15 Oct ¿Problemas complejos, soluciones fáciles?
Rafael R. Tapia
Se vuelve a hablar y a escribir últimamente acerca de eso que desde hace tantísimo tiempo se llama la tentación totalitaria. La acumulación de problemas sin resolver y, sobre todo, la naturaleza de algunos de estos, que hace que no sólo parezcan irresolubles con las herramientas democráticas sino que, además, sugiere un modo por el que podrían resolverse, lleva a muchos, o quizá a todos, a coquetear de vez en cuando con la idea de suspender la democracia, como algunos ya han dicho, para tomarse un tiempo autoritario durante el cual estos problemas se resolverían, tiempo pasado el cual quizá se volvería a la democracia.
Esto está sucediendo, y está sucediendo en las convicciones y en los discursos de muchos, y además se puede detectar en encuestas demoscópicas y hasta en resultados electorales de los últimos tiempos. La gente está harta, con toda razón, de no poder costearse la vida con su sueldo, que apenas le da para elegir entre el alquiler o todo lo demás. Y en muchos casos ni eso, por supuesto. ¿Qué jugada perversa es esa de condenarnos a trabajar para ganarnos el pan y, a continuación, poner un precio del pan superior a nuestro sueldo? ¡Es que parecemos estar viviendo en un episodio sin fin del Germinal de Zola! Y desgraciadamente, o afortunadamente, no hay un Dios al que achacárselo. Lo hacen y lo han decidido y lo mantienen así personas muy concretas y con un DNI igual al de cualquiera de nosotros. Nos hemos acostumbrado a ello desde aquellos finales de los años setenta, en los cuales accedió al mercado de trabajo la inmensa mayoría de los que hoy componen la masa laboral, y hoy están cerca o muy cerca de llegar a la jubilación. Todo han sido problemas con esa generación que, por numerosa, ha encendido la codicia y la delincuencia de caseros, empleadores, fabricantes, vendedores y hasta de inspectores de Hacienda con ganas de ascender. Empezaron aceptando trabajitos, como casi todos lo han hecho desde entonces (no los anteriores, que entraban con la carrera ya diseñada en las empresas) con un sueldito de mierda pero que les daría lo suficiente para juntarlo con otros amigos con suelditos de mierda similares y entre todos pagar un alquiler y algo de arroz y huevos en el supermercado. Los siguientes a esos trabajitos de mierda fueron otros trabajitos, quizá en ocasiones algo menos de mierda, pero no así sus sueldos, que para qué los iban a subir, si ese ganado ya se había acostumbrado a cobrar así de poco (conversación oída a un metro de distancia, mantenida entre dos agentes de cierto mando de un departamento de personal de una empresa, en pleno proceso de examen de candidatos a trabajar, precisamente en aquellos años). No hay que caer en la tentación simplificadora, por otro lado. Naturalmente que muchos de esas edades lograron salir adelante y alcanzar cierta normalidad laboral, y por supuesto algunos de ellos lograron ser los sustitutos, en funciones y en premios, de los grandes prebostes que fueron jubilándose. Pero ¿hará falta argumentar sesudamente que la situación general siguió siendo, fue, y llegó hasta la actualidad con formas y cantidades que ya estaban deformadas hacia abajo? Hoy todo el mundo se toma como normal, aunque en general, por otro lado, considera indignante, que un sueldo no te dé para vivir.
Hay que parar las maquinarias el tiempo suficiente para sentarse y pensarlo con calma: eso no es ni natural ni culturalmente admisible.
Y entonces se desatan los caballos de la comodidad y del miedo, y todos relinchan mil y una razones, por cierto todas manchadas de moral de vertedero, para explicar que las cosas son así por la misma actitud de los que cobran ese sueldo, que harían mejor en quitarse esos y aquellos gastos, que así cualquiera tiene dificultades para llegar a fin de mes. Lo remata un idiota presidente de una enorme empresa de distribución y cobro de energía eléctrica, que entre sus diversas trampas y abusos ofrece una tarifa fija para el que la quiera adoptar, tarifa que ha resultado ser una mala solución porque al final hace pagar más a sus usuarios: y va ese presidente, en una conferencia pública, y junto a un amiguito de apariencia similar ríe a carcajadas llamando tontos a los consumidores que optaron por esa trampa. Como si hiciera falta que alguien escenificara tan groseramente y con tanta villanía la obra dramática de las pesquisas de por dónde se esconden los malos.
