El Museo Arqueológico Nacional

El Museo Arqueológico Nacional

Micaela Esgueva

 

Nuestro Museo Arqueológico Nacional dejó hace tiempo de ser aquella especie de almacén algo polvoriento y desordenado, que era lo que parecían muchas de sus salas hace décadas, y es en la actualidad una instalación de vanguardia. A los visitantes de aquel antiguo museo les mosqueó mucho su cierre de años, y sus obras, que parecía que no iban a acabar nunca, y por fin su nuevo estado.

Salas del antiguo Museo. Encantadoras, pero hoy insuficientes.

 

De pronto teníamos ante la mirada un museo que no mostraba todo lo que tenía. La impresión, en realidad, para los que habían frecuentado el anterior era, al principio de la nueva etapa, un poco de expropiación. Había docenas y docenas de objetos que uno más o menos recordaba y que de pronto ya no se mostraban. Más todavía: se mostraba lo que, en primera reacción, todos los aficionados anteriores decían que era «muy poco». Por otro lado, estaba todo más colocado, es decir, más racionalmente colocado, y hasta se podía seguir un cierto «argumento» al recorrerlo. Por supuesto, la instalación anterior tampoco era un mero hangar desordenado, y grandes talentos de la arqueología se habían dedicado a ella; pero ahora había hecho su entrada esa cosa rara que algunos llamaban «museística» con alguna de sus variantes, para bien y para mal, y que todos, por entonces, conocíamos más frecuentemente para mal, por sus excesos pedantes y cursis.

De pronto, todo el mundo decía que estaba todo mucho más limpio, que los objetos expuestos estaban «más claros»…, aunque entre algún gruñido de los más amantes del desorden anterior (apegados, hay que decirlo, al modelo del museo arqueológico de Nápoles, encantador y delicioso, pero desastrado, descuidado de ventanas abiertas a los 42 grados de la tarde estival, abrumador por las cantidades de objetos en montoneras). Lo cierto es que parte de esa museística consistía en despojar en gran medida las exposiciones de objetos y sustituirlos por «paneles» en los cuales, en ocasiones, llegaba a haber 1.000 palabras, por contarlo en anglosajón editorial, es decir, más de dos folios de texto y a menudo con flechas, diagramas y catches: un esfuerzo para el museoadicto de épocas anteriores, más hecho a buscarse la vida por su cuenta y menos necesitado de didácticas. Pero la gran enseñanza del nuevo estilo era y es una que no es tan trivial como parece: no hacía falta contemplar, reales y verdaderos, delante de nuestros ojos, 500 bifaces para comprender qué y cómo es un bifaz; ni 500 anillos, ni 1.000 tarros de cristal de roca para cosméticos… La disposición anterior ofrecía más bien eso; abrumaba en ocasiones y en ciertos temas por su cantidad y su abundancia (y a veces, hasta los nostálgicos lo reconocerán, lo que había era montones napolitanos). Y ahora todo parecía, al principio, más pobre.

 

Las salas hoy, en plan molón.

 

Pero no es más pobre. Ese mecanismo de reducción de la muestra es duro de asimilar por muchos aficionados (o profesionales). Les sucede a los aficionados a la arquitectura monumental: muchos no sienten que hayan recopilado suficiente información sobre los monasterios cistercienses de la Península mientras sólo han visitado, fotografiado y analizado 40, o 50; todo lo que no sea haber puesto los pies y las córneas en los más o menos 500 que hay, entre vigentes y ruinosos, les parece defectuoso. Naturalmente, en los museos pasaba algo parecido. Pero la enseñanza está ahí para quien quiera recibirla: 40 fíbulas romanas en exposición resultan ser suficientes para comprender cómo eran las fíbulas, cómo se fabricaban, cómo se utilizaban aparte de su uso primario… Y el que quiera saber más de eso, y hacerse algo así como un experto en fíbulas, podrá continuar hasta las quizá 5.000 que puede que haya en los almacenes del Museo. Pero en reconocimiento primero 40 fíbulas ya informan y sitúan.

La discusión de género y especie, por supuesto, está abierta siempre que se trata de un museo; y los tipos y los casos y los individuos y su valía testimonial son un asunto inagotable. De modo que siempre se podrá discutir, naturalmente. Pero lo que aplaudimos es que el Museo Arqueológico Nacional está en el extremo opuesto de los que muestran negligencia o desatención o indiferencia hacia su material (que los hay por ahí). Todo puede cambiarse, corregirse, discutirse, pero de momento se agradece que en este museo hay una intención.

Está, en cuanto al cuidado del detalle en la exposición, al nivel del Museo del Romanticismo. En cuanto a la reflexión, la tecnología, la oferta y las posibilidades, al nivel del Prado. Estos dos museos merecen por supuesto comentario aparte, que tendrán, y en algunos aspectos puede que superen al MAN, y en otros puede que sea el MAN el que les supera.

Colección estable aparte, hay una oferta continua de exposiciones temporales. Además, cursos, conferencias y visitas guiadas de tema específico cotidianamente. Tiene su asociación de amigos, al estilo de la del Museo del Prado, y hasta ofrece cursos de formación para que los jubilados que deseen ser guías de grupos, en general escolares, puedan dedicarse a ello como actividad «de tercera edad». Ofrecen con regularidad conciertos de todo tipo relacionados con temas del museo, y por supuesto eso incluye también música antigua.

Tendrá sus defectos, y todo, como sabemos y decimos, es criticable; pero después de tantos años de ausencia, y de un pasado que a veces aparece como demasiado decimonónico, tenemos un Museo Arqueológico Nacional que ya no es en modo alguno un parche para rellenar el expediente, sino una institución del nivel más alto, ese en el que están el Prado y pocos más.

No es cosa de ignorarlo. O, como mínimo, de ignorar que existe.