Una filosofía no radical 7

Una filosofía no radical 7

Rafael Rodríguez Tapia

Y que muy rara vez, si es que ha habido alguna, ha llegado desde una sola teoría o dogmática o postura.

A este respecto resultó perfectamente significativo de los tiempos radicales de los que intentamos salir con esta web los conflictos habidos durante los dos años que se publicó otra web, docencia.com, entre 1999 y 2001. Se podrá suponer que lo que se pretendía con esa web, escrita por siete u ocho autores más algunos invitados esporádicos, era ponerse a discutir acerca de la enseñanza y las reformas que desde 1990 ya estaban terminando de implantarse. No es este el momento de entrar al pormenor de los absurdos que se dieron a propósito de ello; pero sí de recordar uno en particular, que lo cierto es que se constituyó en ajusticiamiento del proyecto: los partidarios de aquella reforma educativa de la ley de 1990 enrojecían de ira cuando se cuestionaba algún aspecto de la misma, por nimio que fuera, y terminaron de encontrar la panacea para salir de cualquier aprieto: discutir según qué cosas, pero especialmente esas, era (por supuesto) fascista. Nada nuevo bajo el sol: antes, mucho antes de entonces y después, mucho después, se ha usado y se sigue usando igual esa especie de bomba fétida dialéctica para disolver cualquier conversación o reunión no del todo sumisa.
Hoy continuamos discutiendo, es cierto que mucho menos del asunto educativo (no merece la pena planear una ruta por los pastos para una oveja muerta) y mucho más de otros asuntos, y eso es lo que creemos que significa la reflexión filosófica no radical: muy rara vez encontraremos un punto final para algo, o un dictamen definitivo, o una palabra de dios.

Al otro extremo de la cólera del creyente tenemos el mundo de los consensos, variado y colorido, y no exento del todo de sus propios focos de ira o por lo menos de irritación. Porque empeñarse en consensos a toda costa puede ser en ocasiones tan inoportuno, o tan inapropiado, o tan imposible como pactar porque sí con Hitler o con Stalin. El fundamentalismo consensual también existe, y nos parece que hay que evitarlo tanto como el autoritario. Aunque, por supuesto, su territorio es tan extenso y tan intrincado que es difícil no encontrar en él por lo menos algún sendero por el que moverse.
No somos tampoco eso que pudiera llamarse (y alguien llama, pero con otro sentido) fundamentalistas democráticos: sabemos con seguridad que hay situaciones en las que NO hay que recurrir a votaciones ni a mayorías ni a asambleas, y que hacerlo sería un enorme error. La democracia, creemos, es un modo de organizarse en lo público que, tal como ha venido desarrollándose en las últimas décadas, exige el cuidado o la práctica de unos ciertos valores, como la libertad de palabra, la tolerancia y otros, pero es eso, nada más y nada menos: un modo de organizarse en lo público. La democracia política no exige ni pide ni le conviene que haya «procedimientos democráticos» en todas las actividades y circunstancias de la vida. No es más democrático someter a votación del personal de un hospital por dónde hacerle mejor la incisión en quirófano a ese paciente para una apendectomía; o imponerse por votación asamblearia a un aparejador y corregirle la muy calculada posición de la grúa en una obra. La divulgación de bajo nivel, canalizada además a través de productos de enorme consumo como las teleseries, algunos nuevos partidos políticos y muchos videojuegos, ha difundido unas esquemáticas nociones de comportamiento democrático que lo único que han creado ha sido una deformación en el desarrollo cognitivo y afectivo de millones de personas, ellas sí fieles creyentes pero no exactamente de la democracia política sino de que democracia consiste en que cualquiera tiene derecho a lo que quiere en el momento en que lo quiere, y aunque la ley diga lo contrario.

No insistiremos en lo que la filosofía no radical puede decir en cuanto a sus criterios de filosofía política, porque con lo dicho y con el propio desarrollo de nuestro trabajo se irá viendo lo que, por otro lado, es fácil suponer. Intentamos reflexionar sobre los principios de la democracia de hoy (con la percepción de que probablemente han entrado en escena nuevos problemas que las fundamentaciones de antaño no contemplan) porque nos parece que hay que colaborar con la democracia de hoy: en qué consiste la confianza en democracia, o qué nuevos perfiles conviene afilar de la tolerancia, por ejemplo, son reflexiones ya expuestas o en trance de exposición aquí al lado, y explican por sí solas nuestra postura. Pero no podemos evitar que sea visible nuestro rechazo a las pretensiones de esquematización de la realidad, como ya hemos mencionado, pero también de la realidad política. El juego de la polarización al que muchos parece que quieren obligar a todos a jugar no va con nosotros. Ya dijimos más arriba que no encontramos demasiadas cosas en la vida cuya solución o cuya explicación se encierre suficientemente en «dos líneas, o doce segundos»: es que esta es precisamente la fórmula de la polarización. En cuanto se reconoce la complejidad de los problemas y se quiere ir solucionándolos paso a paso, la polarización se desvanece y empiezan las discusiones de verdad.

Se ha dicho a menudo, en los últimos tiempos, que los problemas del mundo se han hecho tan extremadamente complejos que ningún gobierno de hace cincuenta o cien años habría llegado siquiera a entenderlos, y que en la actualidad ningún gobierno, pero tampoco otra institución pública o privada, ni ejecutiva ni legislativa, ni científica ni técnica, puede con sus solas fuerzas solucionarlos. Probablemente los baby boomers y posteriores hemos nacido cuando las cosas ya empezaban a ser así, porque es tan honda nuestra convicción de que es cierto eso, que el problema público más sencillo ya es complicado, como quizá la vida con tecnologías de la comunicación es lo natural para la generación BIT, born in technology.
Y comprender esa complejidad y proponerse arrostrarla es incompatible con el esquematismo populista, los juegos de polarización social y las soluciones fáciles.

Por eso, y reconozcamos un poco que también porque es una denominación llamativa que permite subrayar estas cosas con un color bien visible, lo de no radical.

Y a partir de ahora, en esta sección trataremos asuntos menos generales, pero suponemos que siempre se verá nuestra intención de comprender más allá de consignas y lemas. Por supuesto que no hemos enunciado todas nuestras convicciones. Preferimos que aparezcan cuando tengan que hacerlo mientras reflexionamos sobre el mundo. Cierto profesor universitario de filosofía contemporánea se dolía hace ya décadas de la independencia de las carreras llamadas «Filosofía Pura» y similares, desgajadas de las anteriores «Filosofía y Letras», porque, decía, antes por lo menos los alumnos llegaban a 4º, cuando empezaba la especialidad de Filosofía, sabiendo «cosas», las que habían aprendido en los tres cursos previos, comunes a las Historias y las Filologías; pero con la independencia ya no estudiaban nada de esto, con lo cual acababa el profesor preguntando siempre, deprimido: «¿de qué van a hacer ustedes filosofía?». Nosotros podemos aumentar la sensación de carencia, porque no nos parecía suficiente que los de filosofía supieran por lo menos de filologías y de historia: qué van a hacer esos de filosofía sin saber de ciencia, de cine o de televisión, de gentes y paisajes y personas, de leyes, de deportes, de lo que come la gente, de cómo habla, de lo que le duele y lo que le consuela.
Por eso vamos a ir, como también dijo Ortega en otra situación, «a las cosas, a las cosas».