Agresiones a menores: un laberinto de hoy construido en el pasado. 1 y 2 de 4.

Agresiones a menores: un laberinto de hoy construido en el pasado. 1 y 2 de 4.

Isabel del Val

(Excepcionalmente, ofrecemos dos entregas sucesivas en un mismo número, y lo volveremos a hacer en el siguiente, a causa de la condición de los siguientes contenidos, y por el apremio de no dejar la serie partida por la pausa de vacaciones estivales.)

 

Agresiones a menores: un laberinto de hoy construido en el pasado. 1.

 

Recientemente se han puesto en emisión dos series relacionadas con el tema de las agresiones a menores. La danesa Que viene el lobo, y la francesa La mentira. Son muy diferentes en intenciones, tono y hasta ética. La primera expone unos sucesos de ficción guionizados muy cuidadosa y extensamente, y la segunda expone sucesos reales narrados de modo contundente. Comentaremos pormenores de ambas en las siguientes quincenas, en esta misma sección, que reflexiona sobre los temas propuestos.

 

No hay probablemente un asunto más doloroso y grave para nuestra actual mentalidad que el de los malos tratos a los menores.

Y, dentro de ese fenómeno, poco hay más grave que condenar al menor que los sufre o que los ha sufrido a la desconfianza y la descreencia. En realidad, se trata de la viga maestra del problema: tanto de la existencia del problema como de su posible solución. La confianza o la falta de confianza, merecida o no, en el menor lo mueve todo en este terreno.

La desconfianza en el menor tiene dificilísima posibilidad de desarraigo, porque viene en la herencia de generaciones y generaciones. Y probablemente por esa especial dificultad, cuando nuestras normas y nuestras convicciones han evolucionado en contra de la permisividad hacia estos malos tratos a los niños, se han creado, para compensar esa desconfianza anterior, discursos, procedimientos, protocolos y estructuras de tal grado de tosquedad que en muchísimos casos más que ayudar a resolver el problema lo están agravando.

Las autoridades que definen y deciden la implantación de estos o aquellos protocolos de actuación y decisión en estas materias, como en muchas otras, son personas que en 2021 casi sin excepción pertenecen a la llamada generación del babyboom: cuando ellos eran niños, pegar una bofetada o en ocasiones más de una, o en ocasiones no sólo bofetadas sino con el puño cerrado, o en ocasiones también con el pie, a un niño era una cosa que de ningún modo podría haberse denunciado ante autoridad alguna (ni mucho menos denunciarlo el menor agredido). Sólo si los resultados incluían la muerte, o quizá algún grado de lesiones traumatológicas muy visibles, alguien, aunque no se sabía nunca exactamente quién, quizá algún médico, podría haber llegado a comunicarlo a quien tenía poder para sancionarlo. Esto tampoco era muy claro, porque los jueces eran en su mayoría hombres conservadores y padres que casi con toda seguridad pegaban también de vez en cuando a sus hijos; y no digamos la cualidad personal de los que ocupaban casi todos los puestos de la policía de trato inmediato, es decir, la uniformada, la mayoría rústicos embrutecidos que junto al alcohol sudaban un rencor sádico de fantasía contra los urbanitas, y que pegaban a los suyos y a los ajenos.

Con todo, la mayoría de los boomers salió adelante con salud y consistencia. Unos cuantos no podrían haberlo hecho de otro modo: porque no se pegaba a todos, sino que había en general una especie de reparto estadístico, si es que a alguno le interesara hacerlo, de las bofetadas y las patadas: en la clase media urbana, que es la mayoritaria ya entre los boomers, era muy difícil que esas bofetadas fueran a parar, en primer lugar, a las niñas. Y soy muy consciente de que sólo con haber dicho esto ya he puesto un pie en el cadalso, pero es que se trata de eso, de que no importe por fin ese cadalso, porque hay un rey desnudo que tiene que escuchar que lo está, y la mía quiere ser una del millón de voces necesarias para su torpe audición.

