No llevaremos las maletas

Ramón Nogués

En las últimas semanas ha habido varias expresiones como de inseguridad (probablemente no), o de autoanálisis (prácticamente descartado), o simplemente tácticas (casi seguro que sí) por parte de señaladas fuentes del feminismo más publicado, coincidentes todas en el intento de transmitir una cosa que se parecería mucho a una duda, si no estuviéramos hablando de un universo tan cerrado y apegado a los dogmas como ese del que estamos hablando. Por ejemplo, una columna en El País de Estefanía Molina titulada, nada más y nada menos, No todos los hombres son iguales, que comenzaba con el más estrepitoso «examen de conciencia» que hemos conocido en ese mundo: «Algo habremos hecho mal porque es la segunda vez que un amigo (…) me pregunta con apuro, casi esperando una brutal reprimenda:»¿Te ofendo si te llevo la maleta?»» Cae uno de hinojos y con los ojos encharcados ante la epifanía tantos años esperada. Ha habido otras expresiones de variada cualidad, que han coincidido en fechas con esas olas de calor de hace poco, y además todo a la vez que el estreno de la maratonizable e infame serie Intimidad, de excelente producción e insuperable factura, con actores (sobre todo actrices) de una calidad apabullante, se diría que todos (más bien todas) en el momento perfecto de sus vidas profesionales para ese trabajo, y una realización que incorpora todas esas cosas bonitas que denuncian como bonitas nuestros compañeros veedores, por ejemplo de las series policiacas británicas. Esta serie va de difusión delictiva de videos sexuales. Dos mujeres que no se conocen sufren la agresión, y la primera se suicida (sale al principio del primer capítulo), mientras que la segunda, política de lo más encumbrado, aguanta y aguanta las burlas y el desprestigio que eso le causa. A lo que vamos aquí y de momento es a que en toda la serie, que son casi ocho horas, no sale ni un solo varón que sea medianamente tolerable como ciudadano con derecho a voto, por decirlo de algún modo. Y casi ni con derecho a andar libre por la calle. Aun así no son todos los varones de la serie iguales: los hay definitivamente imbéciles y retrógados: el alcalde, los concejales, los tipos del partido (que atufa a PNV pero ya sería demasiado pedir que la serie, vasca en alta proporción, se atreviera a decirlo tan claro como se habría dicho de un partido local en cualquier otra región, o casi en cualquier otra región); es además un cabrón con pintas el padre de la protagonista agredida, que es jurista algo así como déustico (pero tampoco se dice con claridad) y que es un canalla como sólo puede serlo un varón; y hay más por ahí. A continuación están los idiotas aniñados prácticamente de baba caedera, que son, ahora que lo pensamos, los menores de 40 años o quizá de 35: los novios o rollos o exmaridos de las protagonistas, los amigos de estos, los ex-ex-ex-novios, todos muy de hoy y aparentemente mucho menos amigos de los modales estilo Getxo que los concejales aquellos y, ahora que ya no cuela lo del tópico pañuelo palestino para marcar edad y creencias, muy de jersey holgado de muchos colores y pelo rizado hacia arriba. Pero la serie es magnífica. Aunque incluye cosas que, puestas en simétrico, habrían provocado el cierre de la plataforma por la que se difunde, la sanción mortal a las productoras que la han hecho y probablemente el ostracismo definitivo de los actores (no olvidar que hasta un showman como Ramoncín no ha sabido distinguir entre el personaje que interpreta Imanol Arias y el actor Imanol Arias en Cuéntame, hace pocas semanas): la prota, la política, que lleva cuatro años en los trámites de separación del padre de su hija quinceañera, y que es uno de los babosetes, le dice a él en un momento dado: «¿Sabes que ser tan buen tío te hace muy sexi?» Una vez más, tenemos que ir a urgencias a que nos reanimen, sólo por pensar en que los sexos fueran los contrarios en esa escena. 

Pero estábamos en que puede que «Algo habremos hecho mal»: pues sí, cosas como esta serie tan perfectamente producida. O como proclamar entonces, y seguir proclamando el mismo 15 de junio pasado «No sé por qué les darán tanto miedo nuestras tetas a los hombres», después del bochornoso episodio de censura de un escote en TV3, escote de la portavoz del gobierno de la Generalitat, que mostraba caudaloso canalillo AMDG. Precisamente, tras la subida con imperdibles del tal escote en una pausa publicitaria, y tras las protestas y las mofas por el incidente que de tan rancio no es fácil de creer, la defensa de la muy progresista catalanía se ha reducido a adjudicar tal censura digna de 1969 a… sí, los hombres y su miedo a nuestras tetas. ¿Quién dijo miedo? ¿Quién dijo tetas? Ah, sí, gentes muy señaladas de la política ministerial de ahora mismo. 

Y todos los hombres preguntando: ¿qué dice esta de miedo?

Y todas las personas normales e intelectivas preguntando: ¿a qué viene eso del miedo a las tetas?

Estos son modelos de las cosas que se han hecho mal.

¿De verdad alguien puede hacer congruentes las afirmaciones de la rijosidad general del sexo masculino con ese quimérico miedo o, mucho menos todavía, con la orden de subir un escote con imperdibles? ¿Es que no hay luz en esos cráneos? ¿Y con la habitual acusación de mirar y mirar y «sexualizar» (?) y ese combativo quita la mirada de mi pecho y ese clásico la selección para el trabajo la hacían mirándote a las tetas, con ese absurdo miedo?

Son muchas cosas como estas las que se han hecho mal.

