15 Abr Pacotilla vs. Petulancia: Spinoza vs. Hobbes. Primer plato.
Pacotilla vs. Petulancia: Spinoza vs. Hobbes. Primer plato.
Micaela Esgueva
Dedicamos esta quincena mi compañera Isabel del Val, en su sección Pacotilla, y yo en esta Petulancia, Arrogancia, Ruindad, a una especie de partido de tenis a ciegas en el que cada una va a lanzar sus bolas sin saber cómo la otra ha lanzado las suyas. No esperamos ganar ninguna, sino dar material al personal para que discuta, y de paso divertirnos como siempre al revisar nuestros antiguos juguetes: el mío es el conocidísimo Hobbes, y empezaremos precisamente por esto de ser tan «conocidísimo», que es algo raro en este caso.
Es un caso puro de «conocidismo» (corrector: sin i detrás de la s: co-no-ci-dis-mo) ignorante, algo parecido a ese darwinismo tabernario o ese freudianismo de telefilm simplón: son millones y millones los que manejan ideas y recetas del señor Hobbes sin saberlo, e incluso sin saber que Hobbes existió. Porque, a ver: ¿es o no es general la concepción, sobre todo en sociedades de origen anglosajón, de que allá cada quién con sus fuerzas, y que si «pagamos» a alguien para que se ocupe de la «seguridad» por encima de nosotros, lo que tiene que hacer ese alguien es ser tan duro como pueda porque si no nos acabamos matando entre nosotros? Eso es Hobbes. ¿Os habéis fijado que es casi un tópico inevitable en cualquier fantasía futurista norteamericana que en cuanto se desarticula una sociedad (por los zombis, por un asteroide que nos espachurra, por el «campo magnético desviado» de la Tierra, por lo que sea) lo primero que surgen son grupos armados con líder en general idiota que en lugar de colaborar se dedican a intentar esclavizarse unos a otros? Eso es Hobbes. Alguno me dirá que también es Darwin (el de taberna, no el de verdad), pero ¿es que hay algo en Darwin que no sea Hobbes?
En su famosa obra Leviatán, segunda parte, capítulo XVII (que es el primero de esta parte), Hobbes nos deja, de entrada, muy claras sus primeras ideas:
«Las leyes de la naturaleza (…) son por sí mismas contrarias a nuestras pasiones naturales, que llevan a la parcialidad, el orgullo, la venganza y cosas semejantes cuando falta el terror hacia algún poder. Sin la espada los pactos no son sino palabras (…).»
Saco de la cita, para aligerarla, lo que considera leyes de la naturaleza: extrañamente, dice que estas son justicia, equidad, modestia y misericordia. Y que cada uno hace lo que puede para conducirse según ellas cuando no ve riesgo en hacerlo. Bueno: ¿salen o no salen de aquí las muy obsesivas distopías televisivas norteamericanas de zombis y apocalipsis diversos?
Ya veremos de dónde se sacaba Hobbes estas nociones. ¿Por qué tiene tan claro que si no hay alguien atizándonos desde el poder «somos malos»? Ya vienen diciendo los tratadistas que Hobbes es el primer o el mejor o el máximo fundamentador del absolutismo. Pero a mí me parece que es otras cosas además de esa. Porque de sus ideas se sacan consecuencias para conducirse incluso en democracias, no sólo en monarquías netas.
Recordaremos todos, también, los múltiples casos de individuos hiperindividualizados, no exactamente individualistas sino más bien solipsistas o aislacionistas, que a menudo se expresan cuando autoridades estatales o algo parecido solicitan su ayuda o su obediencia con motivo, por ejemplo, de una evacuación regional por desastre natural. Individuos que salen a su puerta con una escopeta diciendo las palabras mágicas de esa especie de anarquismo ultraliberal: «de mi puerta para dentro mando yo y nadie más». Hobbes dice sólo un poco más abajo:
» (…) si no hubiese un poder constituido o no fuese lo bastante grande para nuestra seguridad, todo hombre podría legítimamente apoyarse sobre su propia fuerza y aptitud para protegerse frente a los demás hombres.»
Para que luego los horteras anden por ahí riéndose y proclamando que las ideas no sirven de nada: hay que estar ciego para no reconocer en esa frase el origen de tantas y tantas proclamas individualistas y sobre todo violentófilas que sabemos que vamos a presenciar, incluso llegando a la acción.
