15 Ene Vente a Alemania Pepe, una y otra vez pero ahora aquí
Vente a Alemania Pepe, una y otra vez pero ahora aquí
Micaela Esgueva
Me parece que el español y lo español tienen muy pocas características verdaderamente diferenciales frente al natural y lo natural de otros países. Ah, es verdad que es posible que se me haya notado que pienso eso en lo que llevo escrito en estos Herreras. Pero no sé por qué no me sobra repetirlo. Sé que mi edad y mi posición generacional me sitúan en una frontera incómoda; vaya si lo sé: quiero decir que llevo toda mi vida definida precisamente por eso. Cuando iba al colegio, más de una vez y de diez veces vi gentes caminando por la calle sin zapatos; por las principales calles de la gran ciudad pasaban como cosa habitual carretas tiradas por mulos; te cruzabas con hombres que llevaban simples cuerdas de esparto, como cinturón sobre sus pantalones. Y de pronto, como en una elipsis parecida a ese hueso que se transforma en nave espacial en la película 2001, en esa misma acera, cuarenta años después, lo que hay es una aglomeración de gentes que luchan por entrar en una tienda y comprar el último modelo de teléfono móvil puesto a la venta, mientras con el viejo, el que están a punto de tirar, llaman, o más bien escriben, a un servicio de comidas a domicilio para que le sirvan unos sushis en esa misma cola de la tienda, y reciben a continuación un sms comercial que les invita a suscribirse a una plataforma de televisión en la que puedes rebobinar la película en emisión cuando y cuanto quieras, e incluso ver las de ayer y anteayer que te perdiste.
Eso, y las aceras sin papeles (si te parece que están muy llenas de basura o sobre todo de papelotes es que no viviste en Barcelona durante la Transición; mira en cuanto puedas cualquier imagen de documental de la época y alucina) y sin chicles ni paquetes de tabaco, y que se llame a un camarero con un por favor y no con dos palmadas o chistando, que (hasta en Madrid, sí: esperando algo más en la cola, pero hasta en Madrid) sepas que cuando te dé el ataque siempre inesperado de apendicitis vas a acabar operado «sin coste alguno a tu cargo»; que no pasa nada si se te muere el coche en no sé qué carretera de circunvalación de cualquier ciudad, porque con una llamada viene alguien en un rato y te saca del lío… Qué sé yo: son todas las teselas de una vida real, vivida día a día y calle a calle, incluso vivienda a vivienda, empezando por el ya veteranísmo microondas inimaginable en la España de los 60, y hasta las neveras, la mayoría de las cuales todavía eran de barra de hielo traída diariamente -quiere decir esto que no se enchufaban, se les metía una barra y listo-, y llegando hasta las vitrocerámicas de inducción, la wifi tan naturalizada que hasta se pronuncia en español y no como en el original… todo aquello que incluso en los 70 e incluso más cerca de hoy muchos vaticinaban que nunca sería una realidad en España, ese país maldito y para siempre atrasado y oscuro, no ya por sus dirigentes chungos sino por su mismo pueblo renegrido, reaccionario, maloliente (qué catalán me ha quedado), pues ha resultado que tanto como cualquier país, cierto que en algunos casos uno o dos años más tarde que algunos (pero es igualmente cierto que con otras cosas uno o dos años antes), ha avanzado, ha ido dejando atrás la pobreza y no digamos la miseria, las carencias elementales y la precariedad existencial, y lo que tenemos al final, hoy, entre manos, es un país normal y corriente, con mogollón-mogollón de problemas y un montón, por otro lado, de bienestar y aciertos.
