15 Mar Razón no es aumentativo de raza
Rafael Rodríguez Tapia
La costumbre del reduccionismo es golosa y satisfactoria: todo es lucha de clases, o de sexos o de géneros, todo es por la pasta, todo es por el fornicio, e incluso todo sucede en el mundo por la manía que nos tienen a los de Salamanca, pero todo todo, ya verás, hasta los líos de Timor Oriental. Las cosas quedan tan pre-pensadas como pre-tensado era el hormigón del hipódromo de La Zarzuela de Madrid, y eso proporciona un descanso que no veas.
Además del reduccionismo, o de los reduccionismos varios y en ocasiones superpuestos y simultáneos, por supuesto que se da también el muy extendido fenómeno del desconocimiento (este casi siempre: el primero implica el segundo), el de la inocencia y hasta el de la estupidez narcisista. En conjunto, hay que estar más cuidadoso que una quisquilla en las pozas del Sardinero, porque sin que te enteres te puede venir alguien y en un momento te han robado los conceptos, las convicciones y hasta te meten en una red y te hierven y te dan de comer a sus sobrinos. O sea que mucho ojo: a menudo, en el mundo de las hipercomunicaciones permanentes de hoy se diría que no hay un segundo en el que alguien no esté plantando en el suelo una nueva tesis revolucionaria sobre la historia de la humanidad o sobre algo de ese modesto calibre. Y uno de los asuntos que más agreden a nuestras inteligencias, cuando nos pilla en temporada de ponernos al día con los medios de comunicación, es el del lío que se traen en Estados Unidos con el asunto de la negritud, «el progreso de la gente de color» (ellos mismos dixerunt, no yo), el black lightning y todos esos problemas tan reales en origen, tan hipertrofiados hoy, tan desviados y concentrados en los instintos homicidas de algunos uniformados y, en definitiva, tan rentables para algunos.
Hasta en una cosa tan de otro tono y otras intenciones (aunque malévolas, aquí no había nada de inocencia que achacar) como la teleserie The Big Bang Theory se vieron obligados a introducir con calzador y con bulldozer, porque no venía a cuento de nada, un diálogo como «No se puede hablar ligeramente de la esclavitud negra en América, la mayor tragedia de la historia de la humanidad». ¿Qué? ¿Cómo? ¿He oído bien? ¿Si ahora yo digo que hubo otras tragedias similares, y que incluso que puede que algunas fueran «mayores», se seguirá de mis palabras que quito importancia a eso? La verdad es que cómo se mide ese «tamaño de tragedia»: ¿el cautiverio hebreo en Egipto fue «menor»? ¿El exterminio hasta el último individuo de los brigantes o los icenos de Boudica a manos de los romanos en Britania fue una reyerta de clanes? ¿La desaparición de los pueblos sármatas una bronca de blancos? Como si no hubiera ejemplos de las más extremas barbaridades a lo largo de la historia, la lejana y la cercana. Y quiero decir barbaridades-barbaridades, no echar a un árbitro al pilón. ¿Y el ucraniano Holodomor, prácticamente en nuestros días? ¿Y la masacre de hindúes en Bangla Desh, que no fue cosa de gentes demasiado blancas?
Pero lo peor de todo esto es que se ha convertido en liturgia, con sus misales, sus lecturas y sus invocaciones obligadas; y el que altere sólo una coma o, todavía peor, el que pregunte o solicite aclaraciones va a ser inmediatamente acusado de hereje, como sabemos (en su versión actual: fascista, o machista, o simplemente varón blanco hetero, según convenga por el momento y la circunstancia). En realidad, las acusaciones estas se basan en el muy simple hecho de que aquel al que preguntas o preguntarías no tiene ni idea de aquello por lo que le preguntas, y responde como suelen responder los que son así pillados; de uñas, faltones y exagerando. ¿El cautiverio en Egipto? ¿Eso es de Agatha Christie?
