…y el malvado se murió sin meterme en la Academia, jolines

…y el malvado se murió sin meterme en la Academia, jolines

Micaela Esgueva

¿Qué petulancia puede ser mayor en un escritor que suponer que merece entrar en la RAE?

¡Y cuántos ha habido que desde sus primeras líneas juveniles lo han supuesto! Hay muchas broncas que han pasado a la pequeña historia de estas mezquindades, cada una con sus particularidades, pero también con sus características comunes. Con alguna rara excepción, se ha tratado (y se trata hoy, pero algunos me han aconsejado que no diga el nombre propio: que hay jueces muy idos que están sacando sentencias muy desatornilladas) siempre de A, escritores nacidos en provincias en su momento remotas o despreciadas, o en pueblos remotos o despreciados de provincias apreciadas; B- escritores que, en su primera juventud, han sufrido un destierro o, en general, el abandono de su refugio infantil, y han ido a parar a lo que suelen describir como oscuro, cuaresmal, represor lugar de su verdadero crecimiento; y C, que a continuación han llegado, una vez licenciados en el periódico local, o en una universidad, a la metrópoli deseada y odiada (si yo viviera en Barcelona, o si yo viviera en Madrid, ya habría triunfado hace mucho), en la que han recibido demasiados premios demasiado pronto. De diseño para perder la olla. Y sus familiares en el corrillo de la farmacia de allí: «A la Academia, talmente a la Academia han de llevarle, ya tendría que estar».

A la petulancia, pues, se le suma inmediatamente la arrogancia al tratar con los que no han ganado esos premios, o han ganado menos o, incluso, los que los han ganado siendo mayores. Tienen estos petulantes y arrogantes sobrenadados del fango provinciano un gran talento para detectar las hegemonías, porque así es como salieron de su origen: quién manda en esta clase, qué pandilla es la que gobierna el instituto, qué grupo de dramaturgos corta el bacalao en el Gijón y qué grupo está devaluado… Y saben, porque se limitan a repetir su juventud, arrimarse a la panda que es hegemónica en el mundillo literario de la metrópoli cuando ellos son recién llegados. Probablemente de ahí eso de demasiados premios demasiado pronto: porque en realidad escriben para ellos, los de esa panda. Pero, ay, desgracia, las hegemonías duran cuatro, cinco años, seis a lo sumo. Y a veces son sustituidas por pandas que matizan a la anterior, pero a menudo por pandas perfectamente enemigas y contradictorias. Así ha sido siempre, así fue y así era (tres pretéritos, muy conscientes), y así es hoy (pero me insisten en que no diga el nombre propio, que la libertad de crítica ya sabemos que está muy mermada y te escupen una querella en menos que canta un columnista). La producción libresca del arrogante petulante baja, menos premiado que antes, y pronto consigue de sus anteriores dilectos, que se han esparcido por el mundo pseudoliterario de los periódicos, precisamente eso: una columnita «para no perder presencia», «para seguir ahí», o como se dice hoy «para seguir teniendo visibilidad». Conseguirá también sillitas en las televisiones, y como es de provincias se le reconocerá por la especial rimbombancia de sus entonaciones, ensayadas en el cineclub provincial. A lo mejor estará entre veteranos directores de cine, pero no se cortará un pelo al pontificar sobre colocaciones de cámara, o sobre el uso del interferón si le ha tocado una tertulieta entre médicos, y así sucesivamente. Es que los orígenes marcan mucho. Y ahora en la cofradía de allí: «Un programa para él solo le tenían que dar, ¿lo han visto?, si es que se los merienda a todos».

Y así navegando de fortuna, por fin le presentan al pobre desgraciado que muy por otros caminos ha conseguido dignidades y potestades, qué casualidad, mira, en la Academia. Sólo por no defraudar a su familia de allí, por supuesto, empieza el pelotilleo. Que llega a ser de tal falta de decoro que supera la potencia de cualquier antihemético. ¿No recuerda el lector más casos que aquel del que pelotilleaba a Lázaro Carreter? ¡Pero si hubo tantos antes, y después, y hasta el día de hoy! (Pero no diré el nombre.) ¿Y el de aquel isleño que llegó a estar seguro cuántas veces, seis, siete, de que ya entraba, y al final no entró? ¿Y el del gerundense? Pues ¿y el del coruñés? Podríamos no acabar nunca.

Pero va el pretendido y se muere.

Y el pelotilleo, que lo ha sido hasta el último día, se convierte súbitamente en rencor violento, y antes de veinticuatro horas aparecen en su columnilla ya muy degradada los grumos de bilis que muestran ese súbito odio al hasta ayer peloteado. Peloteado que era imposible que no hubiera metido al pelotillero por su propio criterio: ¡si nadie duda de la excelsa, de la divina calidad del pelotillero! Ha tenido que ser por influencias, seguro que me están haciendo pagar mis creencias, mi postura política, mi posición política, esto es una persecución y hasta lo captaron a él, que iba a ser mi mentor. Y la ruindad se adueña de todo lo que ese pelotillero era hasta el momento: mi deseado mentor en realidad no era tan valioso cuando se dejó manipular así por los que me odian por mis devociones. Aquí y ahora dejaré constancia escrita de que así pienso (entre otras cosas porque ahora me tengo que buscar otro, y tengo que ir limpiando mi imagen de esas cercanías que tuve con el muerto, que a lo mejor me conviene como padrino uno de sus rivales).

¡A mí! ¡Morírseme a mí! ¡Sin haberme metido en la Academia! ¡Qué desfachatez, qué traición, qué don nadie!