¿No enfadar al matón?

Paca Maroto

Hay algo raro, un soniquete desagradable, una insinuación difícil de definir, en las expresiones de preocupación del periodismo occidental ante las posibles reacciones de Putin tras un avance o un pequeño o gran éxito de Ucrania en la guerra. «Cuidado, que le estamos acorralando y no le va a quedar más remedio que usar su arsenal nuclear»: me parece que esto resume bien lo que se está diciendo de unas u otras maneras. Hay algo raro. Imaginemos que se soltaran miedos así el 7 de junio de 1944 o el 1 de abril de 1945. No, cuidado, nos hemos pasado, hemos apretado a Hitler hasta su búnker, no era para tanto, su respuesta va a ser chunga, mejor retrocedamos y démosle aire. O en tantas otras ocasiones bélicas y parabélicas que hemos vivido.

¿No es esto una expresión muy pulimentada del que puede que se trate del mayor problema de las sociedades democráticas europeas? Andamos así desde hace décadas, primero con nuestros terrorismos interiores, y a continuación con los que vienen de fuera, o a lo mejor algunos no de fuera pero sí de culturas que no se sienten del todo compatibles o cómodas con nosotros y nuestros tangas, nuestros vinos, nuestro jamón y nuestro despelote.

A propósito de tangas y despelote: ¿por qué coinciden tanto los lamentos y las condenas de esos que se inspiran en Coranes de este matiz o de aquel, con los lamentos de las que ven en cualquier exposición de nalgas o de pechos femeninos, o de paquetes masculinos, o cualquier mirada heterosexual admirativa, un acto punible? Es muy de sospechar que nunca terminará de aclararse esa conexión, pero el que no la vea es que está ciego. Habrá que estar vigilantes, porque es corto el recorrido entre la desaprobación vehemente, la frustración de no ser obedecido, y el castigo proporcionado por las propias manos, como vemos fácilmente en el caso de las normas que dicen coránicas y sus autoelegidos paladines. Hombre, lo del castigo con las propias manos ya se está ejerciendo, aunque no haya valor para llamarlo así, en el caso de las cancelaciones artísticas o literarias y similares. Incluso hay algún caso en el que los tribunales de justicia regulares han investigado hechos y han acabado por negarlos y por absolver al acusado, pero este ha seguido, y parece que ya para siempre, condenado al ostracismo. En realidad, más de un caso: condenado a ser ignorado, y ojo si uno no le ignora, que ese uno se va a ver muy probablemente también castigado. No nos pilla de sorpresa que haya grupos con más poder que otros, y que en unas épocas el poder lo tenga un grupo pero luego lo tenga otro. Bueno; ahora lo tienen esos grupos que sólo admiten como expresión del deseo sexual la suya. Igual que las sacristanas de antes, ¿os acordáis los más viejos?, y desde luego no sólo las sacristanas, sino toda esa cabaña ganadera que estas dominaban y tenían como infantería: Carmen Polo de F. fue, probablemente, uno de los más grandes modelos e inspiraciones de ese sacristanismo. ¿Cuántas gilipolleces pacatas, meapilas y beatorras llegaron a ser ley sólo porque (rumores dixerunt) a doña Carmen le molestaba tal o cual conducta o actitud o palabra, desde su muy contrastada y experta autoridad de palurda eclesiófila de provincias de principios del siglo XX?

– No, Paquito, no; te lo digo en serio. Deja de mirar el fútbol y hazme caso: no. Eso de los bikinis…, no; qué quieres que te diga. Allí fuera, en Francia o en Holanda, pues mira, lo que quieran, que ya están condenados; pero aquí no. Que no es cosa nuestra, que eso no es español, y sobre todo que ¿adónde lleva? Pues a que de aquí a un año todas en estado. Así que…, no -se desesperaba Polo, inspirándose para entonar, avant las décadas, en una cosa similar a ella pero de apellido Ferrusola, que hablaría así en la tele catalana acerca de la posibilidad de tener un presidente regional que hubiera nacido «fuera».

– ¡Gol! -contestaba Paquito, no del todo centrado en lo que cotorreaba Polo.- Llama a Carlitos Arias y díselo a él, a mí qué me cuentas.

Lo del bikini no prosperó, quiero decir como ley, pero desde luego en los ámbitos más reducidos, en tu pueblo, entre los de tu familia o barrio, hubo miles de conflictos con la joven de la familia que había decidido dejar atrás la infancia obediente por la vía de bikinarse, para espanto de las tías carnales y de algún que otro tío, y consecuente bochorno de la madre y a menudo del padre, que no sabían cómo explicar a sus parientes de dónde salía la indecencia de lo que estaba haciendo su hija; hasta que alguno caía, normalmente años más tarde y cuando el mal ya estaba hecho, en que no tenían por qué explicar nada, por lo menos acerca de sucesos de importancia menor que la de tener un hijo asesino múltiple o cosa así.

Pero había que comprenderles. Estaban sufriendo a su alrededor una transformación de sociedad y de costumbres tal que no era fácil de asimilar, y por eso reaccionaban… ¿cómo? ¿Cómo reaccionaban? Tolerando al matón, al impostor, al abusón, al estrecho, y volviéndose hacia el inocente para que este dejara de hacer lo que al matón le irritaba, no fuera a ser que, en efecto, se irritara. Quizá ya entonces hubo algún tío lúcido que denunció esta intolerable tolerancia hacia el abusón; pero no se le oyó demasiado. Desde luego, pasados los años (que es la maldición de este problema), fue extendiéndose cierta constructiva incomodidad: ¿por qué siempre hay que comprender al matón, por qué siempre hay que tener cuidado con él, por qué hay que vigilar mucho las contestaciones que se le den, no vaya a ser que se enfade más? ¿Por qué no mejor hacer lo que sea necesario para que deje de ser un matón?

Menudo modelo.

Modelo de ciertos grupos autodenominados «progresistas» que, lejos del territorio aquel y de los peligros, sermoneaban entre absenta y absenta que a los de ETA había que comprenderlos, porque la represión policial en el País Vasco era así y asá… (claro; en la DGS trataban a los detenidos con mayordomos y catering del Palace); modelo de consuelo y descanso de otros, que no entendían las llamadas al orden y a la disciplina hacia ciertos miembros del ejército que se negaban a aceptar la democracia (que por cierto nunca les retiró la graduación ni el sueldo ni la pensión), porque, pobrecillos, habían hecho toda su carrera desde la Guerra Civil, y esto les resultaba demasiado nuevo. Un modelo siempre a disposición de retrasar un cambio, de retardar un movimiento, de entorpecer un placer, de dificultar una mejora, de ensombrecer una alegría. Siempre favoreciendo que las cosas siguieran como estaban, que sigan como están, cuando están mal.

¿Hay que comprender a Putin? ¿Hay que comprender a los ayatolas? ¿Hay que comprender a los carlistas con garrota de la comarca? ¿Hay que comprender a los universitarios envanecidos y arrogantes metidos a legisladores? Ah, es que qué peligro tienen todos; no hay que enfadarlos.

No hay que enfadar a Putin. No hay que contraatacar.

¿O es sólo un asunto de quedar como el más listillo, como aquel de TVE que la misma noche del Bataclán ya estaba llamando a no caer en reacciones antimusulmanas? Porque a veces, queriendo quedar solamente como listillos, estos todólogos no se dan cuenta de que quedan como simples canallas.