Como se ve, no hemos tenido ni que describir la puerta por la que hemos entrado a este jardín de malezas y trampas, porque desde el principio estamos en él: el reduccionismo historicista de la raza. Nada que el lector no conozca, desde luego. Pero, aunque conocido, no deja de ser en todo momento un perfecto neutralizador de la conversación y de la inteligencia. Es, a la postre, una de las principales categorías de la mitad maligna de los sobreentendidos. Con decir que alguien es de Valencia, ya sabemos que sabrá hacer paella; o si de Zarauz, que sabrá hacer cocochas; o si de Sevilla, que sabrá cantar soleás; o si varón blanco, que debe pagar por la esclavitud negra.
Dejando aparte que el mayor número de esclavos negros lo han sido históricamente (lo fueron y, por cierto, lo siguen siendo) a manos no exactamente de lo que los abogados de esa parte denominan «varones blancos» sino más bien «de color» (no lo digo yo), desde el morenillo mediterráneo hasta el profundo negro abisinio, de los árabes mercaderes de humanos de los alrededores del Mar Rojo, cabría a continuación esa otra discusión, no por pueril menos necesaria y permanentemente necesaria, de si un joven de Reinosa de 2022, feliz porque ha conseguido por fin que le empleen de reponedor en el Lidl local, y blancucho blancucho de piel, debe pagar por lo que hicieron algunos hace cuatro y tres siglos (y algunos, abarretinados, hace bastante menos, pero estos se libran, claro) montando contingentes de desafortunadas personas allá por Costa de Marfil, maltratándolas y sometiéndolas. Casi todos, sí, desde luego, negros. Aquello fue (y ojo, que en parte sigue siendo, pero por otros lugares) una tragedia, naturalmente. El que lo niegue es un malaje. ¿Pero quién les ha dicho a las asociaciones negras norteamericanas que ellos los negros son y han sido los únicos esclavos de la historia? ¿Por qué, ya que se van a meter a discutir en público, no se les da mejor información? ¿Por qué se les deja debilitar su causa favoreciendo que metan la pata una y otra vez, casi siempre que abren la boca, mostrando su falta de perspectiva y de escala y de conocimientos, sin darse cuenta de que la mayoría de las veces lo que reivindican para ellos mismos, y por los argumentos que emplean, podría perfectamente servir (haría falta tener mala idea y energías, pero podría haber alguno) para ponerles a ellos a la cola de las reivindicaciones, porque antes habría que satisfacer, qué sé yo, a los descendientes de los españoles (más o menos blancos; para estas discusiones, blancos del todo) secuestrados y esclavizados durante, digamos a ojo, dos siglos o dos siglos y medio, por los corsarios del turco en los viajes mediterráneos, o los descendientes (?) de los hispano-godos apresados y también esclavizados en enorme proporción allá por la invasión de la península del año 711; o tantos y tantos: ¿hay algún pueblo, o linaje, o nación, o raza que pueda decir que no ha sido nunca objeto de opresión y esclavitud a lo largo de los tres mil o dos mil o mil años de historia conocida en según los casos, historia compleja, enrevesada y poliédrica, en absoluto reducible a oposiciones de clase o de ideales o de sexos o géneros, y mucho menos de razas? ¿Es que no conocen los casos, mayoritarios, de pueblos esclavizados por otros pueblos «de su misma raza»?
De nada, por lo que se ve, valió que la biología y la antropología clamaran y proclamaran ya hace cuarenta años, y sin parar desde entonces, que la noción de raza no tenía fundamento para ser aplicada a los humanos; que lo que venían afirmando y clasificando los biólogos durante siglos no era más que una ilusión o, en el más perdonable de los casos, un «constructo» apoyado en apariencias (melanina y esas cosas) tan sólidas para definir una raza como las características de ser más moreno o más rubio de dos hermanos hijos del mismo padre y de la misma madre. De nada sirvió, porque sí ha servido para que muchos no puedan usar el término «raza» sin ser inmediatamente amonestados por ello, aunque sea en contexto figurado o humorístico, mientras que otros parecen gozar de bula para emplearlo a mansalva, y la condición de esa bula da la impresión de que es, precisamente, la ignorancia. O quizá la militancia, que se encuentra tan cerca de la anterior.