Hay autores que han señalado esta diferencia sexual como origen de múltiples variedades de conducta clasificables como propias de un sexo o del otro; el profesor Fernández Enguita, por ejemplo, tiene amplios estudios sobre la influencia de la feminización del profesorado de Primaria en ciertos elementos que han evolucionado en la didáctica y hasta en la ideología profunda de los programas de Primaria que, en su opinión, no se hubieran dado de haberse mantenido un reparto más o menos igual entre mujeres y hombres. Como es natural, aunque su tesis está apoyada por una montaña abrumadora de datos, el autor ha sido y sigue siendo objeto de críticas no precisamente racionales ni respetuosas metodológicamente, sino simplemente, bajo otros nombres, comerciales (que son las que menos dudan en llevar a alguien al cadalso, por supuesto).

Hay otros autores que han observado también diferencias significativas en el enfoque profundo de los sucesos de violencia contra los menores, en particular diferencias que atribuyen al sexo de quien expone cada enfoque. La pequeña historia social se convierte, en el caso de estos autores, en una ilustración incontestable: a las niñas, las madres les daban, como mucho,  un cachete de madre, que tenía casi exclusivamente un valor simbólico, o lo que en la época se llamaba moral, porque desde luego era carente de potencia, y que a menudo iba seguido de llantinas, pero por causas tan ridículas y tan evidentemente postizas que muy pronto las niñas lo utilizaban como motivo para reír y desarrollar discursos humorísticos y autoafirmativos en el patio del colegio junto a sus amigos. No tendré que detenerme a dejar claro que por supuesto que había excepciones, y hasta tragedias, pero con dos consideraciones: que casi todas las agresiones exageradas a una hija se producían en el mundo rural, y que la rara ocasión en que se producían en la sociedad urbana se consideraban automáticamente extravagancias, desajustes o conductas de un tío loco, que fíjate si lo será que hasta se lió a bofetadas con su hija.

Esto era y fue así, se narre como se narre en la actualidad. Sí, sobre todo se trataba de motivos dementes relacionados con lo que los mayores de entonces consideraban moral sexual, y por supuesto infectados siempre de unas nociones machistas que hasta revuelve el estómago recordar. Porque a las niñas se las pegaba (casi siempre, recuerdo, las madres) por «incidentes» relacionados con la represión sexual que, sin ese nombre, la moral hegemónica consideraba apropiada y necesaria para la sociedad: idioteces del calibre de una falda demasiado corta para salir con los amigos, asuntos más que laterales y retorcidos como detectar olor a tabaco o a alcohol (que se consideraban el primer paso para el libertinaje sexual de la hija), por supuesto llegar a casa más tarde de una hora impuesta (y la queja fue siempre, en todos los casos, que si se trataba del temor a que se quedara embarazada, por poder, podía quedarse embarazada a cualquier hora del día, claro), y agresiones de ese calibre a la civilización. Meditándolo y reflexionando con toda honestidad sobre aquello, sólo se puede decir que si las agresiones a las hijas pasaban de lo dicho, inmediatamente todos consideraban que se trataba de un caso «de psiquiatra» (expresión muy extendida en la época) o, en sucesos mayores, directamente de padres delincuentes del estilo del tremendismo literario ruralista. Y en la clase media urbana muy rara vez un padre varón pegaba a una hija, aunque en general corrían a su cargo los sermones y la adjudicación de penitencias ante tamaños pecados.

Muchas de estas niñas boomers, pasados cincuenta años, han olvidado mucho de aquello, y otras directamente lo niegan. Pero nosotros no podemos hacer como muchos de los protagonistas de estas dos series que han alimentado este comentario, que es deducir de la negativa una afirmación. Quizá sólo un poco de esfuerzo puede hacer que recuperen la memoria, y creo que esto es algo necesario y mucho más importante de lo que puede parecer. Cierta proporción de los varones boomers bromean sobre aquellas agresiones que recibieron (no cuando eran un cachete, sino series de golpes) en general creando cierta sensación de ridículo alrededor, porque es muy visible que lo hacen como mera y refleja autodefensa. En eso crean una especie de alianza o equipo con muchas de las que fueron niñas boomers, que tienden a ridiculizar al varón (nunca si es mujer, se entenderá por qué) que simplemente recuerda aquellos sucesos tal y como fueron, sin paños calientes ni mentiras, y al mismo tiempo sin tragedias ni «traumas»: esta palabra es una de las favoritas para ridiculizar al que recuerda, porque era una de las favoritas de aquellos padres agresores para ridiculizar a sus agredidos, aludiendo a la posibilidad de que sus agredidos se dieran por eso, por traumatizados, nada más que por moda, que despreciaban, de hablar en esa jerguita pseudofreudiana, que ellos decían que había y que era propia de virilidades menores.

