Agresiones a menores: un laberinto de hoy construido en el pasado. 3 y 4 de 4.

Agresiones a menores: un laberinto de hoy construido en el pasado. 3 y 4 de 4.

Isabel del Val

(A causa de las vacaciones estivales hemos estimado oportuno no demorar las entregas de esta corta serie, dada la cualidad de su contenido, y ofrecer las 4 partes entre la quincena anterior y esta. Volveremos en septiembre con nuevos asuntos.)

Agresiones a menores: un laberinto de hoy construido en el pasado. 3. 

Era siempre motivo de mofa estudiantil universitaria boomer que la mayoría de las carreras blandas contenían allá por los setenta y ochenta asignaturas que consistían exclusivamente en demostrar que esa actividad era «científica»: la pedagogía como ciencia, la psicología como ciencia, la didáctica como ciencia, etcétera. Eso no importaba demasiado a los estudiantes de esas materias, salvo a algunos pocos; pero importaba y mucho a los docentes y autoridades de esas facultades, casi todas recientemente desgajadas de carreras-contenedores de espectro muy amplio como la que en España venía llamándose «Filosofía y Letras» (nada excepcional: equivalente a ese «Arts and Letters» británico, por ejemplo), que agrupaba bajo una misma licenciatura estudios tan distantes como Historia en sus diversas especialidades, Filosofía pura, Geografía, todas las filologías, desde las semíticas hasta las actuales, incluyendo la española, y en sus vertientes de literatura o de lingüística… y lo que al principio eran sólo asignaturas de esa Filosofía, llamadas Psicología y Pedagogía, que paso a paso iban a ir cogiendo grosor propio y al final separándose en estudios independientes con Facultad propia, personal propio y todo lo que esa separación beneficiaba. Por supuesto, estas carreras, de relleno semántico muy dificultoso más allá de unos principios, insistieron más que cualquier otra en su carácter científico, entre otras cosas porque estos procesos se dieron en el clímax del prestigio científico de la que algunos llaman «sociedad tecno-científica» (tenía que ser adjetivado de «científico» hasta el diseño de un balón de playa si se quería vender algo). 

Quién puede dudar del beneficio de la protocolización en medicina. Seguramente se han salvado millones de vidas y se han evitado millones de enfermedades gracias a la protocolización de los procedimientos en primer lugar diagnósticos y a continuación terapéuticos. Si se ha detectado que un protocolo no llega a cumplir con lo deseado o que es erróneo, se ha sustituido inmediatamente por uno siguiente, pero nunca de un modo arbitrario, sino siempre como consecuencia de la ininterrumpida acumulación de datos objetivos de los mismos actos médicos, ninguno de los cuales queda sin registrar y sin participar de esa permanente evaluación junto a otros miles o millones. Y así en casi todas las ciencias llamadas duras, que exigen ajuste a normas de observación y de intervención comunes, como mínimo para poder contar con datos congruentes. 

Pero no hay protocolos para muchas actividades, ni lo necesitan. Así como no hay ciencia. No es ciencia saber tocar el piano. Ni necesita ni ostenta proposiciones falsables ni actos reproducibles con exactitud en otras condiciones. 

No vamos a pronunciar sentencia alguna, que ni siquiera apoyaríamos, acerca de la cientificidad o no cientificidad de la psicología, de la pedagogía, de las actividades de los profesionales de los servicios sociales sean cuales sean estos y de ocupaciones cercanas y afines a estas. No nos importa si son «científicas» o no lo son. Observamos, eso sí, que no menos de la mitad de la bibliografía, tanto la acumulada como la que permanentemente se publica, consta casi sólo de cuadros y tablas numéricos, y de estos casi en su totalidad estadísticos, y que de ellos se infieren probabilidades de comportamiento humano. Y aquí es donde en general observamos que se da un salto para el que nunca hemos encontrado explicación suficiente. O estamos en la matematización del comportamiento humano tan querida de la ciencia-ficción (y como tal mayoritariamente despreciada por los que frecuentan actividades como las de estas ciencias blandas), o estamos ante una indecorosa lucha por maquillar de científicas las decisiones que se han tomado previamente, sin ciencia alguna mediante. Y esto último parece apoyado precisamente por la disparidad doble que, expedientes en mano, salta a la vista en cuanto a las decisiones adoptadas: ante casos similares, los profesionales galardonados con los más brillantes galones deciden exactamente lo contrario en el caso A y en el caso B, en ocasiones sucedidos en lugares distantes y condiciones dispares, pero en otras ocasiones en sucesos habidos y sobre todo estudiados y juzgados en puertas contiguas, bajo las mismas condiciones de luz y temperatura, por así decirlo. Algo que no sucede de ningún modo en cualquiera de los casos que pudiéramos tomar ahora como similares o paralelos pero en el ámbito de las ciencias duras, protocolizadas. 

