¿Lenguaje es poder? El error de Oscar Wilde, nuestro error – 3

Paca Maroto

Pero topó con el hijo del marqués de Queensberry, y se enamoró, y tuvo el gran romance. Y el marqués se enteró y se querelló con el escritor. Y hubo un juicio al que todos estuvieron atentos, porque probablemente se trató del primer juicio con gritos de periodistas a la salida y los lectores de los diarios haciendo apuestas.

Pero qué podría ir mal para Wilde, si no había nadie en el tribunal, ni en la sala, ni casi en la sociedad, que pudiera igualarse a él en idioma, en velocidad mental, en inteligencia y en ingenio. Con eso se triunfa en el teatro, y en los salones, y en el mundo académico, y en todas partes.

Hay una famosa conferencia dada por un relativamente famoso personaje de los años ochenta del siglo XX, que se tituló (y se difundió en miles de publicaciones) «Por qué los intelectuales son mayoritariamente de izquierdas». Aparte de mil y un asuntos que se incluían en el texto, la conclusión se podía resumir en la siguiente: los que ejercen profesiones «intelectuales», y se entiende entonces que no manuales o físicas, en general las ejercen porque durante su vida como estudiantes les fue mejor en las disciplinas «intelectuales» que en las prácticas como las artísticas o las mecánicas. Con esos buenos resultados fueron avanzando en su recorrido académico, que fue un camino de éxitos y de triunfos y de aplausos conseguidos sólo por su valía intelectual. Y salieron un día, por fin, a la sociedad extraacadémica, esa en la que vivimos todos. Y esa, sí, en la que no es precisamente la valía intelectual lo que más se premia: ¿quién ha visto que se paguen fortunas a un experto en lineal B, o en griego arcaico, o en lógica, o en las interpolaciones y las intertextualidades del Quijote? ¿A quién se paga más? ¿A quién se aplaude más? ¿A quién se tiene como modelo? ¿A quién quieren los suegros como yerno o como nuera? Naturalmente, al que vende más productos de su empresa, al que arregla más bujías por hora, al que canta más fuerte o baila más espectacularmente. A quien sea, menos al que muestra que el idioma etrusco no tiene secretos para él. Y eso, después de toda una vida (los veinticinco o treinta años que ha sido estudiante, desde que a los dos ingresó en un kindergarten) de aplausos y premios precisamente por esa y similares causas, no se acepta fácilmente. Es una situación demasiado clara, insoportablemente luminosa. La injusticia del mundo se ha consolidado. Se premia al más listillo, no al más trabajador. O al más fuerte o al más peinado, no al más estudioso y más sabio. Eso tiene que cambiar. ¿Y quién quiere cambiar la sociedad?

Muchos años antes de esa conferencia, Oscar Wilde se enfrentaba con buen humor a la querella que el padre de su joven amante le había puesto en los tribunales. El marqués de Queensberry, muy conocido socialmente por ser el que había propuesto la regulación del boxeo con reglas que son prácticamente las mismas que rigen ese deporte ciento veinte años después, y popular en la vida social por su alto estatuto y su campechanería que al parecer era directamente zafiedad, afirmaba que el exquisito, triunfador e intelectual Wilde había seducido a su hijo y le había obligado a cometer actos de sodomía y, en general, a vivir ese submundo sórdido y desde luego delictivo de la homosexualidad.

Pero qué le podía ir mal en un tribunal de justicia, que al fin y al cabo maneja palabras y gira y retuerce y estira el idioma, al más hábil manejador del idioma inglés de aquel momento.

Wilde asistía a las sesiones del juicio con su habitual spleen, algo más que una elegante fatiga pero sonriente, condescendiente con esos aprendices de habladores que creían que le iban a vencer. Queensberry y sus amigos eran legión. No se dijo durante el juicio que ellos querían restaurar las antiguas costumbres e impedir el avance de las nuevas, pero el juicio no fue otra cosa que esa batalla. Siempre es esa batalla, en realidad, cuando se juzgan «inmoralidades» contenidas, quién sabe cómo, quién sabe por qué, en la ley.

Y Wilde por fin iba a dar su golpe de gracia. Un poco de humor no iría mal. Todos entienden el humor. Todos entienden la ironía. Y le preguntaron: «¿Es cierto que al entrar en aquel restaurante usted se acercó al hijo de Queensberry y le besó?» Le habían puesto en bandeja el lucimiento. Podía quedar hasta elegante. Muchas veces había practicado esta figura retórica sin nombre, a medio camino de la paradoja, la hipérbole y lo absurdo. Era su momento, y contesto: «No, por Dios, había otros muchachos más guapos por ahí». 

Ni el querellante, ni los abogados, ni mucho menos el tribunal entendieron la respuesta, y entendieron todavía menos que eso tuviera que ver con la inocencia que, suponían, Wilde querría demostrar en todo momento. Muy al contrario, por supuesto.

Y ya conocemos el final de esta oscurísima historia. A veces, al repasarla, da la impresión de que no hay modo más eficaz de acelerar la muerte de alguien que seguir los pasos que Oscar Wilde siguió, error tras error, y  todos los errores compactados al final en ese chistecito ante el juez que le valió, por supuesto, las inmediatas y más duras regañinas, pero, sobre todo, su encarcelamiento y al final, tras un negro y brevísimo interludio de libertad, su pobre, sucia y fea muerte en París.

Cualquiera que se acerque en la actualidad a los tribunales de justicia, a la política, al periodismo, tendría que conocer bien esta historia que parece una fábula confeccionada por pura didáctica pero que, tristemente, resulta que es historia real y ejemplar. En efecto, los valores premiados allá en el mundo académico, o en el artístico, o en el científico, muy rara vez coinciden, si es que coinciden alguna vez, con los premiados en la sociedad de la política, de los tribunales, pero también del trabajo, de la industria y de la vida en espacios públicos. ¿Cómo es posible que tantos no lo hayan visto todavía, y se empeñen en llevar los motivos de sus premios académicos a un consejo de ministros, a un juzgado de primera instancia o a una pancarta de una manifestación popular?

A lo mejor es más error del mundo académico y artístico y científico, que tendría que encontrar el modo de no abandonar, desde luego, sus valores, pero transmitir también los que son aceptados masivamente por la sociedad. Y eso es complicado, pero no sería la primera vez que se consiguiera.