Qué pasa con el odio a la meritocracia

Qué pasa con el odio a la meritocracia

Micaela Esgueva

 

Un ejemplo: hace no demasiado, como a mediados de julio pasado o así, de nuevo se desató la bronca pública porque el cómico Florentino Fernández había dicho esto o lo otro, admitamos que con todo el derecho, pero tocando terminales nerviosos sensibles relacionados con el valer o no valer de alguien independientemente de su sexo, etnia, condición o condiciones varias, etcétera. La cómica Nerea Pérez le asestaba en respuesta en el diario El País (me parece que el 9 de julio) un articulazo titulado «Siento ser yo la que acabe con tu inocencia, Flo». En este artículo, Nerea Pérez se ponía las botas a zumbar al enemigo o, por decirlo de un modo más de monólogo y por supuesto doméstico, lo inflaba a hostias. Bueno, allá ellos. Para eso está la vida pública, ¿no?

Pero dos aspectos de su artículo saltaban fuera de la página y echaban a correr por la mesa y hasta se tiraban de esta e intentaban despegar hacia el horizonte. En primer lugar, que la autora Nerea Pérez incurría en un terrible argumento ad hominem encubierto e insidioso, inaceptable en cualquier conversación o polémica entre talentos que se respetan, que era el de empezar su parrafada con un tremendo «Me enternece que» (y continuaba, cito de memoria) a estas alturas sigas creyendo en la meritocracia y etcétera. ¿Cómo que «me enternece»? Cuando se rechazan los argumentos de esa izquierda culturalmente activa sobre la base de no aceptar lo que procede de personas que contemplan el mundo e intervienen en él con esa certeza de su superioridad moral sobre los demás, a menudo se es injusto, porque no todos sienten así, pero a menudo se es justo, porque a menudo muchos se pronuncian como aquí lo acaba de hacer Nerea Pérez. ¿Le «enternece»? Qué arrogancia es esa, qué destrozo del respeto, qué atribución de papel maternal sobre un pequeñuelo, ¡qué recuerdos vomitivos de los modales de monseñor Escrivá y de cualquiera de sus párrocos imitadores sobacabezas, eso sí, «enternecidos»!

Y, aun con ello, ¿estamos, estoy yo que esto escribo, en la posición contraria a la de Nerea Pérez? No: porque se puede ser clara y seca expresando una oposición a unas formas, o un desacuerdo de detalle, pero aun así no se está creando enemigo, que es de lo que esto va en el fondo. A lo mejor, quién sabe, hasta estoy de acuerdo con el fondo de lo que expresa. Pero no es aceptable que trate así a un rival o contertulio o conversador o antagonista intelectual (porque el asunto resulta que es intelectual, aquí nadie ha llegado ni a las manos ni a las emociones… o quizá a las emociones un poco sí).

En segundo lugar, y sin que el cómico Flo lo hubiera mencionado, que sepamos, la cómica Nerea lo despreciaba por su apego a la «meritocracia», que en el contexto estaba perfectamente claro (y, joder, que tampoco vivimos en una ermita y llevamos viéndolo desde que los pedagogos mugieron al sol) que es una palabra, esta de «meritocracia», que no necesita comentario: en ese universo ideológico es, por reflejo y de entrada, expresión de una perversión, de la maldad, de una ingenuidad culpable o como mínimo ciega a la realidad de las maldades del mundo. En algunos círculos, en algunos bares a ciertas horas, desde luego en ciertos foros, decir o concluir un párrafo con la palabra «meritocracia» y una sonrisa de media boca es definitivo y no necesita explicación, en la misma medida y por motivos muy parecidos a los que hacen que no necesite explicación el gesto y la calificación implícita si se acaba diciendo algo como «así que fulano se declara fascista», o «negaba que aquello hubiera sido una violación», o «es de los que no está de acuerdo con que sólo sí es sí», o incluso en círculos más sofisticados hace caer el hielo amoniacal de los cielos de la moral sobre alguien del que se dice: «es de los que rechaza que se diga niñes, miembra, persones y todes», y los demás entonces ni siquiera asienten, sino que abren el cuerpo hacia atrás comprendiendo todo de pronto y dándolo a entender con ese clásico gesto completo de acabáramos, ahora se explica cualquier aberración que nos hayas podido contar de ese personaje.

