01 Jun Dura lex, pero también risas
Micaela Esgueva
Hay cierta condición en la sociedad española que suele ser tenida por defecto. Pero voy a intentar reivindicarla como virtud, porque he observado los beneficios que produce. Me estoy refiriendo a algo que podría llamarse «antiinstitucionalidad», que a lo mejor es lo mismo que otros llaman anarquía, o indisciplina o irreverencia.
Y precisamente voy a reivindicar esa virtud porque he observado ya desde hace años, pero muy últimamente muy intensificada, la circunstancia de su pérdida. O quizá de su pérdida a ratos; pero eso me ha hecho pensar que pudiéramos estar acercándonos a su final. Claro que a estas alturas tan iniciales de mi texto el lector estará ya, probablemente, imaginándose mil cosas raras, así que voy a ir al turrón de cabeza.
Todos tenemos la experiencia de esos amigos alemanes que alojamos en nuestra casa unos pocos días, durante los cuales los llevamos de excursión en nuestro coche, y que casi se mueren del susto cuando paramos en el stop de ese cruce de carreteras dos metros más allá de donde está pintada la raya en el suelo. Pero, se entiende, lo hacemos sin ponernos en peligro, ni poner en peligro al que quizá venga por la otra carretera. Pero es que sucede que somos de aquí, y hemos pasado por ese cruce mil veces, y sabemos que si paramos en la raya de stop pintada en el suelo no vamos a ver un pimiento de nada que pase por la otra carretera que vamos a cruzar, de modo que al final tendremos que acercarnos un poquito al borde del cruce para mirar; así que lo hacemos de primeras, y nos ahorramos la tontería de parar dos veces y, sobre todo, la de obedecer a alguna autoridad municipal o autonómica o galáctica que ha decidido poner ahí la raya y no donde todos los conductores saben que debería ir. A propósito, no recuerdo si era en Puentedeume, o quizá en Miño, o en todo caso por aquellas tierras, todo el mundo sabía que uno de estos stops estaba perfectamente mal colocado, unos diez metros antes del cruce, y este cruce, además, ciego perfecto con edificios, porque justo en el lugar donde tenías que parar tu coche estaba el colmado creo que del alcalde o puede que de un concejal amigo o carguito parecido. El tío le había echado morro, y en plan marketing pedestre había llegado a la conclusión de que la gente compraría más en su tienda si el stop del cruce le obligaba a parar ahí. Por supuesto, nadie supo nunca si eso le había funcionado (estuvo así años y años) a nivel económico; pero lo que nos importa de esto son dos cosas: primero, las gentes no se dejaron someter por tan fundamentada autoridad vial, y siguió haciendo el stop unos metritos más allá, desde donde se veía bien; segundo, la guardia civil y la municipal de aquel lugar, en acto que por un lado les honra pero por otro nos indigna, se forraron a multar a todo aquel que se comportaba según el sentido común «vial» o simplemente humano. El hecho de que todos supieran el origen de esa mala colocación, y por cierto su peligro en definitiva, nunca sirvió para que hubiera esa pequeña manga ancha que por supuesto se aplicaba a muchas otras situaciones sancionables: aparcamientos chungos que se resolvían con un «ande, quite el coche» antes que con multas, y cosas así. Pero las gentes siguieron y siguieron «haciendo mal» ese stop, hasta que, con los cambios de alcaldes y de beneficiados, el stop se cambió de lugar y se puso donde debía estar desde el principio.
Desde luego ni siempre ni muchas veces la «acción popular» ha conseguido victorias épicas del calibre de la de ese stop gallego. Doblegar a las autoridades (y de entre estas, las de tráfico se han erigido en los últimos tiempos en unas de las más pétreas e irracionales) no es cosa que se pueda esperar para todos los años. Pero, precisamente, la virtud de la que hablamos no es la de doblegarlas, sino la de ignorarlas.
