Territorios de colaboración

Rafael Rodríguez Tapia

La política es el resultado de la oposición de opiniones y propuestas divergentes. Esta observación es accesible a cualquiera. Pero parece que la condición imprescindible para que eso sea así estaría más oculta e incluso que es negada por ella. La condición es que para que la política pueda ser, y para que por tanto pueda existir esa dialéctica, es necesario que haya un territorio en el que pueda ser. Ese es el territorio que sólo puede crearse si las fuerzas, que luego discutirán, previamente colaboran.

Podría mencionarse una multitud de ocasiones históricas en las que lo anterior se ha hecho evidente. Es ya momento de sacar consecuencia de ello, que hasta ahora parece que se ha dejado más o menos en el listado de las situaciones casuales y quizá anecdóticas. No es nada de esto: sólo en las ocasiones en que las fuerzas políticas han creado previamente el territorio de colaboración ha sido posible la política, es decir, la gestión del espacio público y, como modalidad de esta gestión, la confrontación intensa que para algunos es toda la política. Eso es un error: la política comienza siendo la creación de ese espacio; no comienza con la confrontación. Cuando esta se ha impuesto y ha conseguido hasta negar la creación de ese espacio, se ha conseguido lo más opuesto posible a la política: la conversión del espacio público en el espacio privado de un individuo dictador o de un grupo hegemónico a menudo también dictatorial, que ha impuesto su parecer, sus ambiciones personales y casi siempre su ignorancia como toda herramienta. Y que en ningún caso, tal como informa el estudio más somero de la Historia, ha aumentado el bienestar de las personas.

Es muy posible que en todos los casos por causa de una ignorancia bochornosa, unos han pretendido imponer la idea de que la política consiste en acallar por cualquier medio a quien dificulta o entorpece o simplemente critica la imposición de una voluntad individual con poder suficiente para imponerse a los demás sin siquiera consultarles. Suele presentarse el fenómeno casi siempre revestido de una supuesta honorabilidad pseudoaristocrática, avariciosa, cínica, descarada y falta de escrúpulos: yo malpago a mis mineros, me enriquezco hasta lo incalculable con el fruto de su trabajo, y si alguno pide más recompensa yo pago a la fuerza pública para que lo silencie. Nadie debe meterse en política, y basta con que todo el mundo se dedique a trabajar.

Otros, aparentemente en el lado opuesto, imponen a su alrededor la noción de que la política consiste en oponerse por sistema no al anterior personaje, sino a cualquiera que no esté de acuerdo con que la política consiste en oponerse por sistema a cualquiera que no esté de acuerdo. Y esa oposición será mejor cuanto más intensa, y si llega a ser violenta, igual que el uso violento que hace el anterior de la fuerza pública a su favor, eso sólo significa que las condiciones objetivas reclaman esa intensidad, es decir que es más grave y necesita mayor y más intensa oposición.

El elemento tautológico de las nociones polarizadoras de la política es evidente, a pesar de lo cual es muy fácil que cualquiera se adhiera a ellas. El elemento antipúblico de la noción avariciosa de la política es también visible, a pesar de lo cual muchos, incluso los que no tienen nada que ganar, lo apoyan como expresión de una especie de modalidad de justicia que relaciona el esfuerzo personal con el éxito económico, a pesar de que no es exactamente el éxito económico alabado el que se consigue simplemente pisando a los demás, y de que considerar trabajo el ejercer el papel de un autoritario hampón con derecho de vida y muerte sobre desposeídos tampoco es exactamente lo que se entiende por trabajo.

Ambas posturas dicen ser capaces de sentenciar qué es político, aunque ambas niegan lo político. Y por cierto ambas acaban teniendo un lugar, en ocasiones pequeño y en otras ocasiones dominante, en ese espacio político que con sus nociones y su acción ellos mismos niegan.

Si las propuestas que un individuo o un grupo tienen que ofrecer para la organización de la sociedad no incluyen ni la opción del narcisismo avaricioso ni la opción de la confrontación ciega, entonces está en situación adecuada para ser uno de los sujetos de la colaboración.

La colaboración es, en primer lugar, una colaboración de primer grado: la que crea, como decimos, el mismo espacio donde se pretende que suceda todo lo demás de la política. Luego, una colaboración de segundo grado puede extenderse en el espacio político ya creado, llevando a las fuerzas que lo habitan a compartir acciones y horizontes alrededor de una noción o un objetivo en particular aunque no en otros. El suceso paradójico, y mucho más destructivo de lo que parece, es la irrupción en el espacio político de las fuerzas que han negado la construcción de ese espacio. Esos narcisistas avariciosos o esos ciegos luchadores a menudo exigen su inclusión entre las fuerzas que ahora trabajan en la política, y en las democracias occidentales se les concede, y desde ese momento no sólo los mismos mecanismos democráticos se ven entorpecidos por sus acciones, sino que hasta las políticas emprendidas en colaboración se ven minadas y dificultadas a menudo sin motivo racional sobre el que se pueda establecer diálogo, sino simplemente con el objeto de llevar a la práctica el deterioro, que hasta el momento ha sido poco más que un argumento poético, de la misma democracia.

Si esto no es visible al principio para algunos, concentraremos nuestra mirada en los contenidos políticos fundamentales y quizá completos del espacio político del siglo XXI: demografía, ecología, derechos humanos.

Simplemente, de momento, basta con observar y reflexionar sobre lo que tanto el narcisismo avaricioso como la ciega lucha están haciendo en esos ámbitos: irracionalidad, anticientifismo, moralismo, sentimentalismo, conculcación. Y son esos tres, no por casualidad, los territorios que en el actual tramo histórico no pueden ser presentados más que como los territorios de imprescindible colaboración entre los agentes que actúan en el espacio político.