La uniformidad de resultados a iguales condiciones es una condición inexcusable de la ciencia, y esta no se da en modo alguno en las actividades de la psicología y la pedagogía, como mínimo, diagnósticas y prescriptoras en los casos judicializados de detección de malos tratos a menores, actividades a las que se les exige diagnóstico y adopción de medidas de reparación. 

Insistimos en que a nosotros nos da igual si esas profesiones son científicas o no. Pero sucede que adoptan un férreo apego a la protocolización como signo de su pretensión de equipararse a las ciencias ya admitidas como tales; y sucede que esos protocolos no funcionan. Porque los protocolos tienen que funcionar siempre. Y es público y notorio que la proporción de errores que cometen los servicios sociales cuando su actividad cae en manos de agentes apegados al protocolo es insoportable, por la cantidad de dolor que producen en lugar de paliar, por los prestigios personales que destruyen sin motivo, y por la cantidad de menores que, en otro lugar, pero no muy lejos de allí, sí que están siendo maltratados e ignorados, a pesar de los signos que ofrecen a un observador exterior no protocolizado.

No se suele mencionar que los profesionales de estos servicios incluyen a cierto número no cohesionado ni organizado de personas que experimentan su pertenencia a ese grupo profesional como mero disfrute de poder. Es poder lo que tienen, porque las vidas, la libertad, el bienestar, el prestigio o el descrédito, en ocasiones para siempre, de muchas personas están en sus manos. Muchos juegan a la posesión de algo así como claves mistéricas sobre los demás, sobre el comportamiento de las personas, que por lo visto les permiten sonreír con arrogancia o a veces con simple displicencia, saltándose las más elementales normas de civismo y buena educación, ante y de otras personas que se dirigen a ellas; o que se zafan de situaciones incómodas ante una pregunta que no saben responder haciendo alusión a la actitud del interlocutor, que por lo visto da signos de violencia reprimida cerca de estallar; y mil patrañas parecidas con las que estos profesionales (así como los de otras profesiones, aunque no demasiadas) han hecho de su oficio una mera proyección de eso que hace tiempo se llamaba sus manías personales. Pero esto es tan doméstico, tan poco científico, tan poco abstracto, que no se puede ni mencionar. ¿No se puede mencionar el caso muy conocido hasta hace poco tiempo del individuo de tendencias paranoides o violentas que precisamente por tenerlas elegía una profesión que le permitía ejercer esa violencia o expresar y conducirse según su paranoia?

No sabemos cuál es el remedio. No sabemos cómo debería arreglarse esto. Lo que sí sabemos es que lo que hay ahora no funciona. Y que no conocer la solución ha hecho que muchos callaran lo que es visible, que el modelo actual no impide que siga habiendo agresiones impunes, por un lado, y que se castigue a inocentes, por otro. Y unos cuantos resultados acertados no justifican los errores y las ruinas vitales que se están produciendo por otro lado.

Agresiones a menores: un laberinto de hoy construido en el pasado. 4.

La serie danesa Que viene el lobo llega, en realidad, a cancelarse a sí misma. Ni siquiera se puede defender esa exageradísima dosificación que ya hemos comentado recurriendo a que nos quiere hacer vivir la incertidumbre que vive uno de los protagonistas, el agente de servicios sociales. No: porque este agente no tiene incertidumbre ni duda alguna. Sabe lo que pasa (pero lo que pasa es que no lo sabe), lo afirma, lo defiende, insiste en ello, lo batalla contra todo indicio y hasta llega a secuestrar físicamente al hermano pequeño, de unos ocho años, llevándoselo literalmente debajo del brazo, como una carpeta o una maleta, de la casa familiar, mientras el niño patalea y llora que no quiere irse; pero ese agente es de los buenos de la serie. 

