Una filosofía no radical 3

Una filosofía no radical 3

Rafael Rodríguez Tapia

 

Preguntarse en la actualidad si la filosofía, por ejemplo, de Hume es «filosofía radical» o no lo es probablemente no tiene mucho sentido, porque «radical», a pesar de tener tantos significados como usuarios, sí que descarta ciertas características para encontrar las cuales en la obra del escocés habría que usar no ya microscopio, sino un acelerador de hadrones. Y además, para qué. Pero ¿quién ha calificado esa filosofía alguna vez de radical?

No es cosa política: o sí, en ese sentido tan amplio que desde los setenta hay que darle al término, lo que en realidad es una verdadera petición de principio. «Todo es político», se proclamó. «Yo no», dijo un incauto. «Entonces es que eres facha», se le respondió: y en ello se reconocía que en efecto existía lo no político, pero que por beneficios de la discusión (esa erística que ya comentaremos, en realidad tan divertida) se le cambiaba el término, se le adjudicaba uno de rechazo reflejo en la audiencia, y además se volvía a recoger al incauto al terreno de «las políticas». Pues bueno, si quieren, de acuerdo, todo es político. Pero no van a decidir ellos el significado de todas las palabras, en permanente petitio principii a la que ya han acostumbrado a los desavisados, que la admiten como si fuera admisible: si me gusta una fruta, es de mi bando político; y si no me gusta, es del bando enemigo. ¿Qué caracteriza al bando enemigo? Estar compuesto por las frutas que no me gustan. El recuerdo del famoso libro Facha, tan publicitado y tan consultado en tiempos pasados muy muy recientes, planea por aquí encima (muchos se lo compraron para entender por fin por qué llamaban «facha» a Fulano o a Mengano; pero lejos de definir qué es «facha» y luego mirar al mundo y a las personas y encontrar quiénes se ajustan y quiénes no a la definición, el libro empezaba diciendo quién es «facha»: fulano, mengano, zutano… Y una larga colección iba apareciendo y seguía apareciendo más allá del centenar de páginas. De modo que el lector bienintencionado no aprendía nada: si ya sé que llamáis fachas a Fulano y a Mengano y a Zutano, pero yo quería saber por qué.)

Como decimos, siempre se podrá construir la frase «la radicalidad de la filosofía de Hume», y otras parecidas, pero eso no nos obliga a admitir sin más, en primer lugar, que sea radical; en segundo lugar, que ese «radical» signifique lo mismo que cuando se le aplica a Agnes Heller o a Foucault (luego muchos se lo quitaron a este, cuidado) o, ahora mismo, a los que se lo atribuyen, en general a sí mismos, cotidianamente, en los medios de comunicación y alguna rara vez en algún libro. En realidad nuestra única objeción a ese uso es que parece haber producido, en cualquiera que contemple y reflexione, la necesidad compulsiva de prescindir de lo observado o de lo pensado y sustituirlo por otra cosa con tal de ajustarse a lo que los expendedores del certificado de radicalidad parecen exigir. Se parece mucho a ese autodenominado movimiento cinematográfico Dogma, de origen danés, cuyos tres inventores aparecen en un documental varios años más tarde de su invención muertos de risa en privado, burlándose de los pobres cineastas jóvenes que, incautos, les pedían el certificado (previo pago) de «Dogma» para sus primeras películas hechas con dos euros. Muy cerca de esas escenas, alguno de los santones confesaba que lo de movimiento Dogma empezó sencillamente como una especie de broma o subterfugio porque no conseguían buena financiación y se veían obligados a rodar en escenarios naturales, casi siempre cámara en mano, con sonido directo, sin iluminación artificial, sin maquillaje ni vestuario y con la vestimenta que los actores trajeran de sus casas, etcétera: todo lo más barato posible, condición de la que hicieron una proclama de estilo por supuesto sin mencionar la causa de la baratura. ¿En qué más se parece la necesidad de ser considerado «pensador radical» a aquella cosa del Dogma cinematográfico? Lo iremos viendo a lo largo del tiempo.

Pero admitamos que ese caso, el de la pose, que se decía antes, sustituida hoy por postureo, y siempre válidamente sustituible por impostura, que ya desde la primera intuición parece ser numeroso, no es todos los casos. Muchos afirmaran su radicalidad honestamente, y seguro que hasta acertadamente, y para ellos no tenemos más que un saludo respetuoso. Pero no es lo nuestro afirmarla de nosotros.

¿Por qué no es lo nuestro? Porque nos da igual, porque no nos importa que a nosotros o a cualquiera que piense y hable y escriba o lo haya hecho en el pasado le cuelguen el cartelito de radical o no se lo cuelguen. Ha llegado a ser un adjetivo tan desgastado como, por ejemplo, ese «facha», como en su día el de «rojo» cuando se quería «cancelar» a alguien, u otros a lo largo de la historia de las modas y los gaseosos prestigios. Nosotros vamos a mirar y a leer y a oír y a pensar en lo mirado y en lo leído y en lo oído con nuestra forma intransferible de hacerlo; como ya hemos dicho, por supuesto que con nuestro bagaje y nuestro entrenamiento, pero sin tener la más mínima sensación de deberle nada a nadie; incluso cuando leamos u oigamos a alguien que se presenta con el adjetivo de «radical» nos va a dar igual eso, porque vamos a leer lo que tiene que decir, del mismo modo que leeremos y oiremos al que se presenta o le presentan como «no radical» (esto es más raro).

A lo mejor va a resultar que lo radical en la actualidad va a ser reivindicar la reflexión no radical. Qué importa.