¿Lenguaje es poder? El error de Oscar Wilde, nuestro error -1

Paca Maroto

Mucho antes de que naciera Foucault, ya hubo quien se consideró poderoso sólo por poseer el lenguaje. Es sabido que el actual glamour viene del antiguo grammar más o menos mal pronunciado, y que antaño significaba mucho más, o quizá algo mucho más serio que en la actualidad. Quizá el personaje del burgués leído y culto de finales del siglo XIX  no sea más que una especie de ficción fabricada poco a poco a partir de aquellos olores de la mágica grammar, del poder que tiene quien lee, y no digamos quien escribe en una sociedad en la que pocos son capaces de hacerlo, y que se ha heredado, con sus armarios repletos de vestimentas casi todas inservibles, sus muebles desvencijados, pero también con sus armas en buen estado.

            ¿Qué objetos desconocidos estaban apilados en el desván de la casa heredada que nos hicieron pensar que seguíamos poseyendo los mismos títulos y licencias que nuestros antepasados? Todavía en 1880 eran una fracción despreciable de la sociedad los que leían con cierta agilidad, y no digamos los que sabían escribir. La cifra se convierte en infinitesimal si nos referimos a los que sabían escribir con tal habilidad que llegaban a poder hacer de ello una profesión. El éxito social y el enriquecimiento a costa de esta habilidad nos sitúa definitivamente ante un ínfimo grupo de personas, que no nos detendremos a contar por simple pudor, pero que desde luego no sobrepasaría un número de dos cifras. Las sociedades europeas protestantes, quizá no del todo acertadamente, siempre han proclamado su vanguardia en estas cuestiones. En general han explicado que, a causa de su obligación de leer la Biblia (la interpretación personal del Libro exige esa disciplina, etcétera). La enseñanza de la lectura en las que en algunos lugares llamaban o siguen llamando escuelas dominicales produjo esas sociedades supuestamente alfabetizadas al cien por cien, cuando las sociedades católicas del sur de Europa estaban poco menos que aprendiendo a afilar bifaces de sílex (claro que algunos lo siguen pensando hoy). No suelen tener en cuenta los que así se enorgullecen que, por ejemplo, las sociedades islámicas estuvieron desde siempre sumergidas en un océano de obligaciones religiosas y lectoras más o menos similar; o que quizá había más motivos y lugares que los de una escuela dominical para aprender a leer. Nosotros debemos manejar estos orgullos con cuidado, porque en ellos se juega precisamente la sensación de poder que se asocia a las palabras, dichas, oídas, leídas o escritas.

            Las palabras y las cosas es un escrito admirable y además, y no se sabe si con el beneplácito o no de su autor, entretenido y hasta divertido. La problemática vida de Michel Foucault no invitaba a la expresión festiva, que él en general evitó prodigar; quizá la diversión iba por dentro, y en su libro se derramó incontenible pero sutil y entreverada. Y una vez que se ha leído y releído, probablemente se hace imposible cualquier reflexión sobre estas materias sin recordarlo o sin acudir a él, incluso aunque no se esté de acuerdo con lo que en él se sostiene. Yo disiento, en primer lugar, de lo primero que se suele decir sobre él: no creo que nos descubra la relación entre lenguaje y poder, que es algo sabido y muy pensado desde hace siglos, como se puede ver en mil etimologías, y en proverbios, máximas y epigramas de mil culturas. Tendremos en cuenta, desde luego, esta relación; pero más que el descubrimiento aparentemente deslumbrante, que negamos que sea tal, nos gusta el modo que tiene de fabularla, cuyos detalles no podremos evitar que aparezcan en sucesivas páginas; y de momento nos quedaremos, en todo caso, con su no muy explicada pero extremadamente sugerente conjetura arqueológica: hubo un momento en que las palabras se separaron de las cosas. Cuando lo formula, parece en ocasiones que hay un aire de maldición, algo así como si la continuación de esa afirmación fuera «… y entonces empezaron los problemas». ¡Como si no hubiera habido problemas en las edades antiguas y en la Edad Media! En otros momentos de su escritura no lo parece en absoluto, y la impresión que se tiene es más bien la de una descripción o una narración objetiva y distante.

            Pero como todo lo que tiene más de una pieza avanza desigualmente, las sociedades humanas fueron accediendo a la lectura y a la escritura de un modo no muy uniforme, y a diferentes ritmos. Ya parecían haberse formado esas comunidades sin comunidad de lectores o de idioma que algún pensador de ayer mismo ha fabulado por su parte; si nos situamos en esos finales del siglo XIX, observaremos que los letrados parecen reconocerse por la calle aun sin hablarse ni haber sido presentados. Es cierto que cada día con más dificultad; hasta poco antes, quien supiera leer, y además de leer supiera hacer una profesión de lo leído, se comportaba de cierta forma, hablaba de cierta forma, gesticulaba de cierta forma y vestía de cierta forma. Y todo eso está siendo imitado cada vez por más personas, de modo que comienzan ciertos molestos equívocos.

            Aquellos eran equívocos de esa clase que sólo se resuelve si se prescinde de las ideas previas sobre las que uno ha puesto sus posaderas como sin darse cuenta, que es la forma más firme de poner las posaderas sobre superficie alguna. Es decir: que el error era el anterior, cuando se consideraba que se era más o mejor o simplemente distinto por saber leer, y todavía más por saber escribir, y todavía más por saber escribir y ganarse la vida con ello, y así sucesivamente. No: eso no crea diferencias. No se crea una categoría diferente (y por tanto, tampoco un género) de personas por saber leer, ni por saber otros idiomas, y ni siquiera por ser el autor teatral de más éxito de la década. Las categorías van por otro lado, pero eso cuesta verlo. La inercia actúa desde tiempos muy lejanos, y nos lleva a conducirnos como si siguiéramos pensando que por saber podremos. Muy particularmente, que por saber hablar mejor, podremos más.

            Así lo creyó Oscar Wilde.

            Oscar Wilde cometió el error. Hay que decir que siempre le había ido bien cometiéndolo y nada le había hecho pensar que estaba cometiéndolo, porque le funcionaba. Nadie a su alrededor manejaba el lenguaje como él; y con eso iba a ser el ganador en cualquier batalla en la que se viera involucrado.

(Continúa)