La Tercera Vía cinematográfica: eso no lo hace una sociedad muerta

Micaela Esgueva

Se habla y se escribe a menudo de aquella «Tercera Vía» cinematográfica que propuso un cine español nuevo entre el año 1970 y más o menos 1976 o 1977. Aunque podría defenderse que no se puede asignar un año de finalización, ya veremos por qué.

Queremos señalar aquí que esa Tercera Vía, que suele pasar como un simple episodio curioso en la historia de nuestro cine, y que algunos incluso ignoran y desprecian, reflejando sin saberlo algo muy importante que pasó en aquella misma época, fue en realidad una hazaña y un acontecimiento de una importancia enorme, que rara vez se ha apreciado como se merece. 

Muy pocas sociedades, en la situación en la que estaba la sociedad española de esa época, hubieran sido capaces de producir un acontecimiento como ese cine peculiar y nuevo. Y puede que sea más significativo que, además, se aplaudió como se aplaudió y tuvo el éxito de taquilla y de apreciación popular que tuvo. No se puede decir tanto, por supuesto, de la crítica, que tuvo que dejar pasar una o más bien dos décadas para que sólo en parte se empezara a apreciar con cierta ecuanimidad la importancia y la calidad de lo sucedido. Pero es normal, porque la crítica estaba tan polarizada como el cine. Estaban los conservadores, amigos ciegos de lo que dijera la junta de calificación, en general mojigatos y cobardes, que parecían preocupados solamente por demostrar con sus breves latigazos escritos la necesidad de meter en el Índice vaticano, o en la DGS y desde luego en la cárcel, a todo el personal que había trabajado en cierta película que se complacían en llamar disolvente, o en proponer beatificaciones si la película era, por el contrario, edificante (y que daba igual cuál fuera, siempre que fuera la señalada para denigrar o para ensalzar por los señaladores autorizados); y estaban los progres, enredados en la retórica progre de entonces, que no era otra que la del PCE clandestino o más o menos, y que parían sin cesar textos y textos de diez y veinte y treinta folios, al estilo de las ponencias políticas, en los que querían demostrar cómo tal película en particular colaboraba a la liberación de la opresión y al fin de las clases, o todo lo contrario, y el criptocapitalismo se colaba malvado, por supuesto en El padrino o en cualquier otra película (que daba igual cuál fuera, siempre que fuera la señalada para denigrar o para ensalzar por los señaladores autorizados). Nos hemos permitido demorarnos un poco en este dibujo de la polarización que reinaba entonces en la afición, porque es necesario empaparse mucho de ello para comprender lo lejos que estaban ambos bandos de lo que la población española iba a demostrar inmediatamente que era y quería ser. Y también para invitar al justo aprecio del mérito que tuvo José Luis Dibildos, y el que tuvieron algunos de sus primeros directores, para lanzarse a hacer ese cine nuevo. 

Era desde luego, Dibildos y su amor por el cine; y era Roberto Bodegas, lúcido hasta el punto de ver que sus convicciones cercanas al PCE no podían frenar la verdad; y Antonio Drove, y… Los protagonistas, los que se arriesgaron personalmente, los que invirtieron su dinero y su trabajo y su prestigio personal, sufrieron inmediatamente el desprestigio de ambos bandos de la crítica. Y de la no crítica, porque en aquellos pringosos tiempos del tardofranquismo parecía todo el mundo dispuesto a dejarse dirigir en pensamientos y opiniones, y eran pocos los que se atrevían a expresar con sinceridad lo que pensaban o sentían acerca de algo. Pero me importa mucho que lo que afloró entonces fue precisamente una sociedad que estaba viva, y que entonces tantos se empeñaban en decir, y además hoy mismo muchos siguen empeñados en decir, que estaba muerta. Da la impresión de que debe de dar mucho gustirrinín insultarse a uno mismo y a su propia sociedad, porque los que lo hacen (y, de entre estos, son muchos los que lo hacen a propósito del cine) lo hacen con un regodeo y una extensión que no se entenderían si no fuera un goce. Pero es que en todo lo que rodea a los discursos sobre la Tercera Vía («de Dibildos», se solía añadir), y a lo mejor no es tan difícil averiguar por qué, todo parece interesado, mentiroso y manipulador. De hecho, lo que más te encuentras es personas que nunca han visto Españolas en París o Tocata y fuga de Lolita o Los nuevos españoles pero que te dicen de entrada que vaya mierda, que menuda vergüenza de cine, cuando en otros países estaban haciendo El año pasado en Marienbad o Dersu Uzala, y que aquí dale que te pego con el muslo. ¿Qué muslo? 

Y nosotros, además, en tesis que no es propia de este lugar y que ya veremos cómo, cuándo y dónde os endilgamos en el futuro próximo, afirmamos y sostenemos que esa Tercera Vía ni siquiera puede acotarse en el tiempo, que no tuvo fin y que fue y es en realidad el comienzo, luego progresivamente desarrollado, del mejor cine español de hoy. ¿Por qué considerar que Nosotros, que fuimos tan felices o La verdad sobre el caso Savolta, las dos de Antonio Drove, ya no eran «Tercera Vía», o Corazón de papel, del mismo Bodegas, o tantas otras cuyos estilemas y formas y nociones de fondo se pueden rastrear sin discontinuidad? Siempre levantará discusiones, claro, pero son para otra sección de esta web, mis afirmaciones de que No desearás al vecino del quinto y Pierna creciente, falda menguante siguen siendo Tercera Vía; y tantas y tantas otras que nos podrían llevar, yo qué sé, desde luego a la serie de TV Curro Jiménez (uno de cuyos directores habituales, por ejemplo, era el mismo Antonio Drove), e incluso a muchas de esas películas, habrá que reconocer que en muchos casos de desgraciados títulos, arrojadas con desprecio a etiquetas tan equívocas o tan erróneas como «el destape» y «el landismo». ¡Si la mayoría de los que las critican ni las han visto». ¡A ver! ¡Por un bocata de calamares! ¿De qué trata Pierna creciente, falda menguante? Pues no, te has equivocado. Te toca verla, chaval.

Y que quede constancia de que, bajo una dictadura prácticamente doble, entre la de los del régimen franquista y la de los antifranquistas más o menos clandestinos, sacar adelante el cine que Dibildos y sus colaboradores sacaron adelante, fue una heroicidad que puso de manifiesto, en primer lugar, que esta sociedad estaba más viva de lo que ninguno de esos admitiría (y algunos siguen sin admitir).