Esos son malos de la peor especie, porque ni siquiera han puesto su dinero en la empresa que dirigen. Pero manejan criterios, moral e intenciones (que permanentemente bordean la delincuencia) que expresan como si fueran sus bolsillos personales, su inversión personal, lo que tienen que proteger cuando despiden a miles o casi estafan a millones (por no entrar al detalle de que sus sueldos a menudo suponen la misma cantidad que la suma de doscientos o trescientos sueldos medios de su empresa; a propósito: ¿por qué?)
Y al otro lado de todo esto están los que ponen su dinero, ahorrado del propio trabajo, salvo en excepciones contadísimas, para abrir una tienda de videojuegos o de carcasas de móviles o de pasteles o de zapatos, y contrata a dos empleados con un coste de contratación que, para empezar, impide pagarles sueldos mayores. Vea cualquiera en cualquier ejemplo de los miles y miles que hay a mano cuáles son esos costes y hasta qué punto hay que estar loco o quizá simplemente tener ahorrado y protegido 500 veces el coste de instalación y corriente de los primeros dos o tres años del negocio para poder abrir uno; porque, de no tener ese ahorro, vas a cerrar en un año y además con deudas.
Todo esto es el vistazo de un ejemplo modelo de problema que parece irresoluble, pero que todos sabemos que se va a tener que resolver antes o después, porque esto se opone a la supervivencia de la democracia.
¿Y por qué decimos que es el modelo? Porque aparte de su laberíntica naturaleza, añade a continuación una especie de invitación, se diría, a que todos proclamen con grandes exclamaciones cosas como «eso lo arreglaba yo de una vez», «no hay derecho y vamos a arreglarlo con un golpe en la mesa» o, recientemente, «vamos a emitir un decreto-ley».
Y no.
Es un problema casi fundacional no ya de las democracias, sino de las sociedades humanas organizadas sea cual sea su forma política. Pero eso no nos disculpa de intentar resolverlo. Principalmente porque ahora mismo, acabando el primer cuarto del siglo XXI, estamos en una nueva fase de catástrofe, como las de los años treinta de hace un siglo, o los años sesenta del siglo XIX. ¿No parecían las cosas, por ejemplo estas cosas de la dignidad laboral y la posibilidad empresarial, encarriladas por el modelo europeo a partir de mediados del siglo XX? La organización funcionaba: cada uno pagaba su parte de impuestos y de protecciones sociales y… hoy no se sabe cómo, las gentes salieron de la pobreza, y comían todos los días, y hasta nació, creció y se desarrolló el llamado consumismo, que no fue otra cosa que el signo definitivo de prosperidad.
Y hoy, el que diga que tiene la solución, miente.
Como mínimo hace falta la reunión de diez o doce campos profesionales, instituciones y pensamientos diferentes, y técnicos de muchas áreas, para empezar a dibujar en qué dirección parecería que se podría acabar llegando a la solución. No hay un listo que sólo con ese golpe suyo sea capaz de arreglarlo.
Algo que, por otro lado, es una de las características de las sociedades democráticas avanzadas: los problemas que no pertenecen al conjunto de problemas de resolución ya automatizada son tan extremadamente complejos que no puede un gobierno solo contra ellos, ni una unión de dos gobiernos, ni de dos instituciones ni centros de análisis. Exigen la reunión de muchos agentes para su resolución.
Esto es sabido desde hace ya dos o tres décadas, por lo menos en las conversaciones de filosofía política, entre otras cosas porque es lo que caracteriza, y no otra cosa, los tiempos de la llamada democracia avanzada (no significa que se vote más veces ni tonterías de esas): que los problemas sin resolver con los que se ha llegado a estos tiempos (otros muchos sí están resueltos, se diría que estructuralmente) son tan complejos que un solo agente, una sola institución, cualquier actor aislado, no puede resolverlos. La irreflexivamente denostada globalización es precisamente eso: cuidado, que hemos llegado a un punto de desarrollo e interdependencia de todos que exige la colaboración.
Y es lo que sucede con los problemas climáticos y de emigraciones y de derechos humanos. Que ya no son locales ni sencillos. Y el que venga diciendo que tiene la solución (que además suele ser él mismo esa solución) ya debería producir no intenciones de voto, como esta década pasada ha producido, sino rechazo y rechifla, por fantasma y por abusón.