Es muy significativo que quien intenta ridiculizar hoy al boomer que tiene buena memoria y simplemente y con ecuanimidad narra aquello, lo intente precisamente utilizando un elemento más de aquellas agresiones del pasado, que eran esas palabras escupidas muchas veces hacia el maltratado como parte de los insultos que sin excepción acompañaban a los golpes, insultos con los que el agresor justificaba, como si fueran un expediente judicial, la pena que se estaba imponiendo. Entonces vieron y supieron que si estaban ridiculizando así al agredido, eso significaba que él o más bien ella se estaba librando. Y hoy reproducen también como con automatismo aquella escena, trayendo él o más bien ella esa burla meramente lingüística, que en realidad es casi como alargar un brazo con una vara hacia, entonces, el compañero o hermano que estaba siendo golpeado y además insultado, y así alejarlo, y hoy, hacia ese mismo, ya mayor, que obliga a recordar cosas desagradables y sobre todo quizá obligaría a reconocer o reparar algo.

 

Es un fenómeno general y extremadamente triste que al niño agredido hace cincuenta años sólo se le deje narrar los episodios de su vida en contexto humorístico compartido con él o, en el peor de los casos, impuesto por las burlas hacia él de interlocutores olvidadizos. Sería necesario que, aunque entonces no, hoy por fin, con la madurez, se pudiera encontrar el compañerismo que entonces se negó.

Y, en todo caso, ¿por qué casi exclusivamente en este caso se permite y se tolera la burla hacia el dolor de otro? Estas burlas tienen como mínimo tres modalidades:

1- Sí, te escucho, pero a mí también me pegaron y me vino muy bien y hoy estoy aquí estupendamente y soy magnífico.

2- Ay, pero qué traumatizadito estás, qué mal te veo, mira que recordar eso hoy, después de tanto tiempo, yo no estoy nada traumatizada por nada, ¿eh?, pero por nada por nada, de verdad te lo digo; ahora, si tú quieres estarlo…

3- A mí me vas a contar lo que es agresión; si hubieras sido mujer te ibas a haber enterado; a mí qué me cuentas si de todas formas has estado siempre como varón en el lado del poder.

La desconfianza de antaño en el menor se ha convertido hoy en desconfianza en el adulto.

Pero hay que hacer el menor caso posible a las burlas, y aunque se den en el ámbito donde quizá sería menos necesario oírlas, y más necesario encontrar por fin ese compañerismo que en su día faltó, prescindir de ello y simplemente responder a la responsabilidad que todos tenemos de recordar cómo fue lo malo, como mínimo para que no se repita, del mismo modo que es obligación de los ciudadanos narrar a las siguientes generaciones lo que de malo hubo en la historia colectiva propia, y no dejar que eso caiga en el olvido, facilitando así su repetición.

Eso que tan frecuentemente no se deja narrar ni a las personas más racionales y ecuánimes, es lo que, se conozca o no, se admita o no, está en la herencia conceptual que todos hemos recibido al respecto de las agresiones a menores; y, quizá precisamente por las narraciones entorpecidas y objeto de burla, ha traído el defectuoso tratamiento que hoy se da a este problema. Otra cosa es que no sabemos si aciertan o no esos autores que detectan la raíz del problema actual en aquella «discriminación por sexos» a la hora de elegir víctimas por los agresores; pero, en todo caso, nos parece que las cosas son hoy como si en efecto aquello hubiera sido así; pero no podemos llegar más allá.

