Aquí Hobbes, allí Spinoza. Segundo plato.

Aquí Hobbes, allí Spinoza. Segundo plato.

Micaela Esgueva

 

De modo que esas ideas de Hobbes, tirando a lo que hoy consideraríamos negativas, del ser humano, un animal como en permanente disposición de lanzarse a la guerra, pueden haber tenido una insinuación en que prácticamente todos los humanos que conoció en su vida estuvieron en estado de guerra, pero no hay que olvidar que es hobbesiana la fórmula más acabada del conatus, que desde luego muchos filósofos han desarrollado (y de hecho en su época era hasta un tópico, al que recurrían todos los de una y otra tendencia, incluso el mismo Spinoza) pero en este caso se reinventa y se pule como una piedra angular: el «impulso» tan difícil de traducir que por eso habitualmente se deja en su forma latina, y que aparece una y otra vez en el pensamiento occidental: eros (y quizá también tanathos) en Freud, élan vital en Bergson, muy emparentados, y de hecho descendientes, de la voluntad schopenhaueriana…, y muchos más avatares.

Ese conatus hobbesiano explica muchas cosas, y en gran medida explica ese afán que en la práctica, por lo menos en sus tiempos, Hobbes ve encarnado en una especie de obsesión por la destrucción del otro, por hacerse con sus bienes, por aniquilarlo como única garantía de que no te aniquile él a ti.

Y, repetimos, porque ahora nos interesa en definitiva el politólogo y no su fundamentador metafísico, Hobbes sólo se explica la existencia de la sociedad por la creación pactada de un Estado (una república, una corona; de momento no importa la forma) perfectamente todopoderoso, indiscutido y desde luego con el monopolio de la fuerza. Por eficiencia en la gestión de esa nación (y es muy pragmático y frío al decirlo), pero también como única garantía posible de supervivencia de cada una de las personas. Desde aquí, muy visiblemente, se fundamenta bien el absolutismo; pero cuidado, que la idea de monopolio de la fuerza en manos del Estado es la que fundamenta también las democracias.

Aunque eso más bien se lo han cogido las democracias a Hobbes, porque este no da señales en ningún rincón de su obra de complacerse en la idea del gobierno del pueblo. Acabaremos este primer partido comentando la organizada enumeración que el mismo Hobbes hace de los motivos por los cuales es necesario que el gobierno de los hombres sea lo más fuerte posible.

Abundando en esas comparaciones naturalistas que todavía en esa época (luego volvieron) gustaban a muchos, reconoce que «sociedades» como la de las abejas viven bien y organizadamente sin «dirección alguna fuera de sus juicios y apetitos particulares». ¿Por qué la humanidad no podría? Él mismo introduce los ordinales:

– primero, porque, a diferencia de las abejas, los hombres están en continua competencia de honor y dignidad.

– Segundo, porque en las abejas y las hormigas el bien común no difiere del privado. Pero el hombre quiere destacar sobre los otros hombres.

– Tercero, los animalitos no conciben ni perciben defectos en su modo de vida, pero el hombre, con su razón, se cree más sabio que otros y se esfuerza por reformar e innovar lo público, y eso lleva a la distracción y a la guerra civil.

– Cuarto, los hombres tienen voz y con ella pueden mentir, convenciendo a otros de que lo bueno es lo malo y… creando el descontento y turbando la paz.

– Quinto, a diferencia de los animalitos, el hombre es máximamente tormentoso cuando está máximamente a gusto, y es entonces cuando le da por controlar las acciones de quien gobierna la república.

– Sexto, el acuerdo de los animales es natural, pero el de los hombres sólo puede existir como artificio, de tal modo que sólo se puede asegurar su duración con un poder superior que mantenga a los hombres en el temor.

Y concluye: el único modo de erigir un poder común capaz de defender [a los hombres] de la invasión extranjera y de las injurias de unos a otros (…) es conferir todo su poder y fuerza a un hombre, o a una asamblea de hombres, que pueda reducir todas sus voluntades (…) a una voluntad.

Y por fin representa casi como en diálogo el pacto entre los hombres, que debe consistir en que cada uno le dice a otro que él cede todo su poder al hombre que está a la cabeza de la república, o a la asamblea que está a la cabeza, siempre que el otro hombre también lo ceda. Es decir, se trata de un pacto no con el poder, sino con los demás, que renuncian todos a él en beneficio de la cabeza del Estado.

No es fácil imaginar un programa más conservador o reaccionario, contrario desde luego a lo que los teóricos del Estado garante de libertades han propuesto a lo largo de la Historia. Este Estado, que pocas líneas más adelante el mismo Hobbes denomina por fin Leviatán, como sus comentaristas se complacen en repetir, será el perfecto opresor de cada individualidad, para garantizar a cada una no «su libertad» u otros fines que quizá otros teóricos ven deseables y proponen, sino la simple supervivencia.

Sólo a alguien que durante el último siglo haya estado viviendo en Neptuno puede no traerle esto resonancias más o menos dolorosas. Pero siempre hay que tener cuidado: en efecto, el rey, después de todos los complicados episodios de exilio y vuelta y revolución, condecoró a Hobbes por fundamentar como nadie antes al papel absoluto de la monarquía; pero muchas de sus reflexiones han servido como semillas parciales de aspectos parciales de los Estados democráticos de hoy. Habrá que investigar más esa genealogía, no vaya a ser que con esa ayuda se cuelen además gérmenes indeseados.