La serie francesa La mentira puede llegar a ser casi más irritante que la danesa, esta por su reserva de información, la francesa por su sencillísima y tranquilísima aceptación de los hechos sin comentario ni subrayado alguno: el abuelo entra y sale de la cárcel unas cuatro o cinco veces a lo largo de doce años. Se trata de un caso que pronto se convierte en mediático, y por una vez esto no perjudica al inocente sino que le favorece, porque es evidente y conocido que se trata de alguien incapaz de cometer las fechorías que se le achacan, pero la serie narra muy bien que no es ese «incapaz de cometer» que se dice de los que luego se descubre que son asesinos en serie, sino incapaz de verdad.

La apariencia de inocencia es, por supuesto, uno de los ladrillos más débiles de los procesos de investigación, o de simple narración doméstica, de malos tratos a menores. Muy pocos son en la actualidad los que hacen ostentación en público de maltratar a sus hijos (y se les suele tener por personajes disfuncionales en otros campos, o delincuentes, etcétera); y, de hecho, muchos amplían erróneamente esa consideración de maltrato a lo que sería una simple llamada al orden y a la educación y al silencio en un local público en el que el propio hijo, por ejemplo, está martirizando al resto de ciudadanos; y por eso no le dicen nada, y esto se ha convertido en uno de los signos inequívocos de escenarios post-años 80: si se permite o se reprime que en un restaurante el propio hijo dé saltos por encima de las mesas de los demás, les robe la comida, les grite o les pise, sabremos que la escena se desarrolla antes o después de, por ejemplo, 1985. Es, definitivamente, el otro extremo de lo que vivieron los boomers cuando eran niños, que vieron ante sus ojos cómo parecía apreciarse hasta la exageración que en público un padre fuera, digamos, duro con sus hijos incluso cuando en ocasiones la situación no lo merecía, pero algún adulto cercano lo reclamaba.

Uno de los extremos más difíciles de tratar es precisamente que el maltratador de niños de antaño no respondía en absoluto al perfil que los protocolos de hoy han impuesto del maltratador de niños actual; e incluso muy al contrario, y al contrario de lo que los agentes de los servicios sociales suelen proclamar como su guía y su modelo, en cuanto hay «americana, corbata y modales viriles pero sobrios», ese personaje tiene casi todas las probabilidades a favor de ser descartado como posible maltratador. Desde luego, era difícil hace cincuenta o sesenta años que el maltratador no llevara esa corbata o esa americana. Y parece que se produce una especie de diafonía que termina de emponzoñar el proceso de recuerdo: el maltratador de antaño ofrece en el recuerdo una imagen que se corresponde con el no maltratador de hoy, y eso ayuda al interlocutor burlón, evasivo, olvidadizo o mentiroso de hoy a afirmar que aquel maltratador no lo fue, y el maltratado de antaño sigue falto de un crédito y una estima que merece.

La serie francesa La mentira nos lleva por mil despachos y juzgados, y algo también a la cárcel, y nos permite conocer el paso de 12 años, hasta que el niño acusador de 9 años se convierte en un joven veinteañero con líos, más o menos como todos, y problemas para pagar el alquiler, y consciente en todo momento de que mintió hace tiempo y de que su abuelo está en la cárcel y condenado socialmente sólo por lo que él dijo y mantuvo en mil y una revisiones de los careos y los juicios, siempre mintiendo. Eso le va pesando, y parece que se plantea encontrar una forma de desdecirse, y la encuentra cuando una psicóloga le interroga en uno de los juicios y le habla del posible «proceso disociativo» que le habría llevado a acusar a un segundo personaje sólo por su confusión entre realidad e imaginación. Puede que hubiera -la serie parece mostrar más bien que no lo hubo- ese «proceso disociativo» en el joven. Pero desde luego en quienes no lo hubo fue en ese mismo comando policial, ni sobre todo en las psicólogas que de nuevo aparecieron en tromba a decretar qué es verdad y qué no. Los policías detectan que ese hombre, ese segundo personaje, ahora un acusado más, llamó por teléfono al abuelo pocos días antes de que el niño hiciera su primera acusación (le llamó para ofrecerle un pequeño barco que encontró a la venta; ni se conocían ni se habían visto). Concluyen los comandos sin mediación de reflexión alguna que esa llamada fue para que el abuelo le ofreciera los servicios sexuales del nieto. Las psicólogas corroboran todo una vez más. Y el vendedor de barcos cae también en el banquillo de los acusados.