Estamos, como vemos, ante una concepción de las cosas lo más opuesta posible a algo que hoy llamaríamos «buenismo»; aunque sólo de momento. Pero una cosa es decir ingenuamente que en todo interior humano hay bondad, y otra decir que si no nos atan nos comemos unos a otros. Pues dependerá, digo yo, de lo que hayamos aprendido y de cómo nos hayamos construido.
El caso es que Hobbes puede ser un caso claro de esto último. Suponemos que Isabel del Val nos va a mostrar el equivalente en la otra cara de la moneda, Spinoza, también hijo de su (diferente, pero el mismo) tiempo. Thomas Hobbes nació y creció en un tiempo especialmente violento. Probablemente, si lo vemos con calma, todos los tiempos fueron especialmente violentos. Pero es que Thomas, que ya nació durante el ataque de la Armada Invencible, vivió zarandeado toda su vida por esa inestable Inglaterra post-isabelina, pre-cromwelliana y luego de lleno durante las guerras civiles, la república y la restauración en la persona de su alumno Carlos II. Un lío como para que no te influya.
Pero tampoco podemos caer en la simpleza de referir a una época como si fuera inevitable el pensamiento de un autor. La obra de Hobbes es extensísima y probablemente una de las últimas de esos personajes que fueron a un tiempo filósofos, astrónomos, ópticos, politólogos, de todo: el perfil renacentista tardío ese que solo muy poco a poco va definiendo las diversas disciplinas tal como acabarán en la Ilustración. Pero hoy y aquí lo que nos importa es su lado politólogo, que es el que juega su partidita contra Spinoza. Un tío con un intelecto del calibre del que tenía Hobbes, que de eso no se puede dudar, se va corriendo a París durante el festival Cromwell y se ajunta a la velocidad del rayo a los realistas, que eran, cómo decirlo, más bien anticuados.
Veamos: evitando la simpleza esa, cómo vamos a negar que si alguien se cría en la especie de sociedad abobada e idiota esa de los iloy de El tiempo en sus manos, y no ve otra cosa, pues muy probablemente va a acabar sacando la conclusión de que el ser humano es una cosa lánguida y blanda, sumisa, manejable y tirando a asquerosa, y muy diferente de lo que pensaría si se hubiera criado en, pongamos, esa especie de violencia callejera rara de Hijos de hombres (a propósito, no ha sido deliberado elegir dos ficciones que suceden, ahora que caigo, en el mismo lugar, y en el mismo en que Hobbes acabó viviendo y confeccionando sus obras: en El tiempo en sus manos el personaje George Wells no desplaza su máquina del tiempo más que tres metros en cierto momento: ese futuro de iloys y morlocks que conoce es el Londres de dentro de 800.000 años; Hijos de hombres sucede enteramente en Londres y cercanías). Hobbes estuvo rodeado de todas las amenazas posibles a lo largo de toda su vida, y esto no es una exageración. Aparte de las epidemias, de una virulencia y una frecuencia insoportables, la misma lentitud en la consolidación de una concepción del orden público que poco a poco iba a acabar definiendo la nueva ciudad ilustrada frente a la anterior aglomeración moderna y renacentista, hacía inevitable que cualquiera que no viviera aislado en el campo tuviera que dedicar una enorme proporción de su tiempo consciente a protegerse y a cuidar de su seguridad. Y eso no determina una filosofía, supongamos, pero sí la hace mirar en cierta dirección en la que quizá no habría mirado de ser otras las circunstancias. El mismo Hobbes colaboró como pocos, y probablemente el que más, a esas nuevas nociones que, repito, si para algunos fundamentan casi exclusivamente el absolutismo del poder, hay por lo menos los mismos motivos para decir que hacen posible al mismo tiempo las sociedades liberales, primero, y la vida democrática, después, que sin seguridad consolidada decae sin duda hacia la tiranía, como sabemos.
«Nunca habrá una multitud tan grande», dice Hobbes, como para que otra mayor no se le pueda oponer y hacerle la guerra o simplemente dejarla vivir en seguridad. Y además, paradójicamente, cuanto mayor sea, más ineficaz será para tomar decisiones, y entre discusiones de unos y otros «reducen a nada su fuerza mediante la oposición mutua». El poder coercitivo parece inevitable.
Continuará, claro.
(Citas extraídas de Leviatán. Losada, 2004. Trad. de Antonio Escohotado)