Por qué nos ha importado la petulancia

Por qué nos ha importado la petulancia

Micaela Esgueva

La petulancia es una didáctica. Todos los petulantes son los pomposos maestros de escuela de los chistes antiguos, con diferentes acentos. Van repartiendo sus escupitajos por el mundo como si el mundo se lo solicitara o los necesitara.

No nos gustan los didactas, y menos los espontáneos. Por varios motivos, pero principalmente porque se convierten de golpe en obispos o en papas, y te montan un Palmar sin que te des cuenta. Bueno, a estas alturas te das cuenta e impides que te lo monten, pero ellos lo intentan y te hacen perder el tiempo. Y otra cosa: sí que se llevan detrás, como el flautista de Hamelin, a los menos expertos y más jóvenes.

Los hay que se creen automáticamente más que cualquier otro al que ni siquiera conocen, sólo por haber ido a tal colegio o por haber aprobado la oposición del cuerpo X o por haber sido contratados por la empresa Y. Los hay que se saben superiores en conocimientos y criterio moral sólo por tener un empleo con un sueldo más alto o, por el contrario, un empleo con un sueldo más bajo, o por haberlo tenido todo regalado en su vida o, por el contrario, por haber recorrido un camino duro y difícil.

Pero resulta que lo que se puede ver en todos esos casos es que a todos les falta contemplar la otra mitad del mundo, de la sociedad y de las personas. Los hay que sólo por ver unos mocasines acusan a su usuaria de clase dominante, pero da la casualidad de que casi en el 100% de las ocasiones los acusadores llevan deportivas que son de obligado uso en sus círculos y que cuestan más que esos mocasines. Y los hay que llevan mocasines y que sólo por eso ya se creen personas de mejor calidad que los que llevan playeras baratas, y no se les ocurre pensar que el otro lleva playeras porque quiere y no «porque no se pueda permitir otra cosa»: sí, porque uno de los mecanismos primeros de la petulancia es suponer del otro una especie de condena a la inferioridad, lo que lleva casi siempre a redoblar esa petulancia inicial: pobrecillo, A- porque no fue al excelente colegio al que fui yo, que me preparó mucho mejor que a él el suyo, y B- porque no se pudo permitir ir a mi excelente colegio. Y hay que coser con hilo muy fino: porque ese excelente colegio muy a menudo no es el más caro ni el más aristocrático ni el más finolis, que a veces sí, sino también su contrario: el más proleta, el más obrero, el más «luchador», y eso parece forjar mejores humanos en sus alumnos.

Es decir, estamos hablando de idiotas. Los petulantes podrían ser agrupados cómodamente en una carpeta que recibiera la denominación de Idiotas.

No son muchísimos. Son más bien pocos. El conjunto de las gentes no es petulante, más allá de dos o tres bromas sobre sus equipos de fútbol o cosas parecidas, que hay que esforzarse mucho para considerar petulancia. Son una minoría, pero ruidosa e influyente.

Son, para empezar, casi todos los políticos: se creen que por haber sido elegidos (algunos no, o solamente de rebote, desconocidos, por ir en la parte de abajo de las listas, pero se toman esa casualidad como si se les hubiese elegido sabiendo quiénes eran) ya tienen derecho a hacer, decir, insultar y menospreciar a quien, cuando y cuanto les dé la gana. No tiraremos mucho de ese hilo para llegar hasta sus filiales con forma humana en las tertulias periodísticas de la televisión, porque ya lo conocemos todos, y además porque nos terminaría de irritar esa modalidad de petulancia que ejercen, que se podría calificar de petulancia vicaria, porque la ejercitan en nombre de su concejal o diputado o ministro amado.

Nos ha importado durante este curso, y nos importa desde siempre la petulancia, porque es la enemiga de la franqueza; y creemos que la franqueza está bien para entenderse entre las personas, y nos parece bien que las personas se entiendan antes que insultarse o despreciarse o liarse a golpes. 

La petulancia siempre supone que sabe del otro lo que en realidad no sabe, y si hace no mucho alguien inventó eso del mansplaining, por ejemplo, quizá habría que explicar que no era nada nuevo, que existe desde hace siglos, y que se llama simplemente humansplaining, como por cierto alguien propone por algún lado: ¿y usted por qué supone que esa memez que está diciendo va a colar? ¿Usted por qué cree que yo no sé esa tontería que ahora me está explicando como si fuera la cosa más importante del mundo? ¿De dónde se saca usted que yo, que nosotros, que todos los que no somos usted, necesitamos que usted nos ilumine o nos corrija la conciencia o el conocimiento sobre ese asunto, que además suele coincidir que muestra con muchos menos conocimientos y dominio del que cualquiera de nosotros podría mostrar?

No sabemos explicar mucho por qué nos parece oportuno señalarla y reírnos de ella.

Ahora vamos a descansar un poco, y a estirar después de tanto ejercicio, y nos encantará veros ahí, lectores, a la vuelta, y quizá para haberle dado un revolcón al asunto y hablar ya no tanto de petulancias como de… Elio Antonio de Nebrija, por ejemplo, o Juan de Herrera. Nos vemos.