Aquellos pedagogos trajeron estos lodos, sí, aunque hoy se escondan: estábamos allí cuando lo hicieron y los vimos, aunque hoy se callen. La meritocracia. Algo así como aprobar en el colegio sólo al hijo de condes. O al machote más machote. ¿O a la joven más angelical? ¿O a la más buenorra? ¿O al joven más buenorro? Pero no: es que hay que rechazar la meritocracia porque al parecer todo el que se proclame su defensor es idiota y no conoce que la situación de partida digamos «social» y más todavía «intelectual» y «cultural» de las gentes es muy diversa y en ocasiones inabarcable de distante. Que unos parten de lugares muy difíciles de esos que en colegial decían «sin libros en casa» y otros parten de viviendas con estupendas bibliotecas. Que unos tienen que pasar los resfriados a pelo y otros tienen médicos privados desde que se les rompe una uña… Pero quién es tan cazurro como para pensar que cuando se menciona y se apoya esa «meritocracia», en primer lugar en el mundo académico y, desde él saliendo a los demás mundos y por supuesto el laboral, se refiere a eso. Naturalmente que hay imbéciles fascinados por las aristocracias (las unas y las otras, como hubiera dicho Romanones, no confundirse, que las aristocracias sindicales, o universitarias, o progresistas, también son aristocracias), y que consideran mérito mil y una idioteces, y estos mismos u otros que además ignoran porque no saben o porque quieren ignorar que hay situaciones de partida en la vida muy por detrás de otras… Pero por qué reducir a eso todo el uso que cualquier persona inteligente pueda hacer de la palabra «meritocracia», si no es por simples ganas de bronca (o, también, por ignorancia, que no es privativa de uno de los lados).

Ha sucedido con esto lo mismo que con las reformas educativas: que entre todas han matado la función educativa, porque al ver que había, que en efecto había, una rueda pinchada en la enseñanza, en lugar de reparar o sustituir esta rueda les dio por pinchar las otras tres. En cuestiones de casting de artistas, de empleos en empresas, de oposiciones con sesgo compensatorio, de acciones afirmativas y todo eso, ¿por qué no concentrarse en reparar esas diferencias de partida en lugar de aceptarlas y prolongar la injusticia siendo hoy inequitativos y sacando al escenario al cómico X, mal preparado, disfuncional como cómico, pero que como su situación de partida era peor que la de otros pues es a quien hay que sacar?

¿Ah, que también «enternecemos» por nuestra ingenuidad? ¿Después de que hayamos estado trabajando en el intento de reparar esas deficiencias de partida desde finales de los años setenta, alguien puede «enternecerse» por nuestra bisoñez, nuestra ingenuidad, nuestra… puerilidad? ¿No será, quizá, más pueril y más ingenuo ese «me la suda como te vaya en tu trabajo y si puedo te quito el puesto, porque a los gays nadie nos lo pone fácil» que (aproximadamente) le dice la actriz -por cierto, monologuista- de COGAM a la protagonista asquerosamente despreciada y sin motivo, en la serie Paquita Salas de «los Javis» (lo comentan nuestros compañeros de El Veedor en esta misma entrega)? ¿No es enternecedor cómo desconoce esta figura -ah, que es de COGAM, un respeto, o mejor un privilegio: callaos todos, no se le puede contestar- lo absolutamente nada fácil que se lo ponen a aquella que ahora tiene que recibir este nuevo desprecio?

«Meritocracia» merece significar lo que significa, y no lo que los ventajistas quieren que signifique.