Schmitt, Kelsen y otros; y los irrelevantes (y la política de entonces y la de hoy)

Rafael Rodríguez Tapia

Podría pensarse que dejamos de lado deliberadamente las referencias, que en el mundo académico se consideran obligadas, a autoridades en la materia que tratamos. Quien así piense estará en lo correcto. Como es natural, no concebimos modos de abordar estas materias sin un estudio previo, que puede que llegue a merecer el nombre de inmersión, en las obras que han tratado no sólo estos asuntos directamente, sino también marginalmente o por supuesto desde puntos de vista muy distantes del nuestro o entre sí. Pero, así como hemos procedido en momentos anteriores (al tratar los valores políticos de la confianza o de la tolerancia, o en otros casos), al tratar la colaboración como terreno de lo político nos hemos propuesto poner en funcionamiento en nuestra reflexión todas las nociones, lecturas, reflexiones, estudios y trabajos anteriores que sea necesario sobre esas autoridades, pero mirando netamente hacia delante y haciendo la menor mención posible a ellos, con la intención de no confeccionar un trabajo más de recensión sobre esos autores y sus ideas, porque esa modalidad de recensión es el mejor modo de no avanzar en la investigación de un territorio.

          No queremos hacer una recensión, ni queremos confeccionar el clásico centón de citas, aunque, por supuesto, hay quien no considera válida una reflexión sobre política o sobre filosofía política que no traiga y lleve y zarandee al lector entre citas de Carl Schmitt, Kelsen (que merecen todos nuestros respetos, por supuesto), e incluso (aunque esto es muy difícil de comprender) de Laclau o de Mouffe (lecturas de los cuales no producen más que la extraña sensación de leer un marxismo avergonzado de sí mismo y a la postre inútil). Schmitt, Kelsen y los otros grandes han tenido el valor, en cierto momento, de reflexionar por su cuenta y sin la preocupación de las notas bibliográficas; muchos otros autores podrían ser, también, el aval de que sólo así se avanza. Pero que nadie piense que proponemos su olvido o su entierro, como ni se olvida ni se entierra a Jenner cuando en la actualidad se trabaja en un laboratorio para fabricar una nueva vacuna; simplemente, si hay que interrumpir el trabajo de hoy por hacer frecuentes referencias a cómo lo hizo Jenner o a lo que dijeron Schmitt o Kant o Habermas sobre este matiz o aquel concepto, no saldrían adelante ni la vacuna ni la reflexión.

          Quien esté interesado en estos asuntos, detectará sin problemas ideas y posos de ideas de los autores del pasado en estas líneas. Son los menos iniciados, quizá, los que más van a echar de menos las menciones explícitas con nombres y apellidos. Pero es que, insistimos (e insistimos en volver a la comparación, por conveniencia) el que estudie hoy los lobos tiene que haber estudiado cómo los estudio Félix Rodríguez de la Fuente hace cincuenta años pero, a continuación, tiene que desistir de repetir los caminos de este, principalmente porque los lobos son hoy muchos más que hace cincuenta años, y porque están protegidos, y porque están ampliando su población más allá de los límites previstos y hasta están inundando zonas humanas en los que antes no se les había visto; todo lo cual puede ser trasladado, como metáfora en el menor de los casos, a lo que ha pasado con la política.

          Explicaciones como la anterior, que por aparentemente externas a nuestra materia adquieren casi el carácter de digresión, son precisamente la ilustración que informa, mejor que una exposición abstracta, acerca de uno de los fenómenos que han modificado más radicalmente la política y las reflexiones sobre la política en el último medio siglo: así como hemos supuesto que un texto no es aceptado si no contiene referencias de autoridad localizables, escritas y con signatura, en la política de finales del primer cuarto del siglo XXI muchos, y entre estos muchos también los que están en posiciones hegemónicas, exigen referencias a políticas del pasado «localizables, escritas y con signatura». Y esa es precisamente una de las paradojas que más daño están haciendo al posible desarrollo de la política: las fuerzas que se presentan con más energía como las «renovadoras» y «la sangre nueva» que nos van a librar de los viejos hábitos, son las que más densa y, poco a poco, descaradamente, se apoyan con toda claridad en los dogmas y los hábitos mentales que la mayoría ya dábamos por superados. En realidad, esa superación se había llegado a dar, o se estaba terminando de dar; y había causado la que se percibía gradualmente como nueva política. Y porque no se terminaba de perfeccionar o porque no era un proceso instantáneo, sino exigente de una cierta duración, comenzó a aparecer cierta impaciencia en sectores que fueron los que acabaron impulsando y celebrando el nacimiento de estas fuerzas que, no como novedad (salvo a ojos de algunos desinformados) sino recogiendo terminología también antigua, fueron agrupados bajo la denominación de «populismos».

          Contra esos primeros diagnósticos de periodismo urgente o de partidismos interesados, nada en estos populismos era novedoso, sino muy al contrario. Y un signo muy visible de ello era y sigue siendo la profusión de citas y de tópicos en sus discursos, y el uso de frases hechas y de conceptos preutilizados y esquematizados en cualquiera de los fragmentos de su presentación al público, como si se tratara de una reflexión sobre política que no consiguiera arrancar o despegar desde la mera recensión de textos de Schmitt o de Kelsen o de quien fuera que en cualquier época se ponga de moda como cita obligatoria.

          La colaboración política exige personalidades fuertes en cada uno de los que colaboran, y por eso mismo no admite ni es compatible con la blandura emotivista o caritativa de planteamientos, y mucho menos con el tópico y la frase hecha acríticamente enarbolada como si su contenido fuera vigente. Así como sólo es posible una nueva reflexión si da por asumida y metabolizada toda la erudición política y filosófica previa, y por eso mismo ya no dirige la vista hacia ella, sino que se concentra en lo que todavía no ha sido dicho, en política no va a ser posible el avance hacia modelos de los que se pueda esperar alguna solución a los problemas todavía hoy irresueltos si se sigue haciendo con simple, esquemática y obsesiva referencia a cultos del pasado que o han entendido la colaboración de un modo ingenuo y pueril, o se han visto intelectualmente desbordados por descubrimientos y conceptos como el de conflicto y no han sabido hacer otra cosa con ellos más que totemizarlos.

          Legalidad y legitimidad, de Schmitt, o cualquiera otra de sus obras, están siempre por el fondo de cualquier reflexión que en la actualidad pueda exponerse sobre la actividad política. Y cualquier otro de los títulos de Max Weber, y hasta de Comte, y ello por no remontarnos hasta los más lejanos clásicos.

          Pero hay que ir hacia delante.