También se ha hecho mal eso de tomarse como si tal cosa aquel artículo intolerable titulado intolerablemente Por qué violamos los hombres. Violará tu…, majete; aquí nadie ha violado a nadie. Le hemos dado miles de vueltas y sólo hemos encontrado una posible simetría (lo de jugar al espejo es una disciplina intelectual de lo más fructífera): Todas las mujeres son unas putas. ¿O no? ¿Por qué esto suena tan mal, pero lo otro no?

Porque se han hecho muchas cosas mal.

Todas ellas con el resultado de enajenarse la fuerza, la convicción y el compañerismo de casi todos los varones, que son los que están y creen en ese mundo de igualdad y justicia; y las que no lo saben, a lo mejor es que frecuentan menos ese «mundo de los hombres» de lo que dicen, o de lo que les haría falta para hablar de él con esa pedazo de autoridad de la que hablan.

Que probablemente hace falta ser muy didácticos ante ciertos cenutrios (o simples bestias, o lo que se quiera, claro), pues sí, probablemente. Pero se ha cometido un error monumental al jugar, quién sabe por qué, a suponer que lo de cenutrio era algo que iba con el sexo. Además, se han complicado hasta lo inmanejable las cosas al liarse con eso de los géneros y las transiciones y las tolerancias e intolerancias de unos «transicionados» hacia otros, «transicionados» o sin «transicionar». Es verdad que se podría haber previsto que las nuevas realidades humanas iban a ser tomadas al asalto por los normorréicos habituales, que no saben acallar su TOC legisférico nada más que obedeciéndolo, y están a punto de soltar un decreto ley sobre el largo de las corbatas, esa fálica amenaza vestimentaria. Sea como sea, alguien tiene que poner coto a esto: ni todos, ni muchos, ni la mayoría, ni casi ningún hombre es un violador ni un maltratador. A no ser que se interprete como maltrato el decir «no» a una mujer, que ya hay quien ha sugerido cosas muy cercanas y muy al desgaire, como para que no quede constancia y no se pueda hacer cita reglada de ello. 

Que sea doloroso para la víctima mujer el hecho de difundir un vídeo sexual de ella parece que ha aniquilado por completo la percepción de la realidad de que también es algo que se les hace a los hombres (por ejemplo, al actor Santi Millán no hace ni un mes); y de ello, por favor, profiéranse  menos gritos, porque no se pide con esta afirmación ese tópico «ya estamos como siempre, el hombre aprovechándose» etcétera, sino un elemental y por cierto imprescindible ejercicio de ecuanimidad. Así como el mismo hecho de las agresiones sufridas por las mujeres por ejemplo en días de fiestas en los pueblos ha apagado la realidad de las agresiones sufridas durante esos mismos días por los hombres, aunque estas en general sin componente sexual (pero no por ello dejan de ser agresiones, aunque sólo por eso es como si de golpe ya no existieran). No vamos a humillar aquí a nuestro inteligente lector, porque las cifras están a disposición de todos en mil webs. Así que se ha conseguido, porque «algo habremos hecho mal», que muchos y sobre todo muchas tengan la impresión de que sólo se agrede a la mujer, y que no hay más delitos que ese, y desde luego unas cuantas veces con el componente de violación, pero muchas otras no.

Se ha salido por completo de madre el tratamiento publicado de estas materias y de otras que no deberían ser eso que se suele llamar «afines» pero lo son, como eso que Catherine Deneuve llamó acertadamente «ligue torpe», e incluso mucho, mucho, mucho menos. El colmo es la invención del término «micromachismo», que es una genialidad  publicitaria, pero una aberración ética y política, porque no se soporta su existencia y su operatividad si no comparte el mundo con otros de la misma familia que forzosamente deben coexistir, como microagresión, microdesprecio, microinsulto y muchos otros micros, que no son más que la versión léxica sofisticadilla de aquellos 12 segundos que ya hace tiempo pusieron en algunas universidades estadounidenses como límite máximo de una mirada de un tío a una tía para que esta fuera o no considerada como eso, como «agresión» o  calificación similar. Leticia Dolera, que sin comerlo y sin beberlo se vio aupada durante cierto tiempo, quizá gracias a su pequeña serie (en la que el macho padre de su hijo es, precisamente, un discapacitado; tiembla el misterio de pensar que se hiciera una serie con un macho no discapacitado que es padre del hijo de una discapacitada, ¿cómo puede ser que no se haya comentado esto?) a portavoz de una temporada de estas materias, entró en el plató de Risto Meijide en directo, y este le dijo: no sé si decirte que vienes espectacular de guapa, porque no sé si eso sería un micromachismo. Y ella respondió a la velocidad del rayo: ¿ves? Pues incurres igualmente en micromachismo porque dudar de eso es micromachismo. ¿Hacen falta más ilustraciones para entender lo que hay ahí debajo?

Algo se habrá hecho mal, sí, cuando toda la mitad de la población sólo se puede ceder el paso en la puerta del súper entre ella (los varones) pero ya nunca a alguien de la otra mitad (una mujer), porque en efecto hay miedo a la reacción. Como a coger las fresquillas que se le caen a una joven al ir a pagar en la caja: ¿Qué te pasa? ¿Es que crees que no me basto sola? Esto no es un incidente imaginado, y sí es real y verdadero, y además modelo y molde de otros miles que cualquier varón de esta sociedad ya ha tenido que vivir como consecuencia de las exageraciones y los descarrilamientos conceptuales de los discursos que son, aunque camufladamente, de privilegios.

No sé qué tendrá que pasar para que los varones puedan volver a ser corteses y educados  no solamente entre ellos.