles consecuencias que en otra ocasión contemplaremos (y que sólo para evitar el fastidio completo adelantaremos señalando que a ninguna se le ocurrió jamás ponerse en plan Kardashian).
¿Era obligatorio que de aquello salieran hombres, o sea tíos, machotes, matones, abusones? En absoluto. Como ejemplo, obsérvense las estadísticas de los maltratadores de hoy, y tómese nota de sus edades, la inmensa mayoría nacidos después de 1980. (Esos septuagenarios y octogenarios que se supone que matan a su mujer y luego se suicidan, ¿de verdad los podemos meter sin más y sin pudor en la categoría de «maltratadores», tan poco nos ha enseñado la vida?) De aquello, de aquellas infancias de los tíos, lo que salió fue una población de tíos, para bien y para mal, aguerrida. Son las generaciones tan denostadas del boom; eso es otro asunto. A causa de su gran número, inevitablemente se encuentran ahí todo tipo de opiniones y posturas; pero hay dos o tres características generales y comunes a todos, y una de estas es que son aguerridos. Lo cual, en este contexto, significa que todos tenían y me parece que siguen teniendo claro que hay una cierta proporción de problemas de la vida en los cuales más te vale emplearte por tu cuenta y resolverlos, o aguantarte si no los resuelves, pero que no procede de ningún modo que te pongas a pasearte por las televisiones lloriqueando (signo, entre otros muchos, de blandenguerío, claro). Que cuando caían hostias del primer jefe del taller, o del policía paquidermo, o desde luego de los suboficiales de la mili, sólo había una de dos soluciones: o te buscabas la vida para evitarlas o te las tragabas porque te habían pillado y aceptabas con, digamos, deportividad, que ese era el juego, y que a la siguiente a lo mejor el que ganaba eras tú. Eso es ser aguerrido: vaya hostia que me he llevado, menos mal que ha caído sobre el callo de las anteriores, a ver qué hacemos para evitar la siguiente. No hará falta decir que esa aguerridez es común con la de la mayoría de las mujeres de esas mismas edades, salvo ese pequeño gajo de población que todavía quedaba, rarito pero interclasista (no patine nadie) que insistió, como canto de cisne, en educar a sus hijas para casarse o aberraciones parecidas (que ese nadie siga sin patinar, por favor: que las aberraciones de hoy son similares; ya hablaremos).
Y resulta que en el siglo XXI, que también ha salido cambalache, problemático y febril que te cagas, hete aquí que nos parece mal a todos que la masculinidad contenga reciedumbre en proporción siquiera homeopática. Hasta el punto de que a gran parte de la población viva de hoy hay que explicarle que un término como reciedumbre ni es negativo, ni es chungo, ni expresa ideología alguna, ni mucho menos ideología «machista», sino una de las más altas virtudes que puede albergar un corazón humano o semihumano o cosa parecida. Y que, por cierto, no es una virtud característicamente masculina, sino intersexo (o intergénero). Y la canción del verano de nuestras vidas, cuando llegamos al gobierno, cuando tuvimos ministerios y hasta alcaldías guay, fue derivando a que lo que era necesario para la sociedad española, lo imprescindible, lo urgente y lo vital, era enseñar a los varones, o sea a los tíos, o sea a los hombres, nuevas formas de virilidad. No cabe más maldad que la de esos que han inventado lo de que lo que queremos es un «hombre blandengue»: hay que ser machirulo, hay que ser cabrón y putero para expresarse así, dicen algunas.
Cabría preguntarse qué creen de sí mismos todos esos que tienen claro que deben trasladar al mundo, y especialmente al mundo de los hombres, o sea de los tíos, la iluminación que han experimentado acerca de qué y cómo debe ser un tío. Como contestación nada más que en primera instancia, cabría responderse que lo que tienen en sus cabezas es vanidad, narcisismo, y parece que exceso de elogio de las tías (carnales) que los o las criaron. ¿Qué autoridad por encima de lo humano les ha dicho que pueden sermonear a los hombres acerca de cómo deben ser los hombres? ¿Qué autoridad por encima de lo humano nos diría que podemos establecer escuelitas para decir a las mujeres cómo deben ser las mujeres? ¿En qué cielo se pondría el grito si esto último se hiciera? ¿En el de la Sección Femenina de FET y de las JONS, quizá?
Pero oye, que es lo que procede. Un hombre blandengue. Que ahora algunas de sus promotoras se enfadan, pero que estábamos ahí hace unos meses y les oímos a ellas mismas pronunciar ese mismo «blandengue» con risillas y deseándolo; pero que lo profieran otros, y además críticamente, es intolerable, claro, y hay que enfadarse. Pero que es lo que procede, desde luego, a buenas horas vamos a ser nosotras las que les o las discutamos: si no somos más que ciudadanas (o ciudadanos) de una democracia.
Lo malo es que a veces querrían que esa reciedumbre volviera. Ahora muchas (es curioso: han sido sobre todo tías, a las hemerotecas me remito) se han pronunciado, si bien algo veladamente, muy pero que muy templadamente, acerca de la agresión rusa a Ucrania. Muy suavemente han expresado, pero han expresado, comprensión hacia Putin, y crítica hacia una Ucrania que es que, jolines, no quiere ver la verdad. Más aún: han comprendido las peticiones de fusilamiento para esos hombres rusos post-milenials, o sea blandengues, que se han pirado de Rusia como las ratas de la fragata náufraga en cuanto Putin ha soltado lo del posible reclutamiento general. ¿En qué quedamos: hombres suavecitos y líricos o aguerridos y recios? Hay que saber que por mucho que a la chita callando hayamos gozado hasta ahora de esas hordas masculinas y machirulas para defender nuestros intereses, o para hacer nuestras revoluciones, o para fusilar a los que nos molestaban, si lo que vamos a hacer a partir de ahora es crear hombres líricos (o sea que estén todo el día tocando la lira), lo que no vamos a tener a partir de ahora es hombres dispuestos a coger su fusil.
Ni para obedecernos a las tías, o sea a las mujeres.
¡Habrase visto!