Los caciques autonómicos, prolongación del franquismo

En aquel tiempo, el poder central presumía de ignorar las circunstancias concretas y locales de las innumerables regiones, provincias, comarcas y pueblos de España. Enviaba, como casi todos en casi todas las épocas, igual que los sahs de Persia, sátrapas a las provincias, que se suponía que serían los ojos y los oídos de ese poder central. Y estos gobernadores, así civiles como militares, en general pasaban de los problemas regionales, provinciales, comarcales y locales, pero mandaban en la policía, unos, y en la guardia civil, los otros. En general no se sabe muy bien con qué criterios y con qué objetivos, porque de pronto estas fuerzas se presentaban en la cola de taquilla del cine Carrión de Valladolid y la disolvía con cargas casi cercanas en violencia a las de la Avenida Complutense de Madrid, y eso con la misma intensidad legal y jurídica con que de pronto un uniformado llevaba a empujones a un joven que se había despedido de su novia al subir él al tren, y en la comisaría de la estación le daba una tunda que le dejaba medio ciego de un ojo durante un mes. Y, mientras tanto, el firme de las carreteras con los mismos baches que en el año 40.

Se suponía que para unificar eso se pensó en lo de las autonomías. Al principio muchos de esos uniformados, y sobre todo esos jefes sátrapas, se tomaron eso de unificar como que se iba a tundir por igual a los novios en despedida en todas partes, y no más fuerte en Galicia que en Valencia. O que se escupirían los mismos insultos a los cinéfilos bajo las porras tanto en Murcia como en Zaragoza. Madrid quedaba un poco aparte, porque era sentir general de esos uniformados del orden público que los de Madrid eran unos niños bien con todo regalado y que por tanto merecían algo más de cera en todo momento y ocasión (cosa que se ha ocultado en la historia, precisamente, del ventajismo autonomista) para que se enteraran de una vez.

En definitiva, entre la estupidez de unos y la dejadez de otros, los problemas esos regionales, comarcales, etcétera, quedaban a menudo ignorados y entonces irresueltos y prolongados. Entre estos problemas se alzaba uno muy principal, que era el del nunca remediado caciquismo antiguo, que a lo largo de las décadas había ido adoptando diferentes formas y sonrisas, y recientemente más bien gruñidos que sonrisas. Al final del franquismo hubo una especie de epidemia de mala hostia que afectó, da la impresión, a toda la población. Los políticos actuales nunca hablan de ello, quién sabe por qué. Y los periodistas tampoco. Es cierto que, a estas alturas, no muchos de los que hoy siguen en activo estaban entonces despiertos o siquiera vivos. Pero ya podría alguien haberse interesado alguna vez por este detalle, que como mínimo ilustra algunas particularidades de la vida cotidiana de la época. Todo era mala hostia por todas partes. Pero mucho más mala que apenas cinco años antes. Todos, en todos los niveles desde la ciudadanía sin graduación hasta concejal, y más allá, y no digamos ya los individuos con mando y porra (o pana y escopeta, que a menudo coincidían con los anteriores) parecía que habían olvidado la amabilidad e incluso el civismo elemental. Todos gruñían y parecía haber una competición por ver quién se mostraba más fiero, más fiel (a no se sabía muy bien qué), más combativo (cada cual según su «encuadramiento»).

El caso es que los sátrapas y todos sus cortesanos notaban, como todo el mundo, que el régimen aquel se acababa; y hacían lo posible para que no se acabara, y eso determinaba que forzaran más la nota de fiereza, de firmeza y de todas esas cosas que los himnos de autoridades y dogmas siempre han alabado. Los caciques regionales, comarcales, etcétera, habían conseguido la alianza casi automática de esos sátrapas. El contrato era bifronte, como todos. A un lado, estaban los figuras locales, que antes incluso de que el sátrapa hubiera deshecho la maleta ya estaban sonriéndole, invitándole a cacerías, y proponiéndole «A mí deme usted mando y verá como en esta provincia no tiene usía ningún problema». Al otro lado estaban los cortesanos del enviado, que inmediatamente se ponían a investigar la peliaguda cuestión: en esta provincia, quién corta el bacalao, qué familias mandan, con quién hay que hablar para que no dejen que los otros se desmanden. Así que muy pronto muy pronto en aquel régimen, y además, contra lo que algunos afirman, también muy al final muy al final (y por los años intermedios no menos, claro) sería ese régimen todo lo centralista que se quiera decir, pero en muchos asuntos y realidades no era más que una prolongación de aquel caciquismo de la Restauración, que, por si alguien todavía no lo ve, habrá que aclarar que es todo lo contrario del centralismo.

Eterna paradoja del Estado centralista: a base de concentrar toda la gestión en un lugar, acaba abandonando el conocimiento de todos los demás: y deja a estos, en consecuencia, bajo las garras impunes de los facinerosos, los matones, los privilegiados y los más chulos del lugar. Que, se supone, es todo lo contrario de lo que desea un régimen centralista. En algunos casos de virguería administrativa, como el soviético y afines, lo que sabía muy pronto el facineroso local era que podría seguir siéndolo con tal de que se afiliara, se hiciera y se dijera miembro del Partido: pues me hago miembro de lo que haga falta. Y esa era su parte del contrato con los sátrapas enviados desde, en ese caso, el comité central.

Lo mismo en todas partes, y a menudo ni siquiera con diferentes collares.

Y con muchos más lectores de Sagasta y de Joaquín Costa en aquellos parlamentos de la Transición que en los parlamentos actuales, y también con más ingenuidad, una enorme parte de la que se pudiera llamar precisamente «ideología de la Transición» estuvo apoyada en acabar con esos caciquismos y esa impunidad del señor de comarca que a nadie debía rendir cuentas en tribunal de justicia alguno, más que el que él mismo encarnaba, y mucho menos en Tribunal Supremo de esos de «allá por Madrid» (y no digamos en Tribunal de Cuentas alguno). Nuestras organizaciones del partido en cada región, con su relación con los «órganos» (Kundera se pitorreaba de esto) centrales serán garante de que no se van a repetir esquemas del pasado (y bla, bla, bla: lo que no ha cambiado casi nada desde la Transición hasta hoy ha sido la jerigonza publicitaria de la política).

Pero ¿quiénes formaron esas organizaciones nuevas-nuevas, de nueva planta, de esos partidos en esas regiones, provincias, comarcas y pueblos? ¿A quiénes se dirigieron los de los partidos para atraer a su causa, conocido de antemano que eran personas de influencia y poderío en la región que convendría tener del lado de uno? En efecto. A esos.

Y así seguimos hoy. Como si hubiera pocas pruebas del presente de que el negociazo autonomista es un tejemaneje de pasta que va y que viene, y que al cabo de cuarenta años, y muy recientemente con la epidemia, por ejemplo, ha dado sobradas pruebas de que no sirve para todo, sino que a menudo, incluso, dificulta la solución de los problemas, bastaría recorrer las genealogías de los potentados locales actuales de las diferentes autonomías, y nos íbamos a encontrar con que… nada nuevo bajo el sol.

Pero muchas carreteras siguen con los baches de hace cuarenta años.