Esto es muy peligroso, uuuuyyyyy, ya lo sé. Pero entendamos que no estoy llamando a acción alguna, ni estoy proponiendo nada en particular, sino, simplemente, describiendo una virtud que en mi opinión es de las más potentes de las virtudes españolas, y que ya está en ejercicio: no idolatrar ni someterse a la autoridad pública, ni suponer porque sí que si alguien ha llegado a ocupar un cargo público ha sido por su valía y su sabiduría, sino mantener cierto grado de cinismo, o por lo menos de escepticismo, y no abandonar nunca el examen individual de lo que desde las alturas de la autoridad desciende sobre nuestras miserables cabezas, y ya veremos luego lo que hacemos. Al mismo tiempo, no hay aquí actitud de destrozo alguna; si las cosas son así, así las iremos haciendo de momento, y de momento me pararé en esa raya de stop mal colocada; pero no saldré desde ahí, porque las probabilidades de chocarme con otro son casi todas, sino que luego haré lo mío, que en ese caso es hacer un segundo stop, el que de verdad vale, el útil, aquel desde el que se ve si se puede cruzar o no esa carretera. Algo así como a Dios rogando y con el mazo dando, pero rogando la verdad es que poco.
Y hasta aquí no habría dicho nada de lo que queremos reivindicar como virtud, porque sólo he dicho la mitad. La otra mitad es que hemos conseguido edificar y consolidar un Estado de Derecho y una sociedad en la que impera la ley aun con toda esa sabiduría popular, certera a no poder más en este caso, que informa de la muy extendida arbitrariedad y a menudo estupidez de la legislación o los reglamentos y desde luego de las autoridades que los imponen.
Porque estamos ante una noción que, me parece, todavía no ha recibido un nombre del calibre que merece: nadie duda en España del imperio de la ley, pero eso de que el imperio de la ley coincida con el imperio del concejal vamos a tener que hablarlo mucho o, como mínimo, reírnos mucho de ello.
Eso de que el principal objeto (o víctima) de mofas y chistes en un país sean precisamente las autoridades, y que algunos idiotas consideran que es un delito, no podemos más que mirarlo como un signo de fortaleza social y salud mental. Aquí y allá, según el reciente ganador de las elecciones, se puede oír a algún tarado decir de vez en cuando cosas como «yo creo que de un presidente de gobierno no se deben hacer ese tipo de chistes»: en condiciones normales y entre gentes normales, el estiradillo que ha dicho eso (partidista evidente del presidente chisteado, claro) se ha llevado una salva de collejas y se ha quedado sin postre. ¿En la tierra de Quevedo y de Cervantes, de Tono y de Mingote, no hacer chistes sobre los que mandan?
Además de los chistes, como digo, hay conductas, y quizá es aquí donde tenemos que estar atentos. Quién no conoce que hay culturas y países donde un segurata dice: la cola hay que hacerla aquí, y no bajo esa marquesina, y nadie chista, y la cola se hace ahí, que da la casualidad de que es al aire libre y bajo un diluvio helado; en España, casi siempre hasta ahora, si hay esa marquesina y ese diluvio, pero las instrucciones «de arriba» dicen que los de la cola que se mojen, ni siquiera ha hecho falta doblegar con llaves de judo al segurata, porque hasta este mismo decía lo de «venga, pónganse debajo de la marquesina», en acto flagrante y casi violento de insumisión ante la autoridad de ese gran almacén o lo que fuera. Lo que hemos observado con frecuencia creciente en los últimos tiempos ha sido algo que sugiere un aumento de la inflexibilidad por parte de unos y no tanto de los otros, pero sí cierta tendencia a la sumisión desinformada por parte del «pueblo llano»; hemos presenciado cómo ante un mero despiste de un ciudadano que creía que se abría hoy ese gran almacén de libros, cuando en realidad se abría mañana, una segurata , ante la segunda pregunta del sexagenario se llevaba la mano al revólver, que por fortuna no llegó a sacar (pero el gesto, con paso atrás incluido, hubiera debido bastar para inhabilitar a la segurata de por vida, claro). Algo ha habido últimamente, quizá algo relacionado con la epidemia, o quién sabe qué, que me parece que ha intentado que este cinismo suave o esta mofa mullida hacia la autoridad esté puesta un poco en cuestión. A lo mejor el mismo hecho de las encerronas primeras, que cómo no considerar un gesto de absoluta autoridad al que todos hemos obedecido, ha moldeado alguna parte de nuestros cerebros y los ha hecho más aptos para el sometimiento o para la veneración automática. Tendrán que estudiarlo en el futuro los especialistas.
Nos quedamos de momento, como gran herencia y virtud de nuestra sociedad, esa combinación difícil pero triunfante de legalidad y guasa, de norma general pero examen individual. Es posible que a base de pensar en ello acabemos encontrando un buen término para denominarlo. Pero que en el futuro nadie diga dos cosas: que aquí no se obedecían las leyes, y que aquí todos eran sumisos. Qué lío para los simplistas.