15 May Hay más Francia que Derrida (y tampoco hay que pedirle permiso)
Hay más Francia que Derrida (y tampoco hay que pedirle permiso)
Isabel del Val
Se ha dicho recientemente que la filosofía del siglo XXI podría ser, con no demasiados problemas, la filosofía española. Que Derrida, Deleuze y Foucault ya se encargaron en la segunda mitad, o más bien en el último tercio del siglo XX de deshacer las necesidades racionalistas de la última marea filosófica, según ellos y el que eso escribía marea francesa, y que, una vez des-racionalistizada la filosofía, para qué quieres más, ¿no se oye, sólo con que llegue a los oídos un trocito de esa palabreja, una guitarra gentil a la luz de una hoguera nocturna, un chirriar de carromatos nómadas cargados de vestidos de topos rojos, unas navajas patilleras de resorte suspicaz dispuestas siempre a asistir a su dueño para eviscerar rivales en el amor? Pues la verdad es que no, pero alguno dice que sí.
Sucede que no sabemos muy bien qué es eso de «filosofía española», y menos si se sigue proponiendo que tiene que ser forzosamente algo contrario al racionalismo, o más bien algo, se sugiere, irracionalista, que no es lo mismo, como el lector sabe: estamos de Unamunos y compañía un poco hasta el gorro. Y más todavía de que se tome eso como representativo de lo ezpañó, como si una condena divina nos tuviera atados a la roca mientras nos come los hígados la filosofía alemana de hormigonera o la francesa de jitanjáforas, y no hubiera mundo ni tiempo ni espacio entre una y otra para vivir, para trabajar, para pensar y para hacer cosas dignas.
Es cierto que a cualquier aficionado a estas cosas se le ha obligado torticeramente durante sus estudios, por una simple cuestión de fechas y manías y aficiones de los profesores, a elegir entre los filósofos tectónicos (algunos de ellos a su pesar, o incluso no tectónicos, pero presentados como tales) del Geist y los ex-post-vétero-cartesianos, devenidos desde los presesentayochos, y no digamos desde los postsesentayochos ya definitivamente, en algo que recuerda a esos aleves aleteos, a los kioscos de malaquita y al desconocimiento de que desde hace muchos años en español se llama lentejuelas a lo que los riberenses del Sena llaman pellets, y meten lo de pellets, en la letra o en el espíritu, en todos sus párrafos escritos en español: si no brilla, si no rima, si no es incomprensible, si no es intrigante, si no es incómodo para el burgués, no es filosofía.
Relacionar el posible futuro a corto plazo brillante de la «filosofía española» con el corte al racionalismo de los plastas de la difference, los epatantes maniáticos, con vivienda de siete dormitorios en los Campos Elíseos, pero revolucionarios, es por lo menos un efecto secundario maligno de haber sido demasiado amante de esos plastas y de ese irracionalismo español que ha hecho más daño al pensamiento reflexivo, si ello fuera posible, que la Iglesia (no por casualidad esta presenta una arquitectura meramente irracionalista, y los irracionalismos no religiosos acabaron y acaban confluyendo con ella). Además de que no sabemos, como ya hemos dicho, muy bien qué es eso de «filosofía española«. Cuando nosotros observamos y localizamos y luego reflexionamos sobre lo localizado, por ejemplo acerca de los obstáculos puestos al ejercicio constructivo de la tolerancia en una sociedad democrática, ¿eso es «español»? ¿Lo hacemos como españoles? ¿O quizá eso de «española» se refiere a que a partir de ahora los asuntos no serán la persona, la sociedad, la posibilidad de vida colectiva, el conocimiento del mundo, sino el toreo a la muleta, la catalanidad, el aurresku redentor, y si Carmen (la cigarrera) tenía razón o no?
