15 Ene Así que eso de llevar la política como una empresa era esto, Donald
Así que eso de llevar la política como una empresa era esto, Donald
Isabel del Val
No siento vergüenza ajena, en absoluto; ni bochorno, ni sofoco, ni nada de nada: que lo sienta todo él, Donald Trump. Y que lo sientan sus seguidores y sus forofos. Shame on you, que se dice en inglés. Muy bíblico, y yo estoy muy de acuerdo: no pienso yo sentir vergüenza alguna por lo que ha hecho este tipejo consentido e irresponsable; que toda la vergüenza caiga sobre él. Bueno, y un poco también que caiga sobre los semovientes que asaltaron el Capitolio, y sobre los que en todos los países democráticos componen la facción pro-Trump seguros, por otro lado (como les pasa a los divinos de la izquierda) de que pueden decir sin límite, porque nunca van a tener que sufrirlo en sus carnes.
Está todo el mundo sacando punta a los sucesos del 6 de enero, y lo que te rondaré, porque esto va a dar para más que lo de Tejero, y además le ha importado a todo el mundo. Cuando lo de Tejero hubo muchos, y algunos en ese mismo Capitolio, por cierto, que dijeron aquello de que no se metían porque era una cosa interna de españoles. Ahora no: todas las gentes (con seso) y todos los países se han visto en el papel de agredidos, de posibles secuelas, de lejanas piezas de dominó pero piezas de dominó: ¿en dónde estaríamos ahora si esa especie de golpe de tractoristas envanecidos hubiera triunfado? ¿Ya se habría liado el zumbado de Trump a darle al botón nuclear contra Irán, contra Siria (no, ojo, aquí hay trastienda…), contra Pakistán porsiaca, quizá contra el edificio madre de Huawuei en las afueras de Pekín? No sigamos por la especulación. Bastó para eso con los temores que durante algunos minutos se despertaron antes de que se resolvieran aquellos disturbios, ante la posibilidad de que no acabaran bien. Pero han acabado (o casi acabado) de momento, en la escena razonable y menos temible. Parece que vamos a volver al funcionamiento razonable y político, y no se ha impuesto la conducta demente del sociópata.
Cada uno mirará y analizará estas cosas desde su punto de vista particular, desde su percepción y sus convicciones, y probablemente casi todos colaborarán al mosaico que al final quedará en los libros de historia sobre esa presidencia, que por supuesto nos debe preocupar y debemos conocer porque es algo así como conocer y preocuparse por las cosas de Nerón en enero del año 68. A mí me ha llamado la atención desde el principio la grosería, el autoritarismo de Trump, tan propias de… un CEO.
De cualquier otro que lo ha pronunciado, en público o en corrillos, siempre me ha llamado la atención que alguien pueda decir con esa apariencia de estar siendo portavoz del más extendido sentido común eso de «las cosas de lo público, la política, hay que llevarlas como si se tratara de una empresa privada». A primera vista, llena la sesera del alcohol de ese cóctel, y en ese contexto que suele ser el de una conversación sobre los millones que se ha llevado crudos el concejal Perengano sin que nadie haya controlado nada, todos asienten. Claro, llevar la política como una empresa privada impediría esos descontroles. ¡A buenas horas van a dejar en Movistar o en Seat o en Pastelerías Mallorca que venga uno y sin que nadie le vea meta la mano en la caja y se haga un chalet! Así que queda asentado ese principio, que muchos repetirán como si fuera tan natural, tan indiscutible.
Pero no lo es, y no discutirlo lleva a la gente a votar a Trump.
