¿Lucha de clases, lucha de edades?

Ramón Nogués

Han empezado a cundir en el último año los manifiestos individuales de personajes del mundo de la economía, todos de generación X menos alguno, contra los boomers. Desde el verano de 2020 hasta este mes de febrero pasado, hemos podido leer en muy diferentes medios de prensa y difusión de más de ocho o diez países occidentales, entrevistas, declaraciones, reseñas de conferencias o incluso directamente columnas escritas por cuarentones jóvenes dedicados al mundo de las financias, la intermediación financiera, la banca, la bolsa y comercios sucedáneos de estos, declaraciones o escritos en los que se pide directamente que se retenga o se aminore o hasta se anule el pago de pensiones de jubilación a los boomers a los que ya les está llegando la edad. Si se quedara en esto, no sería más que el clásico y frecuente eructo economicista de los que se dedican a esas cosas.

Ahora, en la época de la pandemia, que coincide con la definitiva invasión en la sesentena de la generación del boom, se ha añadido al eructo una ventosidad de la categoría infame: esto «debe ser así» porque los boomers se han portado egoístamente a lo largo de su vida, y en la actualidad, igualmente, acaparan los sueldos altos y los puestos de decisión, y así no hay quien prospere más que ellos. Cito de memoria, pero casi literalmente.

Como por casualidad, hemos podido acercarnos desde hace años a algunos profesionales de esta tribu, algunos que ahora ya son octogenarios o casi, y algunos más, inevitablemente, boomers, y alguno más cerca de la generación X. Todos gente civilizada y leída. Y de todos hemos obtenido, con unas palabras o con otras, el mismo diagnóstico algo humorístico, pero serio, de cierto sector de su colegas: a este mundo de la finanza se acercan muchos jovencitos alucinados con las películas de brokers con ferraris y mucho sexo, con mansiones con muelle propio en Miami, o con imperios en plan Falcon Crest en los que, si ellos mueven un dedo, se ejecuta a unos cuantos rivales. Pero les contratan en una oficina, o entran en un banco, o se meten en una agencia de bolsa, y ven que empiezan de juniors pringados, y si lo hacen bien los pasan a los dos o tres años a juniors con un pringado por debajo de ellos, y van siguiendo el escalafón, que lo que tiene son sueldos normales (no digamos en banca), muy normales, y que si todo va bien van subiendo con la antigüedad, y puede que de vez en cuando les llegue alguna paga de beneficios o alguna gratificación, pero nada más: nadie se forra con esto, excepto un tío raro al que le ha caído el soplo del siglo acerca de una inversión extravagante en Botswana, igualito que si le hubiera tocado el gordo de la lotería. Pero es como si todos aspiraran a ser ese tío raro: es que es ese tío raro y no los otros el que muestran en las películas; igual que, ya que hablamos de boomers, tantos de estos, en su primera juventud, se metieron a medicina por la serie del doctor Gannon, y cosas así de bobas.

¿Qué nos revela esto? Una educación muy deficiente, desde luego. Pero lo que produce en ellos inmediatamente es, por supuesto, frustración y rabia. Han estudiado una carrera, en el mejor de los casos fácil aunque aburrida, en el peor planteada con seriedad y algo más difícil, siempre con la meta del forrarse esperando al final. Y eso no existe. Y nadie les ha dicho, al parecer que eso no existe.

Esto se parece mucho más de lo soportable a lo que sucede en política en los últimos quince o veinte años. Los antiguos conceptos de meritoriaje, aprendizaje y similares, que denominaban en este o en aquel contexto nada más que las inevitables e imprescindibles etapas de incorporación a la sociedad, fueron suprimidas de golpe. Es muy posible (y los que las pasamos en nuestras profesiones desde luego que lo creíamos entonces) que estuvieran necesitadas de reformas radicales, porque a menudo no eran más que maniobras apenas encubiertas de explotación, por supuesto, cuando no, simplemente, de envanecimiento y compensaciones varias de los veteranos psicópatas. En fin, con esta forma o con aquella otra, o con alguna nueva que alguien se inventara, es lo mismo: no se puede pasar de alumno de guardería directamente a la presidencia de un partido político, o de una empresa, o de las fuerzas de seguridad, o de los institutos económicos, o de la sanidad.

