01 Ene Una filosofía no radical 5
Una filosofía no radical 5
Pero no nos importa, como repetimos una y otra vez. «No radical» más bien quiere significar en la actualidad que no admitimos la polarización a la que parecen estar obligando ciertas estrategias políticas, maximalistas y totalizadoras, parásitas de las voluntades de las personas, de los votantes y del mundo social, intelectual, docente, profesional y laboral. Todo parece hacer inevitable el pronunciarse tajantemente, como buenos falangistas, y declarar sin fisuras si se está con A o contra A. Pues no nos da la gana, porque casi nunca una frasecita así de cortita y sonora va a expresar lo que de verdad pensamos. Los amigos de esta polarización, que lo son sin excepción por escasez de medios, suelen saltar inmediatamente con el truco de presentar una cuestión de extrema claridad y distinción acerca de la cual no es posible pronunciarse con matices: digamos, la violación de ancianas o de niños o cosas por el estilo. El que no comprenda ese truco pueril y se rebaje a contestar no va a entender nada de una reflexión que se sabe y se pretende moderada en general, de modo que no hay que perder tiempo en explicarlo.
Esta moderación que se acaba de mencionar es el origen de muchos de los conflictos que siempre han rodeado a un pensamiento que no puede, aunque lo intentara, presentarse con ese bonito babero de «radical». Desde hace tiempo, y como mínimo desde los equívocos del 68, se ha hecho caso, sabiéndolo o no, a tantas y tantas máximas en todos los idiomas y de todas las culturas que invitan a caer en la cuenta de que «quien controla el lenguaje controla el mundo», y algunos hasta lo sacan de El Principito. Y, siguiendo ese consejo, todo el que ha podido o ha descubierto súbitamente cómo, se ha lanzado a difundir y si ha podido a imponer su propio diccionario como si fuera el único diccionario posible para todos. Nunca ninguno ha terminado de hacerlo, aunque algunos términos de este diccionario o de aquel otro sí que han conseguido instalarse como si fueran naturales, y no la declaración de principios o la manipulación que en el fondo son. Así sucede, si bien no completamente, con el término «moderado» y sus derivados y familiares: contra lo revolucionario, lo moderado. Contra lo progresista, lo moderado. Contra la rebeldía, lo moderado. Y contra el progreso, contra la solidaridad, contra la alegría, contra el bienestar, contra la cultura, contra el arte, contra el bienestar…, contra todo aquello contra lo cual es difícil estar.
Sucede que, en primer lugar, es posible un pensamiento ajeno a las consignas y a las conveniencias de temporada de los partidos políticos, que son los que, en esta época de la historia de postguerra mundial excesivamente prolongada, casi siempre dictan todas las definiciones anteriores. Y a menudo lo hacen contradiciéndose de unas temporadas a otras, pero eso a ellos les da igual con tal de seguir a ese lado del tragaperras. En segundo lugar, las huestes seguidoras de esas consignas iniciales se convierten a su vez de pasivas en activas, y empiezan a secretar más y más retórica y a engordar sin freno la noción nuclear inicial. Muy a menudo se olvida por completo por qué se dijo que tal acción o tal obra o tal autor son rechazables (fue una cosa de circunstancias, una pelea personal con un influyente, un desacuerdo momentáneo y parcial con alguien equivocado): esa obra o ese autor y, lo que es peor, los que lean o contemplen esa obra y los que sigan a ese autor, serán y seguirán siendo rechazables, repugnantes, sospechosos. ¿Sospechosos de qué? De «moderados», como mínimo. Aunque, estando en España, ya se sabe: de fachas y hasta de franquistas. Podrían ponerse ejemplos muy vivos y muy en vigor. Y gentes inteligentes y cultas que, a pesar de ello, son tan susceptibles de ser captadas por este virus como por el de la gripe, y ¡no leen! a ese autor o ¡nunca verán! tal película o pintura, etcétera, sólo por la fuerza de esos «diccionarios». «Sí, sí, escribirá todo lo bien que tú quieras, pero es que a él no lo soporto desde que se metió en la polémica con X, así que no le pienso leer»: porque en la polémica, resultó que X tenía más controles sobre el mundo cultural o cuasi cultural y consiguió el ostracismo del otro, o lo que hoy se llama «cancelación»; y esta ha durado hasta el día de hoy, quizá cinco, o quince años después, y sus seguidores y transmisores ya ni se acuerdan de por qué hay que opinar así de mal de ese autor, pero qué falta hace.
Todo eso no nos gusta, y lo hemos sufrido cuando estudiábamos otras cosas y cuando estudiábamos filosofía, y luego cuando estudiábamos más, y luego en los trabajos, y leyendo, y viviendo en esta sociedad, y contemplando el mundo cultural, y observando el mundo político, y leyendo a filósofos, y oyendo al mundo docente y al zoo cultural, y sufriendo a los mediadores voraces y malversadores de su posición conseguida en la mayoría de las ocasiones por azares empresariales o partidistas, y al intentar simplemente disfrutar de la inteligencia, de la cultura y de la vida, y así aumentarlas, siempre contra el viento del agorero, del inquisidor, del puritano, del sacristán, del que se cree con títulos para ir corrigiendo el lenguaje a todos como si con eso estuviera ayudando a que de verdad ese joven de la patera no muriera deshidratado o esos profesionales de clase media puedan recuperar lo que el nuevo dictador les ha robado.
No vemos por qué hay que seguir el pasacalles de la radicalidad. Vemos por qué muchos lo siguen: el miedo no es raro entre ellos, y desde luego la conveniencia en muchas ocasiones; la simple juerga de amiguetes está también muy presente. Y algunos lo que tienen ahí puesta es su honestidad y su conciencia, y ven así las cosas verdaderamente (no el que rechaza a un autor sin haberlo leído). Pero el que las ve de otro modo tiene también que poder pronunciarse: los que no quieren ser, porque no lo son, ni de un extremo ni de otro, ni siguen a un cura con un crucifijo o con una estaca, ni son capaces de haber visto nunca que ninguna de esas soluciones que algunos pedían «en quince segundos o en seis líneas, y si no no me vale» a problemas tan complejos como el fin de la opresión del hombre por el hombre, las materias que se plantea la razón humana sin poder evitarlas pero sin poder resolverlas o los fundamentos complejos de las democracias.