15 Dic Una filosofía no radical 4
Una filosofía no radical 4
Rafael Rodríguez Tapia
Lo de autodenominarse «radical» tiene algo de rimbombante y desde luego de defensivo. De entrada, si te presentas como radical parece que se te concede licencia para desbarrar, o por lo menos para derrapar, y llegar hasta propuestas y conceptos poco inteligibles por los demás: estos no lo entienden tanto porque no son «tan radicales» como tú; cuando lleguen a serlo, ya entenderán. En todo caso, desde luego, en ciertos ambientes es recorrer medio camino sin zapatos y antes de levantarse de la silla (quiero decir, jugar con ventaja), como en otros lo es presentarse como pío o nacional. Salvo que en el mundo de la Academia y desde luego en el mundo «intelectual» editorial y anejos, es hegemónica la postura que se autodenomina «progresista» (término con el que sucede algo muy parecido, es una tarjeta de presentación defensiva); y, por algún motivo de momento difícil de desentrañar, eso de «radical» es algo que «el progresista» toma para sí, y ve con buenos ojos en otros, y le hace atender y hasta aplaudir (como si no fuera posible presentarse como un reaccionario radical, por ejemplo). Evitamos, por evidente, pintar el juego simétrico al otro lado del espectro ideológico (o no tan a otro lado).
Lo que creemos posible es mirar al mundo sin cristales polarizadores, o por lo menos sin aceptar cristales polarizadores de antemano. Tiene que ser un cristal polarizador muy potente, o tu vista tiene que ser muy débil, para que se te filtre el mundo de tal modo que al final te haga decir que todo se explica mediante la lucha de clases (y se intentó: hasta con la naturaleza, pero ni siquiera la animal: la física nuclear era «burguesa» según Stalin porque no se dejaba explicar por las vías dialécticas rutinarias) o mediante la impiedad que va ganando terreno, o mediante el análisis de las intenciones de aquellos que parecen buscar sólo «aprovecharse de una nueva desamortización», y delirios parecidos.
Nunca una explicación tan de escuela como estas, tan parcial como estas, ha sabido dar cuenta de los mil y un fenómenos que, precisamente, se deja fuera; de esos sucesos que con algo que provisionalmente aceptaremos llamar «simple sentido común» cualquiera puede observar y certificar sin duda alguna que existen.
Así como con los casos meramente políticos o político-bélicos, de los cuales los ciudadanos adultos de finales del siglo XX y primer tercio del siglo XXI podríamos decir que lo hemos visto casi todo, del mismo modo, con la reflexión sobre el mundo quizá podríamos llegar a confeccionar un listado de todos los filtros polarizadores que han condicionado las reflexiones incluso de los mejores autores, condenándolos a la parcialidad o al reduccionismo. De modo general, se puede observar que no hay palabra que irrite más a estos autores que esa de «reduccionismo», quizá porque es muy evidente que cualquier explicación del mundo que se limita a usar una sola «herramienta de comprensión» se deja casi todo el mundo fuera, sin explicar. Y si bien vamos a estar de acuerdo en que nunca se podrá explicar todo (¿y quién siente esa necesidad?), el caso es que alguna vez el universo completo de sucesos se queda fuera de la explicación de cualquiera de estos polarizadores que sólo ven los cianes o los magentas o los amarillos. Por qué no aceptar que es muy probable que el mundo conste de todos ellos, y que también es probable que alguno de ellos ni siquiera esté en el mundo, y sea una mera impostura cognitiva o intelectual. Pero entonces, qué lentes adoptar para mirar al mundo.