A la realidad de la sociedad se accede gradualmente, y si no, no se accede: se simula. De modo que la figura política más frecuente de la actualidad es la del joven militante que no es capaz no ya de jerarquizar, sino ni siquiera de entender qué es jerarquizar y por qué hay que hacerlo entre el derecho constitucional a la vivienda y la obligación de pagar el contrato de arrendamiento que, como inquilino, has firmado. Lo cual no significa, en estas páginas, que el que no pague que se quede en la calle, sino que el camino será, más que condenar a la hoguera a la democracia en la se exige el cumplimiento de los contratos, como si este cumplimiento fuera una acción antidemocrática, poner en práctica medidas (complejas, desde luego; complejísimas) políticas y económicas que lleguen a permitir ese derecho a la vivienda y esa obligación de cumplir lo firmado. Y las frases maximalistas con las que la primera juventud protesta ante el descubrimiento de las realidades no muy a menudo ideales de la sociedad y del mundo han pasado, asombrosamente, a los trípticos y los panfletos y los cuadernillos de partidos políticos que incluso alcanzan el poder.

Quizá no haga falta calificar el fenómeno, aunque su proliferación y su asentamiento no deja de sugerirnos que pudiera ser necesaria tal calificación; y además, habría que encontrar el modo de enseñar consistentemente algo que está en el fondo de todos estos comportamientos infantilizados o adolescentes: la noción de que no porque una democracia no lo tenga ya todo (o más bien todo lo que un diseño ideal e irreal de sociedad quiere que tenga) no es democracia, es decir, que no es lo mismo no tenerlo ya todo que no tener nada. Y que como en mi barrio han desahuciado a unos vecinos y conocidos y eso me ha dolido, esto no es una democracia y hay que derribarla y sustituirla por… ¿qué? Aquí, y cuando se cumplen años, y se tienen hijos, se acaban estos gritos.

Las acusaciones de los ultraliberales de la generación X contra los abusones vitalicios que, al parecer, son los boomers, pertenecen a este mismo tipo de estupidez. No miran a la realidad de las cosas ni de las personas ni de la historia, sino exclusivamente a sus nóminas y a su incompetencia personal: ¡por supuesto que resolver la financiación de las pensiones de tantos millones de personas es de los asuntos más complejos a los que se han tenido que enfrentar los poderes públicos desde hace un siglo o más! Pero estos ultras X ¿qué se habían creído? ¿Tendremos que explicarles lo que desconocen (o no desconocen, pero no les conviene reconocer, para sus bonus y su incompetencia profesional, que lo conocen)?

¿Quién ha estado pagando las pensiones de todas las generaciones anteriores a la del baby boom?

¿Quién, al acceder al mercado de trabajo por edad, allá a mediados de los setenta, se encontró un mercado que sistemáticamente le respondía: estas son mis mierdas de condiciones, o las aceptas tú o cojo a cualquier otro, que aspirantes los tengo a miles?

¿Quién oyó lo mismo, una vez tras otra, al intentar alquilar un piso que, al llegar esta generación a ese mercado, había subido de un día para otro a diez o quince veces la cuantía del alquiler de apenas un año antes?

Es posible que, en esta nueva versión de lucha de clases o de lucha de sexos estilo metoo, o quizá mefirst, se produzca la misma ceguera selectiva que en estas: entre la maraña de argumentos supuestamente técnicos, resulta que no comparecen, por ejemplo, las consideraciones acerca de quién ha pagado la transformación de aquel mundo de los años cincuenta en el de los años noventa y los años dos mil en el que estos X se han criado. ¿No se les ha ocurrido pararse a calcular la inmensidad inmanejable de la cifra que la generación del boom se ha dejado en impuestos y en seguridades sociales a lo largo de los cuarenta y pico años de actividad laboral, por cierto insegura y peor pagada que cualquier otra anterior a ellos? ¿Y quién ha financiado las autopistas que no existían hasta, casualmente, los años noventa? ¿O los trenes de alta velocidad? ¿O la sanidad pública universal sin excepción? ¿Y sus escuelas públicas y sus universidades públicas?

¿Cómo era el mundo en el que nacieron y se criaron los boomers, y quién financió con sus impuestos y creó con su trabajo que el mundo en el que se criaron los X, incluso los ultraliberales, fuese tan absolutamente diferente e incluso opuesto?

De eso serviría estudiar historia, claro. Por eso los planificadores X de la enseñanza la desdeñan, quizá.