Reducir la historia de la humanidad a lucha de razas es evidentemente idiota; y comprendemos que hasta lo idiota tiene su espacio, e incluso su espacio en el mundo de la comunicación pública. Pero cuidado con las consecuencias. Que reducir la Guerra Civil española a una agresión de «Madrid contra Cataluña», aparte de mentir, es pasarse una distancia mayor de lo tolerable, y acarrea consecuencias más que pésimas a todos los efectos. Y suponer que si ha habido «lucha de razas» en la historia, lo ha sido solamente entre «blancos»(?) (si ellos supieran lo que algunos blancos nos insultan a otros blancos que somos a sus ojos menos blancos que ellos) y «negros», es reduccionismo sobre reduccionismo. Y eso ya es quitar los tornillos del mecano, y todo se viene abajo.
De entre los militantes «negros» de Estados Unidos, la actriz Whoopi Goldberg se ha señalado durante años por ser la mujer más tratable, por culta y razonable: llega a afirmar que sus ídolos de jovencita eran los Beatles, nada menos (un porcentaje elevadísimo de sus compañeros de militancia la repudian por admitir una cosa tan blanca). Pero hace pocas semanas, en cierto talk show televisivo californiano, pareció perder de golpe toda su cultura y su sentido razonable de ser y estar, que es casi su sello distintivo, cuando soltó que el Holocausto no había sido un problema de «lucha de razas», sino algo más simple: «blancos matando blancos», dijo literalmente. Quizá con los párrafos anteriores se podrá suponer qué comentaríamos ahora, así que simplemente lo matizaremos; porque, al parecer, la conductora del programa ya le dijo algo parecido a lo siguiente: no es necesario que algo sea lucha de razas para que sea relevante; y: algo no es irrelevante sólo porque no sea lucha de razas; y: quizá aquello no fue lucha de razas, porque una de las «razas» no luchó, pero «la otra» lo planteó como exterminio de una raza inferior a manos de una superior… Y así sucesivamente, todo lo que el lector desde luego imagina por su cuenta. Incluyendo todo lo que ni siquiera se vería con fuerzas para decirle a alguien que acaba de soltar tamaña gilipollez, lo cual desanima a cualquier interlocutor y le extirpa cualquier esperanza de que la conversación sirva para algo.
«Blancos matando blancos»: y esto es suficiente para que no merezca atención, o no tanta como cuando hay negros implicados, eso sí, como víctimas. Los exterminios de negros perpetrados por negros no se mencionan: Katanga, Biafra, Somalia, los indios en Zimbabue, hutus y tutsis… O, si se mencionan, desde luego que en breves saltitos de menos de seis grados de separación llegamos a que están causados por, por ejemplo, los «varones blanco heteros» etc.: las «poderosas herramientas de pensamiento» del hormigón mental pre-tensado son así de rutinarias, pero son acogedoras.
Lo de la actriz Goldberg es mal augurio, porque es síntoma de que la infección se extiende, en lugar de extenderse la razón. Conocemos, desde luego, a gente expuesta que resiste y consigue no ser infectada. Pero se va extendiendo. Será que los 180 caracteres vician, y estamos en esa escala para decidir lo que merece ser leído y pensado o lo que, si los supera, es un simple rollo rancio. Generalizar el «enfoque de raza» para todo aquello de lo que se hable, como generalizar el «enfoque de género» o el «enfoque de clase» (en España, además, se debe trenzar esto con inventos brillantísimos, como «el enfoque autonómico», por ejemplo) da resultados que alcanzan grados tan altos de estupidez que es difícil adjetivar. ¿La reconquista de Europa contra los nazis fue irrelevante porque fue también «blancos matando blancos»? ¿O porque no tuvo que ver con nosotras, las mujeres, porque fue un rollo entre tíos muy machotes?
Los que se obsesionan con su ser colectivo, real o supuesto, o «constructo», y dejan de mirar hacia el exterior, están jodidos de la cabeza, y nos van a joder la vida a los demás.