Y a que gentes como Trump, borrachos de sí mismos y de sus empresas privadas crean que pueden tirar violentamente hacia abajo y hacia él de la mano que un primer ministro de otro país le está tendiendo, como si fuera una bromita algo pasadita, pero sólo algo, del Superjafazo hacia uno de sus jefes de sucursales locales. Macrón se ganó una cátedra cuando regañó a aquel escolar muy controladamente por llamarle «Manu», y no sé cómo lo hizo pero dejó claro que no era su vanidad personal la que hablaba, sino el Estado de Derecho: «Chaval, al presidente de la República francesa se le llama Presidente, no por el nombre de pila». ¿Qué hacer, pues, con un lagarto como ese presidente de Estados Unidos cuando al presidente de la República francesa le da ese tirón de la mano hacia abajo, como si le fuera a decir «ven acá, barbián, tengo grandes planes para ti, que te vienes a la central de Topeka a trabajar a mi lado, hombre»?
¿Qué hacer cuando entra en la sala de sesiones de la OTAN y el presidente de Gobierno de España le saluda dándole la mano, y él responde siguiendo su camino y señalándole al español el asiento en el que se tiene que sentar, con un dedo índice perentorio y sargentil?
¿Por qué nadie le había avisado que una conferencia de prensa del presidente de Estados Unidos es una conferencia de prensa arquetípica, el modelo de las conferencias de prensa, y en ella de ninguna manera y bajo ninguna circunstancia puede mandar callar a un periodista (si hay agresiones ya está el servicio secreto controlando) ni insultarlo ni quitarle el micrófono? Porque todos a su alrededor provenían de sus empresas, y todos estaban entrenados en que el boss es así y además es el boss y hace lo que quiere. Y el más entrenado de todos era él mismo, claro, desde aquellas ocasiones fotografiadas para la historia, que nos han dejado esas imágenes propias de French Connection de las visitas a los expropiables de Queens junto a su padre muy arreglado como con instrucciones de Coppola del año 1972.
Si se veía todo desde hace cuarenta años o más; si es que votarle era como si aquí hubiéramos votado a cualquier bruto dueño de un equipo de fútbol tuercebotas con pocas frases más que esas de «eso lo arreglo yo en un momento» o «con un decreto, solucionado». (Ah, me dicen que ya tenemos de esos. Es verdad. Pero eso otro día.)
Ese aparente sentido común: ni derroches ni desfalcos (aquí sólo derrocho yo o sólo desfalco yo), las cosas claras y contables y rentables.
Pues no es así la cosa pública. ¿Qué rentabilidad contable tiene que ofrecer la compra de escáneres para los hospitales públicos? ¿O el mantenimiento del firme de las autovías? ¿O la construcción y mejora de escuelas? ¿Y qué tiene que ver esto con «llevar una empresa privada»?
Eso de «empresa privada» suele reducirse, en este contexto, a eso: nada de gastos a fondo perdido, nada de burocracia (qué fácil es estar en contra de la burocracia; pero prueben a vivir en un experimento insular sin ella no más de un mes; el exceso de burocracia no es la burocracia), órdenes directas, el jefe en todas partes a la vez, qué es eso de mandos intermedios.
Y lleva aparejado, pero de esto no se avisa, la sensación permanente de que todo es mío, como dicen algunos niños a los dos años, y algunos adultos malcriados a los que los dos años se les han prolongado hasta los cincuenta, o sesenta, o setenta. Y eso de aquí mando yo. Y otras simplezas de esas que a los que han heredado empresas les gusta proferir como si fueran serios principios de filosofía política.
Pero todo eso es pacotilla, y en pacotilla se queda: porque al final todo se reúne, en política, en que acaban echándote, y tú no lo aceptas y no lo aceptas y no lo aceptas, y entonces coges el tablero y lo arrojas por el aire y todas las fichas salen volando, y probablemente le das al abuelo en una ceja, y, qué pena, ya no está tu mamá para correr detrás de ti dándote besos y diciéndote eso de que no importa, has ganado tú, no te enfades, siempre ganas tú, son los demás los que han perdido, cómo no vas a ganar tú, mi cielo, mi ganadorcito.
¿O no era esa la cara que tenía el sociópata cuando pocas horas antes animaba a sus torpes secuaces a acercarse al Capitolio para impedir que le quitaran la presidencia que le querían robar?