(Continúa)

 

Agresiones a menores: un laberinto de hoy construido en el pasado. 2.

 

Porque no se puede negar que hay un tono general y unos sobreentendidos en el mundo de la protocolización del trato al menor agredido que recuerdan demasiado a esa feminización  que el profesor Fernández Enguita denuncia del Magisterio. Pero, repito, eso pertenece quizá al mundo de la reflexión sobre las causas remotas, sobre el cual simplemente exponemos lo que algunos manejan en su obra, pero no tenemos opinión, al menos para expresarla aquí.

La serie danesa titulada Que viene el lobo presenta el caso (ficticio) de una joven de 15 años que en la escuela hace una redacción que parece un cuento de terror, truculenta, con descripción de empujones contra la pared, gritos y golpes a uno de sus personajes. Su profesor, por cierto muy joven, ve en esa redacción un signo inequívoco de que la joven está siendo agredida en su casa por su padre, y con dos llamadas consigue que en unas cuatro horas ella y su hermano más pequeño ya hayan sido «extraídos» (dicen) por los servicios sociales de su casa familiar, llevados a una casa secreta de acogida, y en poco tiempo más el padre sea procesado e investigado y la madre, que es profesora en un preescolar, llegue incluso a perder su trabajo entre insultos de algunas madres de sus alumnos.

La serie francesa titulada La mentira presenta el caso (real) de un niño de 9 años, nieto de médico que es además alcalde del pueblo; el niño tiene ataques de ira destructiva en su casa (como el muy violento de su padre, hijo del médico). Tras uno de esos ataques, la madre (que arrastra por su parte el recuerdo de una violación que sufrió de joven) interroga al hijo, que le acaba diciendo que el que le tiene así de enfadado es el abuelo. «¿Por qué?» «Porque me toca.» Y a partir de ahí, sobre la base de un interrogatorio dirigido, se consigue que en unas dos horas un comando policial se presente en el ayuntamiento y detenga al abuelo (aparte, a este no le comunican la causa de su detención hasta muchas horas después, horas de interrogatorio si bien no a la antigua, en todo caso repleto de gritos y desprecios, «me da usted asco», etcétera, que el detenido cree que se debe a que circula con una abolladura en su coche o cosas así).

En la serie danesa el guión ha jugado prolongadísimamente con la dosificación, porque el espectador no sabe nada, no sabe si es verdad o no que la chica está siendo agredida en casa ni cosa parecida, hasta el penúltimo capítulo de ocho.

En la serie francesa el espectador sabe en todo momento (empezando por el título, claro, y porque se trata de la adaptación de un libro de memorias) que la acusación es falsa.

En ambos casos contemplamos unas mismas conductas: las autoridades, los investigadores, las psicólogas, todos, se comportan desde el primer instante como si el asunto ya estuviera esclarecido desde el principio y no hubiera nada que probar, salvo ante el juez. Es una lata que tengan que reunir pruebas materiales para convencer a los jueces, porque les debería bastar con lo que aquí ya sabemos: es que no hay otra posibilidad, está luminosamente claro, el padre está agrediendo a la hija (que además es hija de la madre y de un marido anterior: más causas, resquemor, celos); y el abuelo, como tantos abuelos, ha abusado sexualmente del nieto, que hasta tenía rozaduras en los glúteos y que, en todo caso, ¿por qué iba a denunciarlo si no fuera verdad?

«Pero nunca se ha visto indicio físico alguno de agresión en la niña, ni en esta ocasión», responde la jefa de los servicios sociales al agente social que se ha empeñado en que sí está siendo agredida. Este agente responde: «Más señal de que está siendo agredida; se esperan a que todo esté curado para dejarla salir».

«¿Cómo explica usted estas marcas en los glúteos de su nieto?», preguntan con cierta violencia los policías al abuelo. «No tengo ni idea, ni sabía que las tenía, cómo voy a explicarlo», responde él. «Naturalmente, no sabe nada, eso es lo que responden todos los abusadores», le gritan por último.

