01 Abr Además, la confianza
Además, la confianza
Isabel del Val
Estamos ya en abril de 2021, y una diría que no es apresurarse si empezamos a plantearnos seriamente lo de pedir cuentas. Literalmente: cuentas. Y no sólo de dinero, también de las otras, de todas las demás. ¿Recuerda algún lector algún momento de todo este triste año pasado en el que supiera de verdad dónde estábamos en la epidemia? ¿Algún día en el que coincidieran los números del ministerio de sanidad con el de las consejerías autonómicas, o con los de los hospitales y cualquier otra fuente?
Muy bien, nos dijimos al principio, estamos todos tan jodidos que de acuerdo, vale, vamos a dar un periodo de carencia, y vamos a dejar que estos asustados de administradores que tenemos se organicen, se aclaren y lleguen a algo. Así que de momento no les vamos a pedir que nos expliquen tanto como deben y merecemos, y ni siquiera lo que está todavía más allá y es todavía más exigible: que (lo mínimo en administradores públicos) las estadísticas sean fiables, congruentes, sistemáticas y compartidas por todos. Pues no obtuvimos ni explicaciones ni estadísticas fiables y congruentes… ¡ni hasta el día de hoy, un año después!
¿Se va a atrever alguien a plantear que, después de esta epidemia, como si fuera después de una guerra con sus destrozos y su resaca, reconstruyamos ciertas cosas que la misma epidemia ha denunciado como inválidas? ¡Pero cómo es posible, con el pedazo de INE que tenemos, que no haya habido ni una sola semana, ni prácticamente un sólo día desde marzo de 2020, en el que hayamos podido conocer (y a continuación sentir la subsiguiente confianza) datos, números, contagios, fallecidos, de un modo que ofreciera una mínima sensación de seguridad, para empezar coincidiendo los de unas y otras administraciones!
Lo que más hemos aprendido (pero eso no nos hace salir más fuertes, sino más cabrones) han sido frasecitas y excusas y circunloquios de políticos pillados sobre el vacío: «Verá usted, es que ese número de fallecidos no es el número NETO de fallecidos, sino el compensado por mediana desviada, de modo que luego tendremos que esperar a los datos que remitan las pedanías y las merindades para, con todo ello, establecer un intervalo…» Y aquí ya sabíamos lo que pasaba y desconectábamos. ¿Desconectábamos? ¡Y seguimos desconectando! Ya digo que les dimos un periodo de gracia y comprensión; no nos gusta en quien ha peleado tanto por hacerse con el poder, porque se diría que al ser así es que se sabía, y suponía que era cierto, preparado para ejercerlo. Pero bueno, comprendimos. Un mes; dos meses, ¿tres meses? ¡Cuatro meses!… Y el nefasto e inaudible ministro Illa negando información escudado tras su acritud y su perfecta falta de conexión; y todos los demás haciendo recortes de festival taurino ante cualquier pregunta no malintencionada ni problemática, sino simplemente concreta.
¿De verdad nos hemos tirado todo un año preguntándonos por teléfono unos a otros si la medida de no salir más que a tales horas a la calle seguía en vigor o estaba ya levantada, y contestándonos «pues no lo sé muy bien, ahora llamo a un cuñado que creo que él…»? No se nos debe olvidar, porque es tan gracioso, da tanta risa, es tan chistoso (no lo es en absoluto, por si no se nota mi ironía) que puede que quede relegado para los memorialistas de este oscuro año al capítulo de las trivialidades doméstico-folklóricas, pero eso será un error: no ha sucedido así en Alemania ni en Italia ni en la mayoría de los países cercanos al nuestro, y se llama inseguridad jurídica.
No entraremos al rollo técnico de si el estado de alarma fue incorrectamente decretado, y por consiguiente toda la legislación a la que ha dado lugar debe ser considerada nula, aunque hay juristas que lo sospechan y lo estudian, y eso merecerá comentarios aparte.
De momento nos limitamos a asombrarnos, a desconcertarnos y a temer: de las pocas cosas de las que no hemos desconfiado de las ofrecidas por nuestros en general adocenados administradores ha sido de las estadísticas, en las que además hemos basado casi todo: desde el padrón y el censo hasta el catastro, y desde las producciones agrarias al número de estudiantes de secundaria, las vidas laborales, el número de cirujanos por mil habitantes, todo, todo lo que se nos ocurra acerca de nuestra vida colectiva, y mucho de la privada, se ha basado en la confianza en los institutos estadísticos diversos, y además tan firmemente que ha sido hasta inconsciente, porque me parece que tenemos todos la convicción, el conocimiento y la sensación de que era algo fiable desde hace generaciones.
Pero incluso a un año de comenzado este triste asunto epidémico, seguimos preguntándonos por teléfono si el índice de incidencia en tu ciudad que dice tal periódico es el bueno, o el verdadero es más bien el que dice tal otro periódico; si esos números de vacunados son verdaderos o nos están colando ahí a los que sólo están medio vacunados; si ese número de muertos es el real o están quitando los que además padecían otra cosa para hacerlo menor, o si esos otros lo que están haciendo es sumar los muertos por otra causa para hacerlo mayor. Se entiende que unos y otros absolutamente ajenos a nuestros problemas, temores, intereses y esperanzas, y concentrados solamente en sus beneficios electorales (que luego tampoco resultan serlo).
Hemos aprendido tristemente a desconfiar automáticamente de las cifras y las estadísticas fundamentales de una sociedad, esas de las que nadie debería dudar, y que nunca deberían ser dudosas. Vendrán los estudiosos ya dentro de poco (a ver si es verdad, esto parece ir acabando, que nadie lo estropee) y medirán secuelas y consecuencias de la epidemia; pero hay una que a mí me parece extremadamente preocupante, y de efectos a muy largo plazo, porque ha conformado la actitud de millones de personas hacia lo público en cuanto a un aspecto fundamental pero a menudo invisible: la confianza.