La izquierda fascista

Ramón Nogués

Los recientes sucesos ucranianos, es decir, los recientes crímenes rusos en Ucrania, más o menos inesperados por todos por lo menos con esa intensidad, han puesto de manifiesto súbitamente una cadena de realidades veladas por lo habitual a ojos de la vida pública. En primer lugar nos ha permitido confirmar lo que durante mucho tiempo se venía sospechando, y es que se estaba incubando una serpiente demente con halagos, tolerancias inadecuadas y dinero, en el puesto principal del Kremlin. Algunos signos de locura y estupidez ya había ofrecido el innoble Putin, pero siempre se habían tomado como extravagancias de poderoso, borracheras de eslavo y baile en las ventanas de los oficiales de Guerra y Paz. Pues resulta que no eran exactamente eso, sino más bien las manifestaciones, quizá entonces imposibles de interpretar, de una patología hoy diríamos que general de todos los aspectos y funciones de su personalidad. Un momento antes de comenzar la invasión de Ucrania, las televisiones difundieron, por ejemplo, una conversación celebrada a la vista de todos, y hasta de las cámaras, con el jefe de su departamento de inteligencia militar, en la que este quedaba convertido en un macaco humillado y avergonzado por tres o cuatro comentarios y sonrisas del zar matón: y todos pensamos que era una nueva putinada de patio de colegio. Después, con la guerra desatada, se puede esperar cualquier cosa. Lo más sorprendente, de hecho, es que hay algunos que se sorprenden porque el agresor comete tales o cuales crueldades, o porque mueren niños, o porque se dispara sobre las columnas de civiles que huyen: si te sorprendes ahora, ¿por qué gritabas, antes, «no a la guerra»? Porque se debería poder suponer que el que se opone a la guerra se opone principalmente porque la guerra trae esas cosas, y además se sabe que no hay modo de pararlas, y que todas las firmas de acuerdos y compromisos son papel mojado. Y por eso no nos gusta la guerra. «Y además, fíjate, disparan sobre los edificios de viviendas…» ¿Además? Eso es la guerra, eso son todas las guerras, incluso antes de que nacieras tú. Y por eso no nos gusta la guerra.

No nos gusta la guerra, claro, muy principalmente porque a veces hay que hacerla. ¿Por qué estos hipócritas (que están permanentemente acusando de hipócritas a los demás) de la extrema izquierda española -y muchos de la izquierda sin extremar- entienden una agresión armada cuando el que la hace es uno de sus protegidos, pero la aborrecen y llaman a oponerse a ella cuando se trata de una acción armada de defensa o de respuesta contra uno de sus protegidos? Por supuesto, la cosa no merece respuesta, porque está a la vista.

Lo que no está tan claro es cómo la gente se lo traga y no contesta a estos hipócritas de su barrio, de su ciudad, de su país. La tolerancia que occidente ha desarrollado hacia la estupidez infantilizada de los adultos con labia, siempre que esta labia se ponga aparentemente a favor de los oprimidos históricamente, es un fenómeno de una profundidad insondable. Pero sucede que oprimidos históricamente a lo mejor son muchos más, y hasta puede que muy otros de esos a cuya defensa se apuntan por reflejo, y hasta puede que los opresores sean y hayan sido otros que esos en contra de los cuales hay que gritar con esa calificación como por reflejo, porque lo parece a simple vista, porque les da en la nariz que seguro que.

Pero no importa: todo lo que haya que conocer, todo en lo que haya que pensar, todo lo que haya que analizar, está ya conocido, pensado y analizado por autoridades anteriores a ellos, que ellos admiten como otros admiten el Corán o los Evangelios. Las Filosofías de la Impostura ya se han encargado de proclamar a los cuatro vientos de esa comarca que hablan inspiradas por el ser máximo, el omnisciente, es decir, la historia. Esto es tan reconfortante y tan pegajoso que hasta el presidente del gobierno español, cuando defiende su postura favorable a Ucrania y opuesta a parar la guerra ya, tiene que recurrir en su retórica a esa especie de catástrofe argumental ya fosilizada: «Estamos y estaremos siempre en el lado correcto de la historia». ¿Pero cómo puede alguien hablar así de sí mismo (y, ya puestos, de la historia)? Semejante enfoque moralizante y adolescente debería ser tan erradicado de los discursos públicos como lo está por ejemplo, el que ese o cualquier otro presidente pueda decir en situación similar «A Fulano habría que arrojarlo a un pozo» o «A Mengano hay que matarlo». ¿»El lado correcto de la historia»? O sea que lo que estamos haciendo no es gestionar la sociedad, construirla, mantenerla, retocarla, mejorarla, sino que estamos haciendo historia.

