01 Abr Los países superpuestos
Micaela Esgueva
A menudo resulta más difícil probar algo cuanto más verdadero es y más abundantes son las pruebas en su favor. Sucede que si ya es así, y es tan evidente su verdad, quien la niega muestra una especial cerrazón de mente que le va a impedir entender, aceptar o incluso ver esas pruebas. Así que no hay que desgañitarse. Hay que exponer esas verdades con tranquilidad y tal como son, y allá cada quien con sus cegueras, mientras no se pase de listo y funde comandos de ataque contra los honrados.
Ya en una fecha tan lejana, o temprana si se quiere, como 1950 se reunió un grupo de filólogos, literatos, artistas y en general gentes de pensar y hacer, y montó un primer movimiento en recuerdo y homenaje a Federico García Lorca. La fecha no es una errata: 1950. Hasta hace poco todavía estaban entre nosotros algunos de esos esforzados amantes de la literatura y pudimos hablar con alguno, y de ahí nuestras dudas, que nos las transmitieron ellos mismos, de si aquello se tenía que llamar homenaje o congresillo o qué. El caso es que lo hicieron, y aprovecharon para montar algunos fragmentos de representaciones y alguna función entera, y para hablar unas cuantas jornadas sobre el poeta y las cosas de su alrededor. Era evidente para todos que se ponían en un lugar de riesgo: aunque parte fundamental del asunto era hacerlo a la luz del día, y no en cavernas bajo el suelo, esa misma luz, si le pillaba mirando al bruto armado de turno entre aguardiente y aguardiente, podía acarrear para los participantes una buena tunda de porrazos y, según le hubiera ido el día o la semana en su casa al jefe del bruto, cosas mucho peores. Pero la cosa fue al final más o menos bien, por casualidades de la vida, o del alcohol, o quién sabe por qué. Lo que sí se sabe, y los organizadores lo sabían mejor que nadie, era que justo ahí era donde había que apretar si se quería mantener viva la cultura y la actividad intelectual y artística del país, y hacer cosas, y editar libros, y montar funciones, y organizar congresos. Porque estaba todo ese país que hacía, y escribía y leía, y en otro sitio estaban los que se dedicaban pues en realidad no se sabe muy bien a qué, salvo a proteger a los que tenían el poder, que tampoco se sabía muy bien para qué lo querían aparte de para amasar fortunas dándose licencias de importación de porteros automáticos y similares. Es necesario, y lo va a seguir siendo durante muchos años, insistir en esto: aquello se llamó y la historia pronto llamó en retrospectiva «el franquismo»; pero este «franquismo» se va a entender muy mal si se interpreta como el dibujo completo de la sociedad en esa sola palabra, porque había varios países superpuestos, algunos de los cuales en efecto se aborrecían recíprocamente, y alguno de los cuales podía, si le daba por ahí, aniquilar a otros incluso por medios definitivamente físicos, por así decirlo. Pero aunque muchos de esos brutos se vieron tentados de hacerlo y hasta hicieron lo que pudieron por su parte para ello, no lo consiguieron.
No todos los que pensaban y hacían fueron aniquilados, y los que quedaron se dedicaron a pensar y hacer. Tuvieron muchas limitaciones, y los brutos hicieron todo lo que pudieron para joderlos, y los estirados y favorecidos los despreciaban, pero ellos siguieron pensando y haciendo.
Si se piensa detenidamente (o sea como antes de la aparición de Instagram), todo esto fue tan visible y tan a la vista, y sigue hoy tan visible y tan a disposición de todos, que no se entiende fácilmente a los que niegan la existencia de esta actividad y de estas personas. Se valen, creo, de que la mayoría de ellas ya han fallecido y no pueden proponerles salir a la acera a discutirlo. Pero tal como nos decía una importante mujer de la cultura alemana, nacida en los sesenta en Berlín oriental, «es nuestra obligación de herederos contar a los siguientes cómo fue aquello, la dictadura y la maldad, pero también la bondad y el esfuerzo, para que los siguientes no repitan la primera, pero no dejen de apreciar los segundos».
Aunque les duela a algunos que han hecho carrera con ello, Lorca, por ejemplo, no fue descubierto por ellos ya en democracia. Ni los que vivieron durante el franquismo lo ignoraron, ni fueron pasivos (ni con Lorca ni con tantas otras cosas).
Juan Antonio Bardem nos ha dejado dos o tres obras maestras cinematográficas, tres o cuatro películas más muy buenas, y además hizo muchas cosas más. Le dio por fundar nada menos que el Partido Comunista «en el interior» allá por 1953, más o menos en contacto con el grupo de Carrillo y de Pasionaria de Toulouse, aunque a menudo con desacuerdos y con broncas. Pero hay que ver en qué fregado se metió, y lo que le costó de detenciones y perjuicios. Mientras tanto, sacaba su carrera profesional adelante. ¿Alguien se atreve a tildarle de franquista?
Ha legado a nuestras manos una preciosa foto de Bardem rodeado del grupo de actrices (entre otras Cándida Losada, Alicia Hermida y Julieta Serrano) con las que montó y estrenó La casa de Bernarda Alba en el teatro Goya de Madrid en 1964. Tampoco es una errata: 1964. Con decorados de Antonio Saura. La función alcanzó las 150 representaciones, lo cual se consideraba en la prensa de la época «gran éxito». A propósito, era la segunda vez que se montaba la obra durante el franquismo; la anterior fue precisamente en aquel congreso de 1950. Merece la pena reflexionar sobre el Bardem de la foto (y sobre los otros Juan Antonio Bardem, claro), abierto, enérgico y contento. Un tío duro, con fama de autoritario en la profesión, de estirpe de actores por varios lados, que acaba estudiando una ingeniería pero dedicándose al cine, al teatro y a la política más peligrosa posible…, y que monta casas de bernada alba cuando sale la oportunidad, y lo disfruta, y consigue el éxito, y la gente se lo aplaude en 1964.
Que cada cual lo lea como quiera, claro. Pero hay una o dos lecturas, que por desgracia hoy son casi hegemónicas, que son erróneas.