Nunca pierdo ocasión de recordar a uno de los personajes concebidos y escritos con más sensibilidad, acierto, ternura y rigor del cine español: don Emilio, el interpretado por Antonio Ferrandis en la película Vente a Alemania, Pepe. No es este, creo, lugar para discutir el muy erróneo menosprecio que cierta colección de películas españolas de los 70 reciben de quienes no las han visto, sólo, me parece, por el hecho de ser españolas y de esa época, o por sus títulos «poco sartrianos», o porque en muchas de ellas el actor principal es Alfredo Landa… Ya veremos si nos animamos otro día: de momento, esta maravilla de película nos presenta una pensión en Múnich algo así como especializada en españoles, la mayoría jóvenes emigrantes, algunos incluso recién casados, pero con un veterano huésped a la cabeza, don Emilio. Este no es un joven emigrante, sino un cincuentón o sesentón republicano, exiliado, muy machacado y muy triste, nostálgico de las cosas grandes y sobre todo de las pequeñas y, por encima de todo, encastillado. Si nos diera por la psicología dramatúrgica, o jungiana, o grotowskiana, diríamos que su dolor y su nostalgia necesitan de ese encastillamiento para justificar su existencia; pero no nos da por ahí. Don Emilio está enfadado; siente que lo está con todos los motivos del mundo, porque creyó en una causa, porque perdió la guerra, porque vive donde no quiere desde hace treinta años, porque no ve su país desde entonces… y todo eso sólo se puede aguantar si haces lo que él hace. En cuanto uno de los comensales de la cena de la pensión, españoles emigrantes, comenta que le curaron gratis la pierna rota en un hospital de Soria, don Emilio corta: en Soria no hay hospitales, y menos gratis. Si uno cuenta que hizo la PPO de electricista y reparó toda la instalación del pueblo, don Emilio ataja: en España no hay red eléctrica. Si alguien habla de comida, lo de España no es comida, es bazofia. Si alguien habla de buen tiempo, eso no es buen tiempo, es sequía propia de páramos asolados. Pero todos le dejan hablar, porque saben qué le sucede. Como era de esperar, cerca del final, cuando le ponen delante una tortilla de patatas o cosa parecida, él abandona sus reniegos: la película afirma que él ya podría volver a España sin problemas, y es cierto que muchos fueron regresando (a un país en el que, por otro lado, más o menos la mitad de la población había estado en el bando derrotado), aunque algunos tuvieron que esperar a la Transición para asegurarse de no tener problemas. La evolución del franquismo fue limitada, por supuesto, pero más compleja e ininteligible en ocasiones de lo que afirman algunos que no vivieron entonces. Todos, en los 60 y en los 70, conocían «regresados», si bien el asunto era para andarse con cuidados. Pero el meollo del personaje queda expuesto no al final, sino en todas esas intervenciones rotundas, algo episcopales, en las mesas de cena que preside.
Es verdad que puede que haya una peculiaridad española no compartida con otros países, o de los españoles no compartida con nacionales de otros lugares: cuando don Emilio le dice a un electricista español que en España no hay electricistas, el electricista español se calla, quizá comprensivo. Cuando el agricultor recién llegado cuenta sus cosechas, y el otro le replica tajante que en España no hay agricultura, el agricultor no le discute.
Se me ocurre que esta es una de las causas por las que veo de vez en cuando esta película: a ver si descifro esa actitud. Porque hoy sucede algo parecido. Pero si en don Emilio es la distancia y el dolor lo que le producen aberraciones visuales, en la actualidad no son viejos erosionados y nostálgicos los que afirman que en España no hay ciencia ni hospitales ni industria ni bienestar, y ni siquiera, a veces, árboles ni asfalto ni calles empedradas; que, oiga, aquí no hay ni civismo ni urbanidad ni democracia, y ni siquiera en los bares te dan café cuando dicen que te dan café. Que lo diga un argentino, se entiende más o menos. Pero que lo digan los que lo dicen, viviendo aquí mismo, se entiende menos o muy poco o nada. Si la sociedad española tiene alguna oportunidad de progresar y evolucionar es, como todas, sobre la base del reconocimiento certero de lo que es y de cómo es; y de cuáles son sus puntos fuertes y sus débiles. Una cosa tan elemental, tan de la ESO, parece ser ignorada no tanto por los dirigentes de partidos y de movimientos sociales o culturales (que estos lo hacen todo por interés) como por sus seguidores, la mayoría de los cuales creen en la causa y no ganan nada apuntándose. ¿Es que no miran a su alrededor? ¿De dónde creen que salen las vacunas de la gripe que llevan años poniéndose en el centro de salud? ¿O el asfalto que pisan con su coche? ¿Por qué aceptan tan acríticamente cualquier mensaje de desastre y menosprecio que alguien tenga a bien proferir, y nunca acuden a verificar su realidad?
Además se da en proporciones inimaginablemente altas el desconocimiento de otras realidades, las externas, las ajenas, las diferentes al propio país. Quizá sólo con conocer estas, tan similares a las españolas (desde las urbanizaciones ilegales en las costas hasta la corrupción casi inevitable en los concejales, pasando por los médicos abusones, los pacientes agresivos, los pandilleros homófobos y las violencias familiares), ya se paliaría el autodesprecio. Pero es que son muchas generaciones de enseñanza supra y subliminal fomentando ese desprecio propio, y eso cuesta desarraigarlo. Son más españoles que nadie.