Admitámoslo de una vez: que sí, que los estudiamos completos, que les leímos todo, que incluso iban sacando cosas para leer a medida que los estudiábamos y en sus primeras 200 o 300 obras (por producto editorial no iba a ser) nos tenían intrigados, y nos preguntábamos ¿adónde irán a parar estos tíos?, y raca-raca dale que te pego con Derrida, Foucault, Deleuze y luego Lipovetsky y, en el colmo del descenso fétido, hasta Lacan… y en sus obras número 500 o 600 ya empezamos a ver que mucho sonido, mucha aliteración, mucha consonante sorprendente… y nada más. ¿Por qué ni entonces, ni hoy, se puede decir esto sin sufrir represalias? Por varias razones, la menor de las cuales no es la de la asociación, simplemente por las casualidades de fechas, de toda esa tropa galimardiana a los para-revolucionarismos pijos del 68, y el decretazo de derribo inmediato de cualquier filosofía o autor anterior. Algo parecido a lo que los termiteros marxistas hicieron y siguen intentando hacer con la Ilustración, que cómo iba a ser nada relevante ni mucho menos útil para la actualidad si sucedió antes del advenimiento en cuerpo y carne del profeta de Tréveris (y no hay más motivos, desengáñate, lector, y compruébalo tú mismo: a qué viene tanta velocidad para achacar los campos de concentración a la Ilustración, cuando salta a la vista que a lo mejor se trata de hijos de la escasa Ilustración, entre otras posibilidades).
Bueno, que no cunda el pánico. Estamos, sí, hartas de las tonterías de esas francesidades sospechosamente sonoras que ocuparon el campo de la filosofía dejado en yermo por el desecante Sartre. Pero ¡como si todo pensamiento posterior tuviera que pasar por aceptar esas formulilllas de columnista quedón! Como si no hubiera filósofos franceses de fundamento y honradez, menos catedráticos universitarios, menos catedralicios, y más mirones y más en el suelo. ¿Qué hace una filosofía que sólo se mira a sí misma, o en el mejor de los casos al despacho de al lado, y si es a este con resquemor, hemorroides y dentera por la terminación encontrada de imposible rima por el rival en su último opúsculo? Eso, por lo que respecta a los que reducen Francia a sólo esas verbenas. Por lo que respecta a lo más cercano, a lo de aquí, ¿es que vamos a volver a pedir permiso a los franceses, como hacían nuestros profesores, para reflexionar, o a contrastar sumisos con ellos si nos desviamos intolerablemente de su palabra? ¿Qué tendrá que ver (y mucho menos a través de las gafas de García Lorca (!!) o de Machado (!!), a los que se encomienda en sendas citas el autor de esa propuesta) que algunos hayan aguantado más tiempo, y ahora por fin hayan comprendido el vacío que hay en los vacíos derridianos, y decreten que «ya» son inanes, con el hecho o la posibilidad de que alguien con pasaporte español pueda, quiera y sepa y consiga elaborar reflexiones oportunas o sugerentes o esclarecedoras o hasta útiles sobre la realidad, la de aquí y la de allí y la de cualquier otro lugar?
En fin, si la filosofía va por países, ese país que se preciaba de haber acabado con la Metafísica (olvidando, creo, que existió Kant, por decir algo rápidamente) va y nos suelta como por castigo a Deleuze y Derrida y algunos más en una época en que por otras causas Sartre y sus amiguitos ya no vendían tanto; eso les pilla a algunos «españoles» allí (o eso decían ellos), y algunos hasta tienen a esos bestselleristas como profesores, y se apegan, los angelitos, y luego aquí acaban de adjuntos en las facultades y nos pringan a los alumnos con sus pegajosos apegos (anda, qué sonoro nos ha quedado, se nos estará pegando la cosa jitanjafórica derridiana). Pues no, nada de apegos. A veces se percibe que algún autor encumbrado es en realidad un cuentista vendehumos, pero demostrarlo de modo «jurídico» es siempre muy difícil, o imposible, porque ¿quién define el humo? Pero huele, sepamos expresar ese olor al juez o no.
Y lo que en todo caso sabemos es que si alguien con pasaporte español tiene por delante un buen trabajo filosófico de reflexión, en absoluto tiene que suponerse que va a volver a lo que frenó precisamente ese trabajo en otras generaciones: el irracionalismo cañí, para quien quiera novelitas románticas. Cuando lo que queremos es afinar la modalidad de solidaridad constructiva para una sociedad democrática, no necesitamos rasgueos de guitarra al fondo, ni txistus ni coblas ni dulzainas ni seguidillas manchegas, ni mucho menos arrebatos emotivos raciales.