Parece que después del siglo XX nos hemos quedado necesitados de ese bastón o de esas gafas particulares que son «una teoría a la que adscribirse» antes de proceder a contemplar y a reflexionar sobre lo contemplado. ¿Por qué vamos a tener que hacer de ello, una vez más, un asunto a resolver antes de saber? ¿Por qué no hacemos de ello, precisamente, una de las materias para resolver TRAS la contemplación del mundo y la consecuente reflexión posterior? Y de momento nos dedicamos a mirar. A mirar como miraría casi un indocto, un sentido común sin entrenar y sin adiestrar que mire sin calcular las consecuencias y señale con el dedo y diga: «Ahí hay un asunto; ahí hay un problema; ahí hay un hallazgo». Todo eso que sabemos que unas u otras polarizaciones nunca se van a atrever a señalar. Por ejemplo, por qué se tilda de fascista, en las sociedades europeas democráticas, que han conocido muy bien el fascismo verdadero, a aquel que propone simplemente que se racionalice la política de inmigración. ¿Qué tiene que ver el fascismo con eso? El fascismo es todo lo contrario de una conducta pública racionalizada. Fascismo es emotivismo, irracionalismo, hecho consumado: no el cálculo realista de las posibilidades de la vida pública. No parece que haya una «herramienta» ni una «escuela» de las actualmente en combate que proponga que se reflexione, de nuevo o quién sabe si por fin, sobre el evidente, visible problema que tienen las sociedades democráticas occidentales con la inmigración. Y la calificación de fascista a la propuesta de reflexión ni siquiera es después de haber examinado una propuesta en particular, sino, solamente, por el hecho de ser propuesta (del mismo que sucedía hace 25 años cuando se proponía una reflexión y una discusión sobre las reformas educativas de entonces; y obsérvese el resultado). ¿Qué nos impide pensar a los ciudadanos de las democracias post-marxistas, post-existencialistas, post-postmodernas, que es posible internarse en un bosque diciendo simplemente «Vamos a ver qué hay aquí»? Ya sabemos, como venimos repitiendo, que cada uno va a mirar el mundo con su bagaje y con lo que ya trae de aprendido y de desaprendido. Pero también sabemos que es posible que, con todo eso, no se deje uno esclavizar por normas y consignas, por definición previas, ni a favor ni en contra, ni de sí ni de nadie. ¿Qué hay en el bosque? Pues, en efecto, el que perciba el ultravioleta verá la radiación ultravioleta del bosque, y sus refracciones y sus alteraciones, y el que no la tenga, entonces verá el espectro visible, estos pájaros, estos árboles, estos insectos. Y el que perciba infrarrojo verá los infrarrojos.
Es imprescindible que admitamos que no somos únicos ni especiales. Nosotros no tenemos percepción ultravioleta ni infrarroja, somos seres simples que perciben el espectro visible: pero a lo mejor con eso es suficiente, porque luego va a ser un mundo en el espectro visible aquel en el que tendremos que trabajar, el mundo de los problemas de las personas y las sociedades, el mundo nada ultravioleta ni infrarrojo ni gamma ni equis de la libertad o la falta de libertad, de la igualdad o la desigualdad, de los sufrimientos de las personas o de sus placeres, de su progreso y de su progresiva comprensión. Tantas décadas de esas «filosofías de la sospecha» parecen haber empañado la posibilidad más inmediata: que el bosque del mundo con sus problemas y sus goces habita el espectro visible, y escribirlo no va a necesitar luego de descifradores profesionales.
No hemos dado con «herramientas de interpretación» del mundo alternativas a las ya existentes y campantes, porque no vemos «lo que nadie ve salvo nosotros y hemos venido al mundo para explicároslo». Simplemente, sabemos que compartimos la visión en espectro visible incluso con los que luego sólo tienen en cuenta su visión en una pequeña parte del espectro general, sea esa ultravioleta, o la equis, sea la lucha de clases o la impiedad rampante. Sabemos que entramos en el bosque y, sin tener que ajustarnos a iglesia alguna, podemos, como ellos, señalar y contar y luego decir: hay siete jilgueros.
¿Es esto, que para resumir denominamos «Filosofía No Radical», ese «moderantismo» que tanta repulsión causa en medios académicos en particular, pero en general en el que ya sin remedio ha secuestrado la autodenominación de «mundo de la cultura»?