Nos permitimos ser minuciosas aun incurriendo en el destripe de las series porque sentimos que por unas vías o por otras están expresando en síntesis los miles de procesos similares de la realidad que hemos podido conocer siguiendo la materia principalmente a través de nuestra cercanía personal a profesionales de la materia y en menor medida a su presencia periodística. Y además porque, tras haber sintetizado nuestro conocimiento anterior, de pronto se separa: no hemos conocido nunca una retractación, por lo menos después de doce años de cárceles. Y sí, ese disociativo que pronuncia una psicóloga que, no sabemos muy bien por qué, nota ya que hay algo raro en la nueva acusación, le permite al niño de 9 años y ahora de 21 aceptar que quizá no fue verdad y se lo inventó. «Sufrí un proceso disociativo», ya puede decir. Y parece que eso era todo lo que le estaba faltando: unas palabras, un modo de decir que aliviara en alguna medida su monstruosa culpa, su vergüenza por haber dirigido a todos los demonios de este mundo a acabar con la vida y la felicidad de la persona que mejor le había tratado y le estaba tratando y más le había querido. ¿Por qué no se le ocurrió a nadie eso del «proceso disociativo» cuando la acusación al abuelo? ¿Es posible que la libertad y la fama o la cárcel y la infamia de un buen hombre dependa de que se le ocurra eso a alguien, o de que no se le ocurra?

Sí.

Y eso determina de modo absoluto que los protocolos que se aplican son defectuosos y merecen renovación completa.

La serie danesa insiste en que no sepamos la verdad, pero el hermano pequeño de la quinceañera denunciante (que tampoco denuncia mucho: es el profesor novato y la redacción-cuento de ella lo que pone todo en marcha) no para de afirmar a quien quiera oírle que, ahora que su hermana ya va respondiendo «sí» a las preguntas que le hacen, ella miente. Pero que el hermano diga que su hermana miente también es tomado como signo aún más fuerte de coacción sobre los niños. Y al final… resulta que el padre-padrastro no pega ni pegaba a los niños, ni a la hijastra tomada por agredida. ¡Hasta llega a haber una jefa de los servicios sociales que reprende al agente por su insistencia en que esas agresiones existen cuando ya se ha dejado sentado que no! Pero, cuidado: sólo «se ha dejado sentado» oficialmente. Están todos rodeados y atados a protocolos de hormigón y atornillados a procedimientos de acero, pero aun después de haberlos cumplido todos hasta el último extremo, y no verse ni siquiera según esos protocolos que el padrastro agreda a la hijastra, el agente insiste e insiste. Y al final no había nada de eso. ¿Qué sucede? ¿Es que han funcionado los protocolos? ¿Es que han funcionado los servicios?

Todo ha sido un fracaso. Pero de pronto parece que no. Se averigua, y el espectador antes que cualquiera, que el padrastro sí pegaba a la madre. Pero nunca había pegado a la hijastra. Es decir, que el agente ha estado siete episodios perfecta y completamente equivocado.

La actitud de victoria del agente es digna de Wellington tras Waterloo: «Ya sabía yo que pasaba algo».

No. Miente. No sabía, y se ha mostrado con todo detalle, que pasaba «algo». Él sólo sabía que el padrastro estaba pegando a la hijastra. Nada más. Ninguna otra cosa. En ningún momento de la serie y de sus diálogos aparece ni una leve sospecha de otra cosa.

