01 Abr La colaboración destructiva
Rafael Rodríguez Tapia
Observamos la existencia de un territorio que hemos llamado de intersección entre los diferentes intereses y partidos políticos, que no es otro que el territorio de la política. Y vemos que ese territorio es fruto de la colaboración, y exige colaboración entre los partidos y grupos que intervienen en él. Pero no es esta toda la colaboración posible. La opuesta, la colaboración destructiva, merece también nuestra atención, aunque sea brevemente, y probablemente como precaución.
Es necesario que la democracia esté precavida contra aparentes acciones políticas que son, en realidad, antipolíticas. Los partidos y grupos de intereses diferentes y hasta opuestos pueden, como sabemos, esforzarse y acabar encontrando ese territorio en el que no signifique nada el grito particular de cada uno, y en el que sólo tiene significado el discurso de cada uno en la medida en que puede ser aceptable por los demás. Pero esta condición admite una variante destructiva, por supuesto. No es suficiente para considerar político un territorio el mero hecho de que sea fruto de la colaboración, porque esta colaboración puede darse para, precisamente, destruir la democracia. Y sucede que muchos consideran paradójico que esto sucede cuando los grupos que han entrado a esa colaboración son aparentemente los más alejados entre sí en tesis y horizontes políticos. Por supuesto, esa apariencia y esa falsa paradoja se refieren a la realidad de que se trata siempre de grupos o partidos con tesis incompatibles en alguna pequeña parte de sus respectivos programas, que no por casualidad es la más publicitable y vendible; pero la tesis fuerte de sus programas, que podría considerarse, aunque a primera vista esté oculto como tal, el núcleo duro de sus propuestas, es común y compartida entre esos supuestos enemigos. Así sucede, y de modo muy visible pero en general no verbalizado, entre los ultras del liberalismo y los ultras de la izquierda, que ya hemos visto que parten de algo aparentemente tan trivial como considerar hipócrita la democracia.
Pero eso no es una trivialidad.
Porque lo cierto es que esa hipocresía es, en alguna de sus acepciones, no un problema ni un delito, sino precisamente la virtud democrática por excelencia. Se entiende que no es hipócrita aquel que de modo irrenunciable pronuncia su ambición y forcejea para su éxito independientemente de las circunstancias que a lo mejor lo desaconsejan. Precisamente, la democracia consiste en renunciar a esa ambición y a ese forcejeo contra las circunstancias, con el horizonte de la construcción y el mantenimiento de un espacio común en el que todos puedan vivir. Si luego, tras los pactos y la colaboración para la construcción de ese espacio, hay una mayoría ciudadana que se pronuncia a favor de un extremo en particular de un programa de cierto partido o grupo, extremo que no ha sido de los pactados, corresponde precisamente a la política, que deberían saber ejercer esos grupos y partidos, el trabajo de conseguir sacarlo adelante.
Se entiende irrenunciable que ese ejercicio político es el contrario de la imposición por la fuerza, o ignorando precisamente algunos de los elementos pactados entre todos. O, si hay que modificar ese pacto, de nuevo es el trabajo político el que tiene que conseguir que los demás acepten esa modificación.
Pero el espacio de colaboración destructiva se hace visible en cuanto alguno de los grupos pronuncia su rechazo global a la democracia, o su objeción, que suele ser más moralista que otra cosa, a sus usos y técnicas. La ilustración utilizada aquí de la acusación de hipocresía es un buen ejemplo de ese moralismo que sale al exterior de la política para rebuscar, y luego volver con condenas y adjetivaciones que tienen más que ver con mundos religiosos o dogmáticos que con la política. Algo parecido a lo que se haría si se procediera a rechazar un vehículo de turismo a causa de sus deficientes capacidades para el vuelo, o a un insecto a causa de la decepcionante cosecha que da como resultado el intento de su ordeño. No conseguir tan inmediatamente como los sueños juveniles ambicionaron un día que se imponga el propio programa político sobre todos los demás trae a menudo la reacción de destruir el campo de juego: y eso y no otro procedimiento es el que lleva al final a la coacción a los parlamentos democráticos bien rodeándolos y cercándolos, bien invadiéndolos y saqueándolos o, en el extremo de las conductas de juvenilismo contrariado, a plantear golpes de estado y a darlos.
No será necesario repasar la historia de los enfrentamientos armados que han acabado con las democracias; baste recordar que desde luego sí que hubo algo en lo que estuvieron de acuerdo los golpistas del 18 de julio de 1936 y aquellos contra los que los anteriores decían dirigir su golpe: la democracia no les satisfacía a ninguno de los dos, y sí les satisfacía a ambos el uso de las armas para imponer el propio criterio a todos los demás, desde luego sin descartar el exterminio físico de los enemigos. Es difícil encontrar modelos más perfectos de la destrucción del espacio de colaboración poniendo en pie una colaboración entre partidos que se diría incompatibles. No lo son, precisamente porque en lo principal coinciden.
Naturalmente, puede no desearse una democracia, y entonces cualquier reflexión sobre la colaboración será superflua. Pero parece que no es posible la democracia sin colaboración. Al acabar el primer cuarto del siglo XXI da la impresión de que cada vez tienen más fuerza los grupos dogmáticos que intervienen en la política no precisamente por ambiciones políticas sino por otro tipo de ambiciones que ocultan bajo esa capa. Y en calidad de tales, y sin poder evitarlo, ni respetan ni reflexionan ni, se diría, perciben que la política que dicen querer hacer es posible solamente en ese espacio creado para todos y por la colaboración: cuántas y cuáles de las proposiciones proferidas por mis rivales soy capaz de suscribir. Los ultras se definen precisamente por negarse a suscribir palabra alguna pronunciada por quien no sea ellos mismos. Así, rechazan todo lo explícito de los demás; pero asumen, y puede que incluso sin percibirlo, completa y netamente, los objetivos de los que parecen sus más extremos enemigos: la destrucción del espacio de colaboración.
Hay grupos ultras dentro de los sistemas, y también los hay en el exterior.