Se avecina una catástrofe

«Se avecina una catástrofe»

Isabel del Val

 

¡Como si hiciera falta! En la sección de Ciencia del diario ABC, el ya casi lejano (pero sabéis que me gusta dejar posar las cosas) 9 de febrero pasado, un titular en cuerpo grande y muy en negrita nos ponía por fin en nuestro sitio (?): «Guido Tonelli: ‘En el universo el caos ruge y se avecina una catástrofe'».

Menos mal.

Llevamos tanto tiempo viviendo en el país de Oz, tantos años en la tumbona de la playa de Zarautz sin tener que hacer nada más que levantar la mano para que alguien nos ponga un gin-fizz en ella, que oye, nos viene de perlas que nos llamen a capítulo de este modo. ¡Y más con asunto tan inmediato y perentorio!

O no. No se entiende muy bien. Tonelli no es capaz de decir una cosa así. Traducir estos verbos dinámicos, lo sabemos todos los que traducimos, es a menudo peliagudo. Entre se avecina o se producirá o llegará o estamos abocados a o mil otras posibilidades hay más que miles de millones de años de distancia, pero en el momento de pensar sólo en las palabras que caben en la caja del titular eso se olvida, y parece que todos son sinónimos válidos.

Y están las cosas, y estamos nosotros (a lo mejor es lo mismo) como para que nos machaquen los ovarios todavía un poco más con estas cosas, con estas expresiones y con estos augurios. O a lo mejor es que vamos notando todo un año, ya cumplido, desde que los mejores políticos al norte del mar de Alborán empezaron a felicitarnos por las «durísimas semanas» que se nos venían encima (porque se os van a venir encima, pringaos); como si fueran el conductor de un autobús que no tiene a bien pisar el freno cuando vamos de frente hacia un muro y nos dice a los pasajeros: ustedes veréis, pero yo esto no lo veo nada claro, nos vamos a dar una hostia notable. ¡Pues conduce, quillo!

Y luego todo, todo, todo: remilgos a carretadas cuando la DGT quiere sacar las imágenes de un gilipollas atropellando con su moto a dos abuelas, pero hoy ya no: personas normales como tú y como yo luchando entre la vida y la muerte, desnudos, revolcándolos los enfermeros en las uvis, llenos de electrodos, con respiración mecánica… Eso sí, a todas horas, en todos los programas, en todas las fotos. ¡Si es para subir la moral, caramba! A todas horas todos los periódicos y las televisiones saturados de colaboradores, la mayoría con bata y con una misión: bajarnos los humos a los ignorantes que no llevamos esa bata: «Si, han bajado los contagios y desde luego la letalidad ha descendido por fin, pero no hay que confiarse». Ah, bueno. Pues no me confiaré. Seguiré acojonada, penando la pena negra de no saber en qué momento entrará por la ventana o estará en mi rellano o en mi ascensor el coronavirus al acecho. Y mira que parecía que había una esperanza.

Nooooo, no se crean, todos ser tontos, sólo yo ser listo, solo yo saber decir que vacunas crear falsas esperanzas, no alegrarse, alegrarse ser de tontos, algunos con vacuna puesta todavía caer en la enfermedad…

Que ya lo sabemos, tíos, que llevamos décadas vacunándonos de cosas y viviendo en el mundo y sin bata, mirando a nuestros familiares y a nuestros vecinos y compañeros.

Y ahora, lo que faltaba. Es verdad, porque estábamos muy alegres, muy confiados, festivos, qué digo, eufóricos, todo el día en la calle bailando y cantando y compartiendo la garrafa de vino. No sólo el coronavirus; no sólo lo que va a venir luego, que, dónde va a parar, será todavía peor. No sólo no te fíes de tener ahorros porque la misma pandemia se los puede llevar por delante. No sólo las vacunas, que pueden fallar todas y a la vez y por completo. Pero qué idiotas somos: mira que buscar alguna esperanza racional. Ahora se suma incluso el universo, nada menos. La termodinámica, la cosmología. Y ya contra eso, amigo mío, qué nos queda por hacer.

Si esto no fuera tan asqueroso, recordaría una (bueno, a pesar de eso, la recuerdo) esa preciosa secuencia de Annie Hall en la que la madre del adolescente Alvy Singer le lleva al médico porque el chico está que no levanta cabeza, abrumado y deprimido, porque ha leído por ahí que «el universo se va a contraer dentro de quince mil millones de años», y eso es insoportable para su ánimo.

Tonelli estuvo en el equipo del bosón de Higgs, y no es posible que caiga en esas simplezas: ¿se avecina una catástrofe por la contracción, el Big Crunch? ¿Se «avecina»?

Mira que lo han buscado en todos los ámbitos: con qué más podemos joder al personal, ahora que lo tenemos en el rincón ya medio derrotado, ya lo tengo, con la economía: mira, todas las empresas se van a morir tras la pandemia; qué bien me ha quedado, oye; y con la alimentación: tras la pandemia, todos gordos de espaguetis y patatas; esta les ha dolido, sí, qué gusto; y con…, y con…, espera, que no se me ocurre, y con…, ¡ya lo tengo! ¡Con el Big Crunch!

Y así no hay quien gane a la redactora. El Everest de la tocada de pelotas.

La verdad es que no sé si decir que es pacotilla para nosotros o por el contrario darle un premio al mejor hallazgo. Maligno, pero hallazgo.