Cómo no vamos a recordar aquellas pruebas más bien centroeuropeas y norteeuropeas para dejar sentado si una mujer era bruja o no: al río con pesas; si sobrevivía, es que era bruja, y si se ahogaba es que no era bruja. Sin salida.

Ni siquiera se trata siempre, aunque en muchos casos sí, de una torcida presunción de veracidad hacia las declaraciones del menor o de las psicólogas protocolarias; como mucho, hay una extraña mezcla de ese respeto religioso hacia los protocolos caiga lo que caiga y de veneración hacia algo así como la intuición personal de los agentes de los servicios sociales y también los agentes policiales. Algo que no puede ser más contradictorio, porque la era de los protocolos comenzó precisamente para tratar de erradicar el que se podría llamar, como en otras actividades, error humano.

¿Cómo es posible tal soberbia?

La actuación ceñida a protocolos, y sobre todo a protocolos diagnósticos, implica la certeza de la perfección de estos protocolos. ¿Quién los estableció y con qué criterios, y con qué crítica? A continuación, en esas actividades protocolizadas, lo que se ve es a gentes que hubieran sido profesionales solventes declarar perfectamente derrotada su persona, su inteligencia, sus conocimientos, su valía, y convertirse en meros autómatas aplicadores de reglitas de comportamiento. Recuerda sospechosa y dolorosamente a lo que se fue procurando, y al fin se consiguió, en la enseñanza: todos los profesores, en todos los niveles, sujetos a normas, procedimientos y pautas y, sobre todo, a presentar cuentas de su conducta como profesores, ante individuos ajenos a las aulas y a la realidad de las variantes humanas, afectivas e intelectuales que se dan en un momento dado e imprevisible en un grupo de enseñanza.

Pero los protocolos mandan, porque alguien lo ha decidido. ¿Es simple desconfianza hacia, precisamente, la enseñanza que han recibido los profesionales? Es posible. Sería en ese caso un modo de dominio social que merecería estruendosa denuncia, porque se acerca mucho a una especie de robotización stalinizada que siempre se está proclamando que se quiere evitar: la creatividad, la actividad, la participación, la aportación son lo primero. Pero como no te ajustes al protocolo de conducta, se te sancionará.

Una psicóloga, desde luego boomer, ve en el nieto, al interrogarle durante dos horas y por enésima vez (más las horas que el niño ha pasado en interrogatorios policiales y médicos) los signos que los protocolos señalan como típicos del niño del que han abusado: mirada huidiza, manos nerviosas, fatiga al responder, timidez. Cualquiera aprecia sin necesidad de que se le señale (y aquí lo señalamos por si hay algún protocolizado leyéndolo, y necesita entonces que se le señale) que son exactamente los mismos signos del niño que miente, y también los mismos signos del niño cansado. Pero la psicóloga está adiestrada como psicóloga, impermeable a la realidad tangible.

La quinceañera danesa que ha escrito la redacción no habla prácticamente nada más allá de unos (pocos) monosílabos. Es casi una presencia autista. Nada hay por ningún lado, no aparece por más que se busque, en ningún lugar de la casa registrada y revuelta, en ninguna declaración de la madre ni del hermano de nueve años se reconoce que el padrastro haya agredido a la niña. Pero el agente de servicios sociales insiste: típico, la familia coaccionada; pero está siendo agredida.

La policía francesa interroga a la mujer del alcalde y a la hija veinteañera, y ambas niegan la más remota posibilidad de que haya existido un abuso en grado alguno. La misma agente de policía que sentía asco ahora grita por la comisaría: «No, no, y que no que no: qué mierda de familia, sólo saben negar».

Mientras tanto, las cantidades de menores agredidos por sus padres (y madres) en Dinamarca siguen ascendiendo de un año a otro; y en Francia suben igualmente las cifras de menores agredidos sexualmente dentro de la familia sin que puedan ser probadas.

Ni probadas, ni siquiera reconocidas como dañinas, sino objeto de burla, eran las lesiones a menores hace cincuenta años, y en enorme proporción siguen siéndolo hoy al ser recordadas.

(Continúa)