Es decir: de nuevo estamos ante el fracaso completo de los protocolos, sustituidos además por su archienemigo la intuición del profesional, y todavía peor en este caso cuando ese profesional y muchos a su alrededor han aplicado estricta y hasta cruelmente protocolos, rompiendo la familia, secuestrando a los hijos y dejando sola a la madre con el padre; pero, cuando les ha parecido bien, esa aplicación estricta deja de ser adecuada, porque están bien estos protocolos cuando corroboran nuestra intuición, y si no la corroboran nos los saltamos.

Así que, ¿para qué valen estos protocolos?

Se diría que para lo mismo que en la enseñanza: para cubrirse con ellos cuando un inspector, y como tal sumiso a la autoridad política, venga pidiendo cuentas. Pero no sirven para resolver el problema.

Y no es argumento a su favor que haya o haya habido algunos problemas que sí se resolvieron aplicando esos protocolos. Muchos más se han resuelto no aplicando protocolo alguno, y no será este el momento en el que tengamos que detenernos a dar explicaciones de metodología, que el lector ya domina.

El joven de la serie La mentira se retracta, porque ya ha encontrado cómo paliar su vergüenza de mentiroso. Su retractación sale a los medios de comunicación en primer lugar (él llama a un periodista conocido), y desde ahí sube por los escalones judiciales hasta llegar al Supremo… un día después de que este tribunal haya decretado el ingreso permanente en prisión del abuelo. Con lo cual el abuelo ingresa en prisión, y todos a su alrededor, desde funcionarios hasta reclusos, ya no saben qué hacer para ayudarle, consolarle y mantenerle vivo. Algunos meses después ese tribunal puede emitir la orden de su liberación: otros protocolos, esta vez judiciales, o más bien psico-judiciales, emponzoñándolo todo y, en primer lugar, la verdad.

En la actualidad, cuando un adulto recuerda incluso del modo más bienhumorado y ecuánime los malos tratos que sufrió, algunos compañeros suyos de generación no quieren saber nada, porque decretaron para ese adulto una especie de cárcel… «el día anterior» a que la narración se produjera. Es un «traumatizado» (no lo es), es un «llorón» (no lo es), es un «camorrista» (no lo es). Es simplemente una persona normal y sana, y por lo que se suele ver bastante más sana que la mayoría de los que le rodean, que quiere poder participar de esos festivales amistosos de narraciones biográficas, que constituyen una gran proporción de las reuniones sociales, a los que todos aportan sus recuerdos. Pero a él no se le permite aportar los suyos, porque se diría que van a poner en cuestión los protocolos de comunicación de los demás, que, como las psicólogas judiciales los suyos, necesitan que permanezcan intocados, quizá porque no sabrían qué hacer o cómo hablar o cómo recordar o cómo relacionarse con aquellos que al narrar así ofrecen hoy una paz y una camaradería que entonces a él le negaron.

Los malos tratos de hace cincuenta o sesenta años eran frecuentes pero muy selectivos, y los que no los sufrieron o los sufrieron muy poco tienden siempre a afirmar que nunca hubo malos tratos peores de los que ellos sufrieron, y que nunca fueron excesivos; y eso no es tolerable, por varios conceptos, pero principalmente por el dolor que causan en personas que, como consecuencia de esas afirmaciones, son tomadas por mentirosas o fantasiosas o incluso «enfermas» y, peor aún, porque disuelven la posibilidad de amistad. Esa misma distorsión en el trato con los datos de la realidad de antaño se cuela en el tratamiento que se da hoy a la realidad de hoy, pero no forzosamente en el mismo sentido, sino, sencillamente, habiendo estropeado el mecanismo de relación con la realidad. 

Esa ambliopía hacia la realidad humana impone que se ignore el sufrimiento experimentado antaño por muchos, y que se ignore la inocencia hoy de otros. Probablemente se trata de nada más que defender las propias posiciones de frívola tranquilidad, de comodidad, o quién sabe de qué. Pero nada de ello debería ser antifaz para dejar de percibir que los errores son tantos y el sufrimiento causado es de tal alcance que tanto los protocolos de lo oficial como los modales de lo social deben ser revisados por completo.