15 Jun ¿Sobra alguien en la colaboración?
Rafael Rodríguez Tapia
Nadie sobra en la colaboración. Ni siquiera los que ahora la niegan. Pero la colaboración exige, en estos que la niegan, un retoque de detalle para que puedan incluirse.
En primer lugar, hay que desear participar de esa colaboración. Si un grupo sólo desea políticamente destruir al rival, o al rival y a todos los demás, o destruir la sociedad en la que ahora mismo se trabaja, y en consecuencia se desprecia el valor de la colaboración, entonces, como es natural, la colaboración y las acciones de colaboración política tienen poco que recibir y mucho que perder si ese grupo irrumpe en el espacio de colaboración por la fuerza o con el consentimiento de los demás. ¿Es esto una descripción de lo que sucede cuando grupos antisistema u otros de los diferentes grados y modalidades de killers y destroyers entran, votos mediante, en un parlamento o, por el mecanismo que sea, en un gobierno? Probablemente describe lo que en muchas ocasiones viene sucediendo. Y esto no es otra cosa que la conocida y muy vieja infiltración, pero ahora, con todas las garantías democráticas incluso hipertrofiadas, sin necesidad de oscurecer conspiraciones ni de ocultar planes mientras se vive en una clandestinidad amenazada de muerte o de cosas peores. Esos tiempos, en las democracias occidentales, parecen ya pasados. El garantismo ha impuesto sus principios, muy defendidos por casi todos como consecuencia de los excesos que todos padecimos en el pasado por no contar precisamente con garantías. Con todos los derechos asegurados, y en primer lugar los políticos, nadie que desee el fin de la política o el fin de la democracia oculta ya sus intenciones sino que, muy al contrario, pregona con toda la potencia propagandística posible sus objetivos, y así consigue, como es inevitable, cierto grado de apoyo en grupos de la sociedad. Pero lo irregular es que esas democracias occidentales avanzadas, que en general comparten un suelo ético y político sin fisuras, justo en este aspecto muestran diferencias llamativas de unas a otras. Muy posiblemente cualquier español demócrata de cierta edad recuerda en 2023 el asombro de demócratas muy sólidos alemanes o de algún otro país europeo cuando visitaban España en los años 80 y 90 del siglo anterior y conocían por fin de primera mano la libertad con la que podían moverse, hablar, publicitarse e incitar a la destrucción de la democracia española algunos grupos paraterroristas o sólo aparentemente no terroristas pero popularmente conocidos como afines al terrorismo cercano al trotskismo. En democracias ya más consolidadas que la española de esos momentos eso se consideraba un absurdo indigerible del que España antes o después tendría que defenderse. No era más que un caso de lo que estamos tratando: un hipergarantismo de reacción. Por eso otros países que no tenían tan cerca como España la experiencia antidemocrática podían limitar el garantismo sin problemas, y en defensa de la misma democracia. No es muy fácil comprender cómo se ha prolongado ese hipergarantismo autodestructivo en ciertas democracias hasta el día de hoy. España sigue siendo por cierto un modelo negativo de la mala interpretación del garantismo, que se hipertrofia entonces, y no sólo consiente sino que avala y hasta protege con medidas especiales a aquellos que han invadido el espacio de colaboración para poder acabar con esta desde dentro.
Simplemente aceptar la democracia: eso bastaría para que la colaboración fuera posible entre todos los que sostienen modelos económicos o de crecimiento diferentes y hasta enfrentados, o nociones acerca de la mayor o menor intervención de las administraciones públicas en los asuntos de la sociedad: es decir, no hay programa político excluido de la colaboración democrática salvo ese que quizá ni siquiera puede ser llamado programa político, que es el que sólo tiene como objetivo la prohibición, el castigo o la aniquilación (y normalmente los tres juntos, por grados y etapas sucesivos).
Y esa es la clave del problema.
Algunos grupos de opinión que son nulos para la colaboración, es decir, para la política, afirman que su opinión es política, cuando no lo es. Son opiniones políticas las que cuentan con gestionar de un modo u otro el material del que está hecha la sociedad, no las opiniones que parten de una primera medida consistente en aniquilar parte de la sociedad para poder ponerse a gestionar lo que queda. Esto es precisamente lo contrario de la política. Prohibir opiniones, acciones, propuestas, ideas, ensayos y discursos, y muy a menudo llegando a prohibir personas por vías penales y frecuentemente homicidas, como algunos grupos extremistas han propuesto históricamente, y lo han puesto en práctica, y hoy apenas velan en sus discursos, es a la política como el envenenamiento de los sembrados a la agricultura. Cuando hay problemas en la fontanería o en la electricidad de un edificio, a menudo se hace visible que una de las opciones es tirar el edificio y reducirlo a escombros. Pero no se suele hacer, claro, por un asunto de costes, para empezar, y también, aunque se menciona menos, por un problema de existencia de materiales. Tirar la sociedad abajo, decretar medidas excepcionales de prohibición de ideas y personas y eliminar físicamente a esas personas discrepantes no son política nunca, porque son la muerte de la política. Por muy graves que sean o hayan sido los problemas, todavía está por encontrarse una única ocasión histórica en la que se hayan arreglado fusilando a los opositores o prohibiendo su actividad política o profesional.
Sin embargo, hay pequeños grupos, pero activos y llamativos, que siguen afirmando hoy su gusto por comenzar así su acción política en caso de alcanzar a poseer las herramientas adecuadas. ¿Sobrarían en la colaboración? Tanto como un invitado que quiera envenenar a los demás invitados a una comida. Si prescinde de esto y acepta las reglas del juego, y deja de lado la infantil actitud de denunciar que las reglas del juego también son ideas equivocadas del lado opuesto al correcto que es el suyo, no sólo podría sino que debería colaborar, es decir, participar en política.
Basta con que dejen de empeñarse en que el que no piensa como él es un despiadado.