También estaban haciendo historia los jóvenes autodenominados «Guerrilleros de Cristo Rey», y sus similares con diferentes nombres, cuando irrumpían en una asamblea universitaria a porrazo limpio y rompían todos los huesos que podían de los estudiantes ahí reunidos, que por otro lado no se metían con nadie: pero es que esos «guerrilleros» jugaban a sentirse agredidos personalmente sólo porque esa asamblea lo fuera en favor de un divorcio que no acababa de legislarse, o cualquier otra causa razonable de las estúpidamente ignoradas por la política española hasta ese momento. Y, sobre todo, como podría confirmar cualquiera que entonces estuvo bajo sus porras, eran jóvenes atiborrados de historias de heroísmo, arrojo y sacrificio personal por su entorno en general familiar, historias traídas, naturalmente, desde la Guerra Civil. El lenguaje con el que estos imbéciles escupían a los inocentes que agredían, y el que empleaban para comunicarse entre ellos, era tan ridículo que hoy cuesta creer que fuera cierto. Había «camarada» por todas partes, «a tus órdenes» a quien por lo visto tenía algún grado (y siempre con ese tú de antiguo falangista) y a menudo referencias todavía más ridículas a episodios «históricos» en pleno fregado de golpes, como si alguien se los estuviera dando a ellos (cuando todo lo que hacían los demás era intentar cubrirse de los porrazos con libros o cosa parecida): ¡vamos, camaradas, como en Brunete!

¿Que todo eso es ridículo? La borrachera de historia, y especialmente de historia moral, trae eso y solo eso. Sus equivalentes de hoy (algunos hasta han llegado a imitar lo de las agresiones físicas) dicen ese mismo «como en Brunete», pero significando, naturalmente, «como en el otro bando» de Brunete. Se saben de memoria las vidas de El Campesino, de La Pasionaria y de Largo Caballero como los otros las de Víctor Pradera, el general Mola y por supuesto Franco. La mayoría han nacido justo después, maldita sea, de la época de la lucha y de la herida, como aquellos guerrilleros que lo que más lamentaban era que nunca iban a ser tan dignos como sus padres, porque nunca tendrían delante una batalla del Ebro o una toma de Santander o un pelotón de fusilamiento ante el que gritar ¡Viva! o quizá ¡Arriba! España. Por eso se inventaban ahora guerras y agresiones de «los rojos» por las calles, que justificaban su ademán valeroso, sobreponiéndose al miedo, cuando salían de casa de camino a la universidad, y sobre todo justificaban su violencia y sus ataques, porque eran violencia y ataques defensivos. Los nacidos durante la transición comprendieron a finales de los 90 que probablemente a ellos nunca les torturaría un gilipollas sádico de la Social en la DGS o en la comisaría de Moratalaz, y eso era algo, entonces, que nunca podrían poner en su lista de méritos: ¿es que acaso los que habían pasado por ahí lo esgrimían como mérito? No lo hacían; sólo a ojos de los lobeznos que admiraban a su padre lobo eso era un mérito, adherido sin remedio a la posición de uno «en el lado correcto de la historia». Pero…

Pero… Ahora están en el lado correcto de la historia, y nadie les está torturando, ¿será posible? Todo lo que constituye la constelación de esta aberración intolerable es lo que se resume en la acción de un vicepresidente de gobierno español que se atreve a soltar una y otra vez discursos contra una cosa que llama «los poderosos». Hay bastante de esto en todos los de esa pandilla; tienen sus tópicos, lo cierto es que la mayoría ya muy aburridos, como ese de los poderosos, y también los resistentes, los insurgentes, los revolucionarios, los trabajadores (ese que fue vicepresidente, con habilidad de mentalista de teatro, se atreve a llamar «salario» a su sueldo gubernamental), todo lo que en la sesgada literatura que han leído está en «el lado correcto» de la historia, de la sociedad, de las batallas y de… las guerras, claro. Pura basura cheguevarista de gran impacto y resultados de mercado en la América de habla española, pero no tanto en la península, como se va viendo. Antes de que abran la boca ya se sabe que van a entender y ser comprensivos con las prohibiciones de los placeres mediocres de nosotros, las gentes mediocres: las terrazas de los bares, los kioscos en los parques, la negativa a conceder horarios libres de parques y comercios, la oposición a la simple regulación por código penal de los delitos, la tolerancia hacia la violencia cuando es por una causa progresista, y la asunción inmediata y acrítica de cualquier propuesta política (o bélica) que cualquiera de sus líderes tenga a bien hacer, porque si es su líder será por algo. Y por supuesto hay una herramienta ubicua: la acusación de fascista. Hasta hace poco éramos fascistas todos los que no hacíamos algo para que la pobreza energética desapareciera; ahora que están en el gobierno, la luz y el gas tienen unos precios que son los de hace un año multiplicados por diez; pero ellos no son más que los compañeros de siempre, progresistas y solidarios. Y, sobre todo, no condenan a un miserable como Putin, que puede que esté loco o puede que no, pero que nos da bastante igual, como da igual que Hitler estuviera loco o no lo estuviera. Que no se recuerde equivocadamente: oscilaron entre no condenar a Putin y ser comprensivos con Putin. Pero, eso sí, no pueden dejar de hablar de fascistas.

Será que no